LA CANASTA MILLONARIA
La primera secuencia ha sido la más próxima a este día. Yo estoy sentado en la taza, sin papel, cuando buscando por los suelos meados de mi vida encuentro el folleto que puede, de una maldita vez, cambiarla.
“La ACB te ofrece la posibilidad de convertirte por un día en una estrella del basket. Imagínatelo. Intermedio del partido de las estrellas. Te colocas tras la línea de 6’ 25. Botas el balón, miras la canasta, respiras hondo y lanzas. Si encestas te embolsas 1 millón de euros. Si fallas…¿Aceptas el reto?”
El baño es el de mi fábrica, la fábrica en que doy de comer a máquinas que a cambio chuperretean, como si fuera un helado, mi talento. Porque yo iba para estrella de la NBA.
Doblo cuidadosamente el papel, lo guardo y ese día vuelvo a casa con los calzoncillos sucios pero, por primera vez en mucho tiempo, con una pizquita de esperanza entre los callos de mis dedos.
—Acepto el reto— me digo
Segunda secuencia. El día que a mis sueños se le fracturaron los tobillos.
Fue en la final de un campeonato juvenil. La culpa de que todo saliera mal, aunque resulte tópico decirlo la tuvo el árbitro. Si cuando me robaron aquel primer balón en una evidente falta personal éste la hubiera señalado quizás habría podido continuar jugando tranquilo, como yo sabía, y meter mis acostumbrados cuarenta puntos, y entonces me habría fichado un primera, y después la NBA, una vida en definitiva radiante y sin lugar para la frustración. Pero lo cierto fue que detrás de aquella personal vino un brusco bloqueo que me tumbó en el suelo, y después más faltas, empujones…Comprendí entonces, de golpe, que allí ya no contaba sólo el talento, también había que ser fuerte, y alto, muy alto, y saber usar los codos, pisar al contrario sin que el árbitro te viera… Los fundamentos, en suma, de una vida despiadada.
Las imágenes se suceden ahora a toda velocidad: barras de bares, peleas, la expulsión del instituto…
La fábrica.
La fábrica.
La fábrica.
Y ahora, finalmente, estoy aquí, esperando el final de la película. Llevo varios días entrenando, después del trabajo, en una pista que hay debajo de casa. El primer triple que intenté ni siquiera tocó el aro. Un grupito de chavales dominicanos se rió de mí. Pero volví al día siguiente. Y al otro. 100, 200, 300 triples. El último día probé a bajar vestido del modo más ridículo que pude, con calentadores y una gorra con las orejas de Mickye Mouse. Los muchachos esta vez no se rieron. Ni se dieron cuenta. Encesto 3 de cada cuatro triples.
Hace un momento me he colocado tras la línea de 6’ 25. He botado el balón, he mirado la canasta, he respirado hondo y he lanzado. Y apenas lo he hecho me he dado cuenta de que en realidad me da igual el millón de euros. Siento, tras ver la película, el cortometraje de mi vida, que me he levantado y he echado a andar de nuevo. Pienso todo ello mientras, acunado por el aro de la canasta como un recién nacido, el balón gira y gira y gira…