Joaquín Piqueras publica mi cuento «La vida privada de Adolf Hitler» (incluido en ‘La polla más grande del mundo’ -y es también un fragmento de la novela Odio enamorado-), en su blog INSÓLITOS. Caminando por el lado salvaje de la literatura.
LA VIDA PRIVADA DE ADOLF HITLER PATXI IRURZUN
. Aquella mañana, mientras en Auswichtz volvía a caer una fina lluvia de cenizas, Adolf Hitler amaneció de buen humor. La noche anterior había conciliado el sueño con una nueva mezcla de píldoras -estricnina y belladona- del doctor Morell y no hubo desvelos, no apareció Geli, su amante sobrina, con la cabeza reducida a un cuajarón de sangre, ni su estómago malherido exprimió con sus retorcijones el recuerdo del hambre, en la pensión de Viena, cuando era joven.
. Durante el desayuno, cuando Eva Braum le sirvió el acostumbrado segundo tazón, pudo ver en su bigotito rectangular, serpenteando como trémulos gusanos, varias gotas de leche. En momentos así Eva se sentía parte de la historia, pues sólo ella conocía detalles íntimos como ése, o los violentos arrebatos en la alcoba, cuando su pito, ¡Heil Hitler!, se negaba a alzarse. Su nombre permanecería siempre unido al de Adolf Hitler porque debía sepultar en un búnker el secreto de sus miserias domésticas. Aunque a veces él parecía mostrar más cariño por la perra Blondi, que aquella mañana excepcionalmente se había tumbado a sus pies y a la cual el führer introducía una y otra vez el dedo índice en la vagina.
. Tras el desayuno Hitler se reunió con su Reichmariscal, Goering.
. -Tengo que enseñarte algo, Hermann- le dijo, y se dirigieron a la sala de los cuadros, donde había colgado un nuevo lienzo en el que aparecían tres mujeres rubias y desnudas, voluptuosamente ociosas. Hitler se regodeó observando cómo Goering enrojecía de rabia. Quizás Hermann se paseara vestido en sedas blancas, coronado con la cornamenta de un alce por su palacio campestre entre las obras de arte que sus hombres saqueaban de los principales museos de Europa, pero el Führer continuaba siendo él.
. -Maravilloso- hubo de reconocer el Reichmariscal.
. Hitler se pasmó una vez más al admirar la palidez marmórea de la piel de las muchachas e imaginó que posaba sus manos sobre ella y que al retirarlas se dibujaba una huella encarnada, como las marcas sanguinolentas del látigo cuando azotaba las compactas nalgas de Geli… Repentinamente se sintió incómodo, como si Goering profanara su altar o pudiera descubrir las pequeñas gotitas amarillentas de semen sobre el lienzo, con las cuales ofrendaba el recuerdo de su sobrina algunas noches de, cada vez más esforzado, frenesí pajillero.
. -Déjame solo, Hermann- le pidió.
. Estuvo en la sala hasta la hora de comer. Himmler le telefoneó cuando daba cuenta de su ensalada, plagándola de bichitos muertos con sus cifras de deportados, eliminados…
. -Estúpido- pensó. Desconfiaba de su eficacia y su sumisión casi tanto como de la arrogancia de Goering. Incluso creía que había sido Himmler quien hiciera correr aquellos rumores sobre el pasado incestuoso de su familia o sobre las salpicaduras de sangre hebrea en sus venas y creía que, llegado el caso, sería capaz de enviarle a él, al mismísimo Führer, a la cámara de gas.
. Afortunadamente, a media tarde le visitó Joseph Goebbels, su fiel ministro de propaganda. Vieron varias películas de Mickey Mouse. Joseph se descalzó y reposó sus pies doloridos sobre una butaca. Hitler se fijó en el muñón del derecho como el impúdico puño de un bolchevique y sintió una solidaridad entre aquella tara y su único testículo. Le agradaban esos momentos de intimidad, de dos solos y a oscuras, compartiendo sus risas hasta tal punto que cuando Joseph se despidió («Tengo que irme, Magda ha preparado pavo esta noche») sintió una leve repugnancia, no sabía si por el pavo y sus prejuicios vegetarianos o por Magda, a la que envidiaba en secreto.
. Consultó el reloj: las 8, la hora en que recibía a Morell. Salió al pasillo. Todo estaba en silencio. La Cancillería parecía un navío abandonado y a la deriva. Por un momento, le sacudió una tiritona y las sombras fantasmales de Geli y de su amante judío, con su descomunal pene haciéndole el amor se proyectaron en aquel pasillo espectral. Corrió aterrorizado hasta la sala-botiquín y al entrar la presencia de Morell fue como una angélica aparición, aunque el aspecto de éste, descuidadamente gordo y sucio, se asemejara en realidad al de un ángel caído y revolcado en miasmas.
.
Hitler, sin embargo, lo necesitaba, así que se remangó la camisa y se tumbó en la camilla. Su voluntad se concentró en la aguja. La morfina había convertido a un curandero, a un charlatán de feria en el médico de confianza del führer. Poco a poco, oleadas como la eyaculación lenta de mil querubines, le mecieron dulcemente hasta el final arcoirisado de aquel día, de nuevo en casa, con el trabajo cumplido y la narcótica ilusión de que quería a Eva Braun, la cual le servía la cena, mientras la fiel Blondi tendía su vagina a sus pies; incapaz de imaginar que un día probaría con la perra el mismo veneno con el que él se suicidaría, y que el fúnebre regalo de bodas para la abnegada Eva sería el mismo que hiciera tiempo atrás a Geli, su sobrina, la única mujer, el único ser humano por el que sintió algo remotamente parecido al amor: la pistola con la que ella se voló los sesos.
En una de las columnas que durante algunos meses escribí para el diario ADN lancé un SOS para que alguien me ayudara a solucionar dos dudas, dos agujeros negros, dos paraísos catódicos perdidos que me atormentaban desde mi tierna infancia. Lo mejor será que primero leáis la columna y luego sigo:
BUSKI BUSKI
Se busca. Profesión: cocinero. Nacionalidad: sueca. Rasgo físico destacado: un bigote más poblado que La Morea un fin de semana lluvioso. Talla: unos 60 centímetros. Es decir, bastante alto. Al menos, para una marioneta. Solía aparecer afilando un par de cuchillos, mientras entonaba unos gorgoritos que sonaban algo así como “Buski-Buski”. Suelo preguntar por él, cuando en las cenas de treintañeros los afectados por el síndrome de Peter Pan (que siempre los hay) entonan aquello de “En un puerto italianooooo”. —¿Y os acordáis de Los Teleñecos, de aquel cocinero sueco?— suelto a bocajarro, y me arranco con lo de “Buski-Buski”. Entonces, noto un silencio incómodo a mi alrededor y veo las miraditas nerviosas de los demás, que se cruzan por encima de mi cabeza, tejiendo una camisa de fuerza invisible (sobre todo cuando intento imitar lo de los cuchillos). A veces pienso que, efectivamente, me lo tengo que mirar. El caso es que ese recuerdo permanece amarrado como una garrapata a mi memoria, justo al lado de aquellas películas de navajeros, por culpa de las cuales nuestras madres nos mandaban a judo con el kimono puesto (o si hacía frío, con la chaqueta Starsky), a aprender a hacerle un “osotogari” al fantasma de la inseguridad ciudadana; o de aquel boxeador pelirrojo, esmirriado y patoso que el día del golpe de estado apareció en una película cuando tocaba el telediario y que vencía a su adversario al compás del Danubio Azul: tarararará pum-púm, y con cada pumpúm le metía un directo en el mentón a su estupefacto adversario. Durante muchos años también pensé que aquella película sólo se había proyectado en mi imaginación. Hasta que conocí a una chica que también la había visto. Hoy esa chica es mi chica (y la madre de mis hijo)s. Así que estoy seguro: no lo he soñado. Lo único que me hace falta, para no volverme loco, es que alguien me confirme que Buski-Buski existe (y ya de paso el nombre del actor pelirrojo de la peli del 23-F).
Bien, pues a mi llamada de socorro respondieron varios emails, a los que estaré eternamente agradecido, que me revelaron, en primer lugar, que el actor pelirrojo es Danny Kaye, y la película en cuestión «El asombro de Brooklyn«. Aquí se puede ver la escena del boxeador de la que hablo. En cuanto al cocinero sueco, tampoco lo había soñado, aunque lo que en realidad decía no era Buski-Buski, sino Eskibulki-bulki, o algo similar. Después, investigando un poco más, hasta descubrí que esa peculiar forma de hablar ha dado nombre a un idioma en un juego de una vidoconsola, o que ¡venden un muñequito del cocinero a 9 euros, con gallina y todo, en una web! -que no llegué a comprarme, por rácano, y ahora he vuelto a perder la dirección-. Pero lo más curioso, encontré un video en el que Danny Kaye y el cocinero sueco aparecían juntos en el show de los Teleñecos.
Puede que todo esto os parezca una tontería, a mí me resulta sorprendente, y sobre todo, aún hay muchas preguntas que contestar y me da que, con vuestra ayuda aún se puede tirar más del hilo. Por ejemplo, el cocinero sueco ¿tiene nombre? Espero vuestros comentarios.
PD: más datos: hay un grupo en Facebook llamado «Fans del cocinero sueco de los teleñecos», y una entrada en Wikipedia, en la que se revela que al cocinero nórdico lo doblaba el propio Jim Henson. Y esta de abajo es una de las figuritas que se venden del personaje (no la que vi yo la otra vez):
Mi cuento Huelepega, que sigue a continuación, ha sido uno de los diez finalistas del concurso «Lo vives, lo cuentas», de la Fundación Juan Bonal. De vez en cuando todavía me presento a un concurso, sobre todo a este tipo de concursos, en los que el premio es un viaje. En este en concreto a algunos de los países en los que la Fundación Juan de Bonal trabaja, para conocer uno de sus proyectos. He tenido buenas experiencias con eso, los premios y los viajes (gracias a ellos he viajado a Filipinas, Papúa, Tailandia, Chiapas, Marruecos… y he podido escribir sobre realidades y gente que nunca habría conocido de otro modo). Me da mucha pena no haber ganado el premio y algo de rabia haberme quedado tan cerca. Pero esto es así. Es un concurso. Algún día hablaré sobre los concursos. Y sobre los blogs. Y sobre el ego. Otro día. En cuanto al cuento, Huelepega, (que se publicará junto con los diez finalistas en un libro) en realidad forma parte de una obra inédita sobre el basurero de la Zona 3 de Guatemala, titulada Basura bendita, en la que se entrecruzan diversos cuentos y personajes. Os dejo con él.
HUELEPEGA
Hace solo unos minutos que mis cuates[1] vinieron a buscarme.
–Evita, ¿te venís con nosotros a la lucha libre? –me dijeron.
Y yo les contesté que no, que tenía que escribir la redacción que esta mañana nos mandó la maestra y que se tenía que titular “¿Qué querés ser de mayor?”.
Aunque, ahora que lo pienso, tal vez debiera haberme ido con ellos a la lucha libre, porque yo no sé muy bien qué voy a ser de mayor.
A mí me gusta la escuela, aunque casi nunca puedo ir porque la mayoría de los días tengo que laborar en el muelle, donde descargan los camiones de la basura, guajeando[2] cartón, o botellas… Mis papás dicen que la escuela es para los patojos[3] que tienen la panza llena y que yo puedo estudiar siempre que no deje de llevar pisto[4] a casa para comprar unas tortitas, un puñado de maíz…
Algunos días entre la basura encuentro un bote de colonia francesa o un tubo de Colgate y entonces se lo llevo a los señores que los rellenan y los venden como si fueran de verdad, y me gano unos buenos quetzales de más que les voy dando a poquitos a mis papás, y así puedo ir varios días seguidos a la escuela.
Un día, en el muelle, encontré la cabeza de una muñequita muy linda y gracias a la montonera de billetes que me dieron, aprendí a encontrar la Ciudad de Guatemala en el mapa que hay colgado junto al pizarrón, y que mi nombre, Evita, se escribía con la b baja en vez de con la alta, y así cada día una cosa nueva durante dos semanas enteras.
Pero también hay mañanas que en la escuela no aprendo nada, porque las letras están como bolitas[5], y empiezan a danzar en el cuaderno.
–La S es una bailarina de esas que se desnudan –digo.
–La P un señor al que le ha salido un grano muy gordo –contesta alguno de mis cuates, y cuando la maestra no mira me pasa la bolsa de pegamento, y respiro hasta que los pulmones queman, y después el calor se extiende por todo mi cuerpo y luego ese calor se va convirtiendo en una nube que se posa en mi cabeza, una nube como ese algodón rosa y azucarado que venden en los combates de lucha libre.
También hay otros días que no voy ni al muelle ni tampoco a la escuela, sino con mis cuates a la lucha libre.
El luchador que más me gusta es Superchavo. Algunos de mis cuates cuentan que Superchavo era un muchá[6] del basurero, y por eso su máscara es una bolsa de plástico, y lleva la gorra de los Bulls, y pegada a la capa tapones de cocacola, y los calzones con remiendos…
Me pregunto si debajo de esos calzones Superchavo será igual que esos porteros que me hacen encerrarme con ellos en el baño cuando me he gastado todo el pisto en pegamento y no puedo pagar la entrada. Yo entonces siempre me acuerdo de El Hombre-Rata, aquel que salió en Galavisión un día, el mismo día que hablaron del basurero, comiéndose una rata gorda y peluda, pero cierro los ojos y pienso en otras cosas mucho más feas que hacen los demás, como esos tenderos de la Zona Viva[7], que pegan y queman a los mendigos.
Un día cuando volvíamos de la lucha vimos cómo al Tristoso, un bolito del basurero, le había rodeado una de esas patrullas, y cómo él tenía en una mano unos zapatos blancos y en la otra un machete con el que se defendía, pero no puedo contar qué pasó porque tuvimos que salir corriendo cuando nos vieron también a nosotros y uno de esos tenderos dijo:
–¡A por los huelepegas[8], a por los huelepegas!
Después, en los combates, cuando sale Superchavo pienso en que les hace todas sus llaves a esos tenderos malos y grito ¡Vamos Superchavo, macho, sácale los hígados, rómpele las canillas[9], québratelo a ese hijo de la gran chucha! y entonces todo flota ahí dentro de la nube en mi cabecita, como lindos pajaritos de colores.
Otro día cuando volvíamos del combate encontramos en el basurero a un hombre muerto. Le habían cortado una mano y en la cabeza se veía el agujero que le había hecho una bala. Me dio mucho miedo porque aquel hombre tenía los ojos abiertos, como sartenes, y parecía que nos miraba y que quería decirnos algo, pero no podía, así que también salimos corriendo. Por eso ahora cuando voy a la lucha libre cada vez que Superchavo y los demás se pegan y gritan y se retuercen me acuerdo de aquel hombre y me parece que todo eso de los combates está amañado, que nunca sangran, ni se mueren de verdad.
Antes, cuando era más patoja, quería casarme con Superchavo. Vería los combates en el palco y ya no tendría que entrar al baño con los porteros, ni preocuparme todos los días de laborar en el muelle para llenarme la panza, porque Superchavo siempre gana a todos los malos y tiene muchos quetzales.
Pero ahora que sé que todo eso es de mentirijillas prefiero quedarme en casa escribiendo las redacciones que nos manda la maestra.
Y eso es lo que yo quiero hacer de grande: escribir todas las historias del basurero, porque seguro que nadie las ha escrito todavía, al menos nadie del basurero, y todavía menos una guajerita huelepega. Contaré la historia del hombre muerto y de sus ojos vivos, y la de Tristoso el bolito y sus lindos zapatos blancos, y otras muchas más que todavía ni siquiera conozco…
Algún día, cuando sea mayor.
[1] Cuate: amigo [2] Guajeros: de Guajear: recoger del suelo. Así se llaman los que recogen residuos sólidos urbanos en el basurero de la Ciudad de Guatemala. [3] Patojo: niño [4] Pisto: dinero [5] Bolo. borracho [6] Muchá: apócope de muchacho [7] Zona viva: Zona acomodada de La Ciudad de Guatemala [8] Huelepegas: así se denomina a los que huelen pegamento. [9] Canillas: piernas
El capitán ha llamado a la tripulación y esta se ha enrolado fiel y feliz, siempre preparada para surcar nuevos oceános, esta vez intergalácticos. Vicente Muñoz resucita Vinalia Trippers, el fanzine, y esta vez vuelve con un especial sobre abducidos, extraterrestres, astronautas… Relatos e ilustraciones de unos cuantos marcianos; podéis leer la nómina de navegantes pinchando arriba en la portada del gran Miguel Ángel Martín. Yo participo con un cuento que se titula «El vértigo de Spiderman». Ah, también han abierto blog especial para el número: http://vinaliaplan9espacio.blogspot.com/, al que podéis mandar colaboraciones.
Este artículo, en el que se menciona mi novela Ciudad Retrete, me hace especial ilusión, porque se toma el libro, la historia que en él se cuenta, como referencia para hablar del amianto, su uso industrial y las enfermedades que ha provocado. Nadine Trabas, la autora, socióloga y técnico en prevención de riesgos laborales, dice que la historia de Ciudad Retrete no es del todo ficticia, y tiene toda la razón, no solo por las miles de víctimas a las que este material va matando lentamente y en silencio (silencio que llega de muchas partes) sino porque, en lo que a mí me toca, me detectaron, hace 15 años, un carcinoma en la vejiga cuando, casualmente, trabajaba descargando piezas de porcelana de unas vagonetas recubiertas por mantas de amianto (aunque los médicos achacaron el tumor al tabaco). Muchas veces nos preguntamos si la literatura sirve para algo, o tiene que servir para algo; no lo sé muy bien, en todo caso a mí me satisface que una novela mía le resulte útil a alguien para denunciar o mostrar una de esas realidades, dolorosas e injustas, que a veces pasan o se hacen pasar desapercibidas.
En 1986 los trabajadores de la fábrica de retretes POZAL S.A. que formaban parte de un programa de “reinserción laboral” pararon la producción y se encerraron durante casi un mes. Lo que motivó este hecho fue que los materiales con los que trabajaban contenían amianto, y como consecuencia de su manipulación, comenzaron a enfermar uno tras otro. Al cabo de casi un mes de encierro se produjo el violento desalojo en el que murieron dos de ellos. El suceso pareció no importarle a nadie, es mas, no sólo no conmovió el fatídico final, sino que todos los trabajadores que se encontraban en contacto con el mineral maligno ya habían sido juzgados como “inservibles” abocados a morir en una fábrica, que tenia cada día mas beneficios a costa de la vida de unas personas que habían sido engañados vendiéndoles una “nueva oportunidad” en la vida.
El relato es estremecedor, no solo por el fatal desenlace, sino porque se trata de una historia no del todo ficticia que Patxi Irurzun narraba en su novela “Ciudad Retrete” [1] . En los años ochenta, POZAL S.A. podía ser cualquiera de las numerosas fábricas donde se utilizaba amianto, mineral que gozaba de múltiples utilidades en aquella época y era empleado en mas de tres mil productos a pesar de las consecuencias letales tanto en la salud de los trabajadores expuestos como en cualquier otra persona que estuviera en contacto con él.
El amianto en el Estado Español ha sido más conocido por su nombre comercial “Uralita”, filial de la multinacional Eternit, que comenzó a fabricar “fibrocemento” en 1920 utilizado primordialmente como aislante en la construcción y tuberías de agua por sus propiedades ignifugas, aislantes, su larga duración y bajo coste. Desde su extracción hasta la eliminación de los deshechos, pasando por su utilización se liberaban importantes cantidades de fibras que se insertaban en los pulmones de los trabajadores provocando distintos tipos de enfermedades mortales como la asbestosis, mesotelioma y cáncer de pulmón.
En el 2002 se prohibió su producción pero se estima que alrededor de 140.000 trabajadores estuvieron expuestos a crisolito o amianto blanco. El índice de mortalidad por amianto se incrementó un 90% en el periodo 1992-2002. Lamentablemente, con la prohibición del amianto no acaba su historia, dado que los cánceres causados por el mineral pueden presentarse hasta 30 y 40 años después de la exposición. Por este motivo la asociación de victimas del amianto AVIDA [2] estima que “hasta el año 2010 se producirían unas 1500 muertes anuales de personas expuestas al amianto entre 1960 y 1975, tasa que aumentará hasta 2300 muertos entre los trabajadores expuestos en 1991”
Tras estos datos desgarradores, es inevitable preguntarse cómo se ha llegado a esta situación, y mas cuando en 1930 se constataba una relación entre asbestosis y fibras de amianto y ya en 1973 la Organización Mundial de la Salud reconocía que la exposición a amianto causaba mesotelioma y cáncer de pulmón. Es evidente que ha existido un “pacto de silencio” de las empresas, administraciones y mutuas de accidentes de trabajo. Según manifiesta Ángel Cárcoba [3] desde el Departamento Confederal de Salud Laboral de CC.OO., “no se conoce ningún caso donde un médico de empresa o de mutua haya certificado a favor de las victimas”. De igual forma, los trabajadores de la fabrica Fibrocementos de Levante denunciaron que no les daban los resultados de los reconocimientos médicos para ocultar lo que estaba ocurriendo “porque sin enfermedad, no había problema”.
Junto a todo esto, también cabe destacar que para el reconocimiento de la enfermedades profesionales los trabajadores se ven obligados a pasar por procesos judiciales con los costes tanto temporales como económicos que conllevan, y aun así muchas veces sin ningún éxito, encontrándonos actualmente, con una Infra-declaración cada vez mas acuciada de las mismas, ya que si echamos un vistazo a las estadísticas nos damos cuenta que, curiosamente, en el Estado no muere prácticamente ningún trabajador por enfermedad profesional.
Las victimas del amianto han conseguido, tras casi 70 años de “silencio” culminar su lucha, por el momento, en el proceso de Turín donde los principales encausados son los dueños y responsables, de Eternit Suiza y Bélgica, que han dominado la producción de amianto por todo el mundo durante un siglo. Se les acusa de la muerte de 2.619 trabajadores, y se pide un millón de euros de indemnización para cada victima y penas de trece años de cárcel para los máximos responsables de la empresa, ampliable a los principales accionistas.
La lucha contra el amianto no termina aún, todavía quedan cerca de dos millones de toneladas de amianto en edificios, vagones y naves industriales en el Estado español y 150 países donde está permitida su extracción y transformación. Francisco Martínez, trabajador de la fabrica Fibrocementos de Levante señalaba que “el amianto es un bomba del tiempo”, el cronometro esta encendido, la avaricia empresarial nos asedia a todos. Tras encabezar una larga lucha con la que se consiguió la prohibición del amianto, Angel Cárcoba en su alegato “Yo Acuso” [4] realiza un llamamiento para la creación de un Tribunal Penal Internacional del Trabajo“donde comparezcan y se diriman las responsabilidades de quienes convierten el trabajo en lugares de violencia, enfermedad y muerte”.
Nadine Trabas es socióloga y técnico en prevención en riesgos laborales