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En Diario de Navarra me entrevistaron unos minutos antes de dar la charla sobre el viaje a Costa de Marfil que realicé del 18 al 28 de septiembre pasados gracias al premio literario «Lo vives, lo cuentas» y que me permitió conocer los proyectos de la Fundación Juan Bonal y las hermanas de la caridad de Santa Ana en aquel país: dispensarios médicos, escuelas, centros de acogida para niños de la calle, mujeres embarazadas, cárceles…
Fue un viaje maravilloso, y en la mochila me traje sobre todo la admiración por el valor, la energía y la alegría de unas mujeres que siempre están junto a los más desfavorecidos.
Al día siguiente me entregaron el premio, durante la gala de la Fundación. Unos días, en definitiva, estos últimos, intensos, viviendo y contando esta aventura y esta experiencia inolvidables.

Publicado en «Rubio de bote», ON (Suplemento semanal de los periódicos del Grupo Noticias) 10/10/2015
Había comenzado ya el invierno infinito y Juantxo el gorrón volvía a casa de madrugada, es decir a las siete de la tarde, solo, triste y sereno, porque todos sus amigos, los que solían invitarle en los bares, tenían que madrugar para que los asesinaran al amanecer. Era jueves, pero los bares del casco viejo estaban desiertos y muchas de sus calles cortadas por culpa del rodaje. Juantxo debía de ser uno de los pocos habitantes de la ciudad que no se había hecho extra de Juego de Tronos. “Se buscan personas de piel morena y de complexión delgada”, exigían en los castings de la serie. Y ahora las únicas luces que brillaban en la noche eran los rayos uva de los centros de bronceado. Aquello era una debacle, el fin de pintxopotes y juevintxos, sacrificados por una serie que al parecer todo el mundo, menos él, veía y adoraba y que, sin embargo, pronto se volvería vulgar y terrenal, cuando los espectadores reconocieran, además de a sí mismos haciendo de eunucos, al vecino que aparcaba pisando la raya de su plaza de garaje, a la cajera que siempre intentaba sisarle unos céntimos o a su jefe, disfrazado de esclavo (bueno, esto, por una vez, quizás no estuviera tan mal).
Para llegar a su casa Juantxo tuvo que dar un rodeo y tomar una calle sombría, vericueta y poco transitada, y que sin embargo a él no le daba miedo, porque era por la que solía escurrirse cuando le tocaba pagar la ronda, con la excusa de ir a mear fuera, “que en el baño hay mucha cola, ja, ja”, hacía siempre la misma gracia, y sus amigos le dejaban ir porque Juantxo era un gorrón pero muy profesional, de los que se ganaban esforzadamente su frito de pimiento y su zurito, haciéndoles reír con sus chistes y chascarrillos. Tampoco le asustó demasiado la sombra que vio recortarse frente a él a la luz tenue y amarilla de una farola, como una contusión en la piel de la noche, ni siquiera cuando se plantó ante él y extrajo de debajo del abrigo negro un cuchillo jamonero, que blandió con un gesto teatral.
—No, no, que yo voy para mi casa, que no soy de los de la serie —dijo Juantxo el gorrón.
—Muy gracioso, venga saca todo lo que lleves — reveló su verdadera identidad y sus intenciones la sombra, apretando la punta del cuchillo en el vientre como un globo de Juantxo.
—No llevo nada — se le desinfló a este la voz.
—Mira, que como estés mintiéndome te pincho —dijo el otro.
—De verdad, que estoy en paro desde hace tres años.
El atracador registró todos los bolsillos de Juantxo. Sus manos parecían animales hambrientos, pero no encontró nada que llevarse a la boca.
—Está bien, vete —se rindió finalmente.
Y Juantxo echó a andar a duras penas, con las piernas temblorosas y los esfínteres palpitantes.
—¡Eh, tú! —escuchó aún, cuando ya se creía a salvo— ¡Y perdóname, que ya veo que estás peor que yo! —se disculpó el atracador.
Cuando la sombra se desvaneció, Juantxo rompió a llorar. Por la situación en la que se encontraba, pero emocionado también por el gesto de aquel tipo. Pensó que ojalá sucediera lo mismo cuando quien colocaba el cuchillo en su vientre vacío era el banco. Pero el banco nunca retiraba sus armas, ni tenía compasión, al contrario le exigía más cuanto menos tenía. Ese era el verdadero Juego de tronos. Juantxo el gorrón echó a andar de nuevo. Flaco y moreno, con la piel curtida por muchos lunes al sol. Pensó que quizás al día siguiente también él se presentara al casting de la serie.

Hoy ha empezado el cole. Y ha empezado mal. Bronca con los niños, prisas… Yo he perdido los nervios y les he gritado y me he sentido fatal. Después, al volver de la escuela, he bajado al trastero. Dentro de unos días me voy de viaje, uno de esos viajes como los que conseguía hace años, gracias a la escritura y los premios literarios. Voy a África. Visitaré los proyectos de una ONG en Costa de Marfil y a la vuelta escribiré sobre ello e intentaré publicar algún reportaje, por el que me ofrecerán una miseria pero con el que tal vez pueda pagar el dentista o alguna extraescolar.
En Costa de Marfil es ahora la época de lluvias, así que he bajado al trastero a buscar el impermeable que utilizaba cuando trabajaba de barrendero. Soy un tipo apañado, uno de esos que usan el traje de su boda para las de los demás.
El impermeable no aparecía entre las cajas con ropa de los niños que se ha quedado pequeña, las bicicletas y los ordenadores moribundos, los apuntes de la universidad y de cursos que nunca acabé o que no me sirvieron para nada… Pero en otra caja he encontrado mis cuadernos de redacciones del colegio y el primer cuento que escribí, con cinco años, y que creía perdido… Los he estado ojeando y he sentido ganas de llorar. Llevo casi cuarenta años escribiendo y tengo la misma sensación que con esos apuntes: que hay algo que he dejado a medias y que escribir no me ha servido para mucho. Pero no he sentido pena y dolor por mí mismo —yo no necesito mucho, solo un poco, un poquito más—, sino por aquellos a quienes he arrastrado en este camino, con esta obsesión, esta enfermedad que es la literatura; pena y dolor y también admiración y agradecimiento por sus sacrificios y sus estrecheces…
Junto a la caja con los cuadernos he visto también otra con mis viejas cintas de casete. Heavy metal. Punk. Rock radikal vasco. Me he acordado también de mi juventud. De los empujones para entrar a los bares o llegar a las primera filas de los conciertos. De las cervezas y el humo. De los jerseis de lana y las botas que conocían cómo olía el suelo. De las broncas con la policía y los gatos callejeros, que salían corriendo entre los montones de basura cuando volvía a casa, borracho y solo… No siento nostalgia por aquella época. La recuerdo triste, violenta y atormentada; soportada solo a costa de una diversión autodestructiva; sin perspectivas de futuro… Esto último no ha cambiado mucho. La precariedad, las oficinas del INEM… Me angustia esta falta de estabilidad, los gastos —el dentista, las extraescolares…—, las prisas para llegar a sitios que no llevan a ninguna parte… Yo nunca imaginé, por ejemplo, que llegaría a ser un padre que grita y pierde la paciencia con sus hijos.
Por un momento, he pensado que mi vida es también un trastero, en el que he ido acumulando recuerdos inservibles, trozos de vida como cacharros rotos. Pero cuando estaba ya a punto de subir a casa, a escribir un rato y curarme las heridas, he visto el impermeable, en una esquina. Y he comprendido que dentro de mí también había algo —la fe inquebrantable en la imaginación, el anhelo de libertad, la lucha empecinada por cumplir los sueños— que permanecía intacto, que salvaguardé, que salvaguardamos mientras fuimos dejando pasar nuestra alegre juventud, algo que nunca se borraría de los cuadernos de redacciones infantiles. Algo que enseñar a mis hijos y que nos protegerá siempre de la tormenta.
Publicado en suplemento ON (26/09/2015), con diarios del Grupo Noticias)

“Detrás de este libro hay mucho dolor, y no es fácil permanecer al margen de él”
Miguel Sánchez-Ostiz. Escritor.
En El Botín, la esperada continuación de El escarmiento, el escritor navarro consigue retratar el clima de arbitrariedad, crueldad y rapiña que establecieron los vencedores tras el golpe militar de 1936. Un saqueo, económico e histórico, cuya sombra se ha alargado hasta nuestros días.
Patxi Irurzun. Iruñea
Publicado en Gara (15/09/2015)
Miguel Sánchez-Ostiz presentó el pasado viernes 11 de septiembre su última obra, El Botín, la continuación de El Escarmiento, “una obra magna, y una valiosísima aportación para avanzar en el conocimiento y en la socialización del mismo y para hacer conocer lo que realmente pasó y divulgarlo”, tal y como señaló el historiador Josu Chueca, quien acompañó al escritor en el Koldo Mitxelena Kulturenea de Donostia, donde tuvo lugar el acto.
La elección de Donostia no fue casual. “La idea de El Escarmiento surgió en esta ciudad, en el despacho de un escritor al que yo admiro mucho: José de Arteche”, explicó Sánchez-Ostiz. Arteche—contó a continuación el autor— mantuvo durante el verano de 1967 un encuentro con el también escritor navarro José María Iribarren, que fue secretario del general Mola durante los primeros meses del golpe militar de 1936. Hablando de sus respectivas memorias de guerra Iribarren se lamenta de que él no puede relatar lo que realmente quisiera, porque todavía viven muchos de los hijos y los nietos de los vencedores, que son tratados además como dioses. Y en un momento dado, al referirse a Mola, Iribarren cuenta que aquel hombre, que “no pensaba más que en matar”, decía que a los vascos había que hacerles un buen escarmiento. “De ahí, de ese momento recogido por Arteche en su magnífico libro Un vasco en la postguerra surge la idea de El Escarmiento, y por tanto de El Botín que no es más que una continuación de aquel”, señaló Sánchez Ostiz.
En efecto, si en El escarmiento Sánchez-Ostiz hablaba de la feroz represión desatada en Navarra tras el golpe militar, y en La sombra del Escarmiento de cómo las consecuencias del mismo se alargaron siniestramente hasta nuestros días, El Botín detalla el saqueo económico al que fueron sometidos los vencidos. “Allí el que no robó fue porque no quiso, no porque no pudo. Tras la caída de Irún, de un Irún en llamas en el que sin embargo no se quemó todo, la carretera del Bidasoa se convirtió en un rosario de hormigas. Se robó de todo, desde las gallinas de los caseríos guipuzcoanos, que acabaron comiéndoselas los frailes capuchinos de Pamplona, hasta barcos. Todo lo que pudieron cayó en manos de una gente que, como se decía, salió bien de la guerra”, explicó el escritor navarro durante la presentación, en la que añadió que en realidad lo que haría falta para determinar qué sucedió y saber quién se benefició de ese saqueo sería un trabajo exhaustivo de investigación en los registros de la propiedad. “Yo me daría por satisfecho si con El botín hubiera conseguido dibujar un poco el clima de miedo, represión, injusticia, crueldad y arbitrariedad”.
Arbitrariedad (“Lo mismo acababas en la cuneta que en Francia con un pasaporte firmado por el jefe de la Junta de Guerra Carlista”) y chocarrería, como demuestra otros pasaje con tintes berlanguianos, pero tristemente real, que también relató el autor: el del casino clandestino que montaron los requetés en las oficinas de la Junta de Guerra Carlista de Iruñea y en el que, cuando fue descubierto por su propia policía, la preocupación no consistió en investigar de donde procedía el dinero del juego sino en saber si los participantes blasfemaban o no. Aquel dinero, con toda seguridad, procedía de las multas abusivas y de la rapiña generalizada e institucionalizada, que se cebó especialmente con las clases más desfavorecidas: campesinos, pequeños propietarios, profesionales liberales… “Gente que con la desaparición del padre, la madre o el abuelo se quedó radicalmente en la miseria y con la supervivencia comprometida. Eso lo urdieron con un sistema legal, hicieron legar aplastar al otro”, dijo Sánchez-Ostiz. “Hay, por ejemplo, una cosa que no está apenas investigada: a dónde fueron a vivir los hijos y las viudas de los asesinados, a los que se echó de sus pueblos con una mano delante y otra detrás, después de quitarles todo”.
Un saqueo que, por otra parte, no solo fue económico, sino también histórico: “Los vencedores desde el primer momento dictaron la realidad, se convirtieron en dueños de ella. Lo que la gente recibía, no solo a través de la prensa, sino también en la calle eran consignas… El bombardeo de Gernika no fue obra de los alemanes; las matanzas en Málaga y Badajoz no pasaron nunca… Y eso se trasladó hasta los años sesenta, setenta…”.
Escribir El Botín no ha sido fácil para Miguel Sánchez-Ostiz. “Detrás de este libro hay mucho dolor y no es fácil permanecer al margen de él, acabas muchas veces tocado por esa brutalidad… Estás tratando además con dramas de los que conoces los escenarios, la tierra, la gente… Contar esto desde Manhattan, o desde una buena casa en Madrid y apoyado por un gran medio de comunicación o una buena universidad está muy bien, pero cuando escribes desde Pamplona, los nombres que aparecen son los de tu familia, tus amigos, tus compañeros de colegio, tus vecinos… Y como le dijo un campesino a la rapera La Chula Potra: todavía hay mucho fuego”.

Foto Daniel Etter
Publicado en el suplemento ON de los diarios de Grupo Noticias (Rubio de bote)
Era el más punk de todo el paseo marítimo. A contracorriente de las oleadas de chavales con sus camisetas con dedos corazones tiesos o en las que se leía Fuck you; remontando la marea de carne quemada por el sol y por la sangría; enfrentándose a los torsos tatuados con tigres y las sonrisas esbozadas con la comisura de las nalgas; desafiando la vulgaridad de las bermudas chorreantes y las chanclas sucias de arena. Caminaba, erguido y orgulloso, entre el humo de las cachimbas y el tundatunda del reggaeton, inmune al olor de las ventosidades que se le escapaban a los clientes de hoteles con pensión completa y a los berridos asilvestrados de los hooligans que abrevaban en barras libres y meaban como perros en las farolas.
Todos ellos, que creían llevar el mundo por montera, lo señalaban, se daban codazos, y se reían de él, al verlo pasar, pero no había nadie más punk, vivalavida y a la vez más digno en todo el paseo marítimo que aquel hombre, aquel dandi con su americana entallada, la raya de sus pantalones afilada como una cuchilla y sus zapatos de inmaculado terciopelo rojo.
Yo decidí seguirle durante un rato. Quizás un disidente como él podría conducirme hasta algún lugar en el que vendieran periódicos. Llevaba ya tres días en aquella ciudad de vacaciones y todavía no había sido capaz de encontrar un kiosko, una librería, ni mucho menos de ver a nadie leyendo otra cosa que los anuncios en ruso de las inmobiliarias o los menús de comida basura. Y eso a pesar de que la mayoría se pasaban las horas muertas tumbados al sol como lagartos. Me sentía angustiado. ¿Cuál era el futuro de la literatura? ¿Y el mío? ¿A quién podían interesarle, para qué servían entonces las bobadas que yo escribía en columnas como esta?
Y, mientras tanto, mientras allí la vida era un bufet continuo, fuera el mundo se convertía en algo cada vez más miserable, en un enorme ataúd redondo, con millones de personas enterradas vivas y otras tantas echándoles paletadas de tierra con su indiferencia. Quizás por eso nadie leía periódicos, ni veía los telediarios. Durante sus vacaciones no querían saber que había otras playas en las que la marea varaba cadáveres de inocentes, ni que estos se amontonaban en camiones frigoríficos, como los que transportaban el hielo para sus mojitos. Yo mismo era incapaz de escribir sobre ello. ¿Qué podía decir, que no hubieran dicho ya todas las fotografías publicadas? ¿Qué, que no fuera algo parecido a ponerse una camiseta con algún lema provocativo y contundente, echar la culpa a los políticos, al capitalismo, a enemigos invisibles y abstractos, y seguir paseando por el paseo marítimo con la conciencia tranquila?
Puede que en el fondo lo que me atenazaba, lo que nos convertía a la mayoría en ciegos, sordos e insensibles, era el hecho de que nuestros miedos, nuestros recelos, apuntalan también las vallas y los muros, los convierten en infranqueables, rizan las serpentinas de alambre y arman a los guardias de frontera. Tenemos miedo a los inmigrantes, a los refugiados, a que si llegan no haya sitio para todos. A que se cuelen en el bufet y nos roben el último plato de paella. Nos sentimos cómodos con las sandalias y las bermudas impregnadas de cloro y salitre, con nuestras camisetas y comportamientos de adolescentes perpetuos y egocéntricos, pero, aunque no queramos darnos cuenta, el final del verano ha llegado, y con él de una vez el momento de ponerse el pantalón largo y de caminar con la dignidad de seres humanos, en lugar de haciendo sonar las chanclas, como si nos aplaudiéramos a nosotros mismos.