Publicado en ON, semanario de Grupo Noticias, 22/07/2017
SEIS GRADOS La teoría de los seis grados de separación dice que podemos conectarnos con cualquier otra persona del planeta Tierra a través de una cadena de conocidos que no tiene más de cinco intermediarios. Aquí, además, hacemos el camino de vuelta.
DE CERVANTES A LA BRUJA AVERÍA
y vuelta a empezar
“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro —que en nuestra edad de hierro tanto se estima— se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío”.
Así escribe en el capítulo XI de la primera parte del Quijote un Cervantes libertario del cual, aprovechando el 501 aniversario de la publicación de su universal obra, nos vamos a ocupar hoy en esta sección, que arranca con el manco de Lepanto —que en realidad no lo era— y acabará desembocando en los bares de rocanrol del Casco Viejo de Pamplona y otras cuevas, como la de la Bruja Avería.
¿Que por qué 501 aniversario?, pregunta una voz al fondo. Pues para romper con la tiranía de las fechas y las horas redondas. ¿Por qué fijar las citas a las horas en punto o a su cuarto o su mitad? ¿Por qué no a las dos y veintitrés o a las veintitrés y dos? ¿Por qué los centenarios y no los cientounarios? ¿Y qué mejor homenaje para dos locos maravillosos como Alonso de Quijano y Cervantes que una sandez como esta?… Locos, libertarios y antisistema, así al menos ha titulado el historiador Emilio Sola un libro dedicado al escritor de Alcalá de Henares: Cervantes libertario. Cervantes antisistema. A menudo se nos ha hecho tragar ruedas de molino para acabar identificando al Quijote con las esencias patrias más rancias y carpetovetónicas, pero en esta obra Emilio Sola deja constancia de cómo también los anarquistas han reivindicado para sí su triste figura y la de Cervantes. Y así, en Cervantes libertario. Cervantes antisistema se nos cuenta la peripecia de un grupo de exiliados republicanos a Argel que promovieron un homenaje al escritor colocando una placa en la gruta en la que este se refugió tras escapar de su cautiverio a manos de corsarios berberiscos.
Al frente de este grupo se encontraba el periodista y escritor navarro José María Puyol. Nacido en Cascante en 1881, Puyol fue una de las 2638 personas que en marzo de 1939 lograron embarcar en un cascarón llamado Stanbrook y huir desde Alicante hasta Orán sorteando las bombas fascistas. Tras permanecer a bordo del barco cuarenta días, sin apenas agua ni alimentos, Puyol sería confinado en diferentes campos de concentración y liberado tras largos sufrimientos. En los años posteriores colaboraría prolíficamente en diferentes periódicos libertarios, como Solidaridad obrera, primero en Orán y más tarde en Francia, bajo cuyo sello también publicó un libro titulado Don Quijote de Alcalá de Henares, con el que intentó propagar su devoción laica por Cervantes, a quien consideraba una especie de santo ácrata.
No sería este el único libro que escribiera el cervantista PUYOL (así, solo con su apellido y en mayúsculas lo firmó); publicó también la novela El rodar de las almas y fue autor de una biografía, que nunca llegó a editarse y acabaría perdiéndose, sobre quien fuera su compañero de correrías, el legendario Pedro Luis de Gálvez, icono de la bohemia literaria de principios del siglo XX (aunque la vida del propio Puyol tampoco se queda manca —como no se quedó Cervantes— y necesitaríamos otro artículo entero para contarla).
De Pedro Luis de Gálvez se narran decenas de desmesuras: sablazos, borracheras, asesinatos en serie de monjas, presidio, finalmente ejecución ante un pelotón de fusilamiento… Pero sin duda la más conocida y escabrosa de todas es aquella que recoge Pío Baroja en La caverna del humorismo, donde lo retrata recorriendo los cafés madrileños con una caja de pasas bajo el gabán en la que transportaba el cadáver de su hijo, fallecido al nacer. Gálvez pedía limosna para enterrarlo y para un vaso de vino que le aliviara el dolor.
Gálvez aparece además en Luces de bohemia, la magistral obra de teatro de Valle-Inclán, haciendo de sí mismo en el coro de modernistas que aclaman a Max Estrella (personaje que probablemente también inspiró el propio Gálvez junto con otros bohemios hardcore como Alejandro Sawa). Por cierto, que de los espejos deformantes del Callejón del Gato que aparecen en la obra de Valle y que deberían ser hoy en día, cuando el esperpento gobierna el mundo, más que nunca monumento nacional, solo quedan una réplicas birriosas que adornan con más pena que gloria la fachada del bar Las Bravas, en Madrid, famoso por sus patatas ídem (aunque los dueños del bar aseguran que los originales pueden verse dentro).
De Gálvez se ha ocupado mucho y bien otro escritor, el baracaldés, sí, baracaldés —al menos de nacimiento— Juan Manuel de Prada, por ejemplo en su inspiradísima novela Las máscaras del héroe;de él y de otros escritores raros, bohemios y generalmente malogrados, como Armando Buscarini, Emilio Carrere o Ramón Gómez de la Serna. Emulando a este último, autor además de sus famosas greguerías, de una obra titulada Senos, Prada publicó la colección de relatos Coños, sí, Coños, así se las gastaba por entonces (y últimamente también) el columnista de ABC, cuya firma durante la década de los 90 no era extraño encontrar en fanzines revoltosos como Monográfico, junto a la de otros autores emergentes como Ray Loriga, Lucía Etxebarría, o, ejem, ejem, Patxi Irurzun.
Monográfico, que además de un fanzine era la mejor guía de garitos del país, pues en sus páginas aparecían anunciados todos aquellos que la distribuían, se podía encontrar, por ejemplo y si no recuerdo mal, en bares míticos de La Kutxi gasteiztarra o de lo viejo de Pamplona, como el Toki Leza (el bar, por cierto, al que Barricada bautizó como La esquina del zorro en su canción homónima, aunque en realidad no hiciera esquina, del mismo modo que el manco de Lepanto no era estrictamente manco, es decir no perdió la mano en aquella batalla, sino que se le quedaría tonta como consecuencia de un arcabuzazo) o el Terminal, que este año celebra treinta años programando conciertos (a nosotros para este artículo nos habría venido mejor que fueran 29 o 31, pero todo no puede ser).
Por el apretado escenario del Terminal (menudo nombre para un bar, por cierto, si uno tiene problemas con la bebida, al menos) han pasado infinidad de grupos, algunos de los cuales acabarían años después llenando pabellones, como es el caso de los madrileños Pereza. “¿Y para cuándo lo de la Bruja Avería?, pregunta impaciente la voz del fondo. A eso vamos, pues resulta que Pereza grabó una versión de La bruja avería en un disco recopilatorio y solidario titulado Patitos feos en el que diferentes grupos de rock versionaban clásicos infantiles, como, entre otros, Casimiro, a cargo de La Cabra Mecánica, Mi mono Amedio y yo, que interpretaron Los piratas, y en el que también participaba Mago de Oz que revisitaba (atención, porque con esto cerramos el círculo) la canción Sancho, Quijotede la recordada serie de dibujos sobre el ingenioso hidalgo al que en buena hora dio vida Miguel de Cervantes Saavedra.
Tras El barrio maldito y Centauros del Pirineo, Txalaparta publica la tercera entrega de la serie navarra del escritor Félix Urabayen, Bajo los robles navarros, novela póstuma, escrita bajo la sombra amenazante del golpe militar, de la que el autor trata de zafarse trazando luminosas estampas de los paisajes, el paisanaje y la gastronomía navarros.
¿Por qué escribiría Urabayen (1883-1943) Bajo los robles navarros, un locus amenus, en cierto modo, una novela de estampas idílicas sobre la geografía y los tipos humanos de Navarra, en mitad de una guerra sanguinaria y genocida? Porque tenía hambre. Así lo explica su hija en el prólogo que se incluye a la magnífica edición de esta, la tercera de las novelas que componen la serie navarra del autor de Ulzurrun. “Urabayen tenía hambre”, escribe María Rosa Urabayen. “Hambre de paz, de silencio, de olvido, pero sobre todo de pan. Fue un escritor de evasión, como decimos ahora, que intentó anegar en los recuerdos de su infancia montañesa el horror desencadenado a su alrededor por el galope de los cuatro jinetes del Apocalipsis. Por eso se recrea, página tras página, en la descripción de los banquetes pantagruélicos de las fiestas pueblerinas, se deleita en los detalles de los guisos y condimentos, en la abundancia y suculencia de los platos regionales, a la manera del hambriento que mitigase sus ayunos leyendo un libro de cocina”.
Bajo los robles navarros no es, sin embargo, un libro de cocina, aunque en él se sucedan las loas al cordero al chilindrón, al cochinillo torrado con almendras y castañas, al carnero con caracoles, a la Baztan–zopa, a la trucha a la navarra… y uno de sus protagonistas, Eraso, el tabernero, sea una especie de inspector de la guía Michelín avant la lettre que durante el verano se dedica a recorrer Navarra en fiestas, de banquete en banquete, en los que es siempre convidado porque su “opinión es dogma, que nadie osa discutir”.
Bajo los roblesnavarros quizás es una novela más deslavazada que aquellas por las que Urabayen es más conocido (las dos que anteceden a esta en la serie navarra, El barrio maldito y Centauros del Pirineo, también editadas por Txalaparta, y a las que seguirá La última cigüeña, que completa la tetralogía), pero también están en las páginas de esta novela todo cuanto caracteriza la literatura de Urabayen: su talento para la ironía o la facilidad para trazar estampas (a Bajo los robles navarros, por cierto, la acompaña en la edición Estampas de mi raza, un antología de artículos publicados en El sol en los que Urabayen retrata también ambientes y paisajes de Gipuzkoa, entre otros textos).
El propio argumento trae reminiscencias de El barrio maldito y el tema del amor imposible (en aquel, entre el arizkundarra Pedro María Etchenique y una agote, en este entre el molinero cantor, Larumbe y la sobrina de Eraso, el tabernero, Juana-Mari). A Urabayen se le ha achacado a menudo la debilidad de sus tramas (y en el caso de Bajo los robles navarros cierto es, pero tampoco importa demasiado, porque como señala su hija en el prólogo: “Todo el que haya leído una página de Urabayen volverá a encontrarlo en este libro”), pero es curioso que novelas como Centauros del pirineo (sobre los contrabandistas) o El barrio maldito (sobre la raza maldita) no encontrarían hoy ninguna dificultad en ese sentido para convencer a un agente literario, y lo que jugaría en su contra sería es estar demasiado bien escritas.
Es ese uno de los argumentos, su aporte de calidad a la literatura actual, que desde Txalaparta señalan para recuperar a Urabayen. Consideran además que “las cuatro obras que van a ver la luz en nuestra editorial podrían estudiarse en cualquier facultad de historia”, e incluso esta estampa idealizada que es Bajo los robles navarros aparece rasgada en sus últimas páginas por el zarpazo fascista y la irrupción en ellas del golpe militar. Una obra, en definitiva, y un autor a menudo olvidados, y reivindicados en la magníficamente editada, por otra parte, tetralogía de Txalaparta.
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Félix Urabayen
Felix Urabayen (Ulzurrun 1883, Madrid, 1943) es uno de los prosistas más destacados de la generación literaria de preguerra y la figura más destacada de la narrativa navarra del primer tercio del siglo XX. Fue profesor y ocupó el cargo de consejero de Cultura en el Gobierno de Azaña. Detenido y encarcelado durante la guerra civil, compartió celda con intelectuales como Miguel Hernández o Antonio Buero Vallejo. Fue liberado en 1940, enfermo de cáncer de pulmón, y pasaría sus últimos años en Pamplona, donde terminaría de escribir Bajo los robles navarros. Sus obras más destacadas son Centauros del pirineo, en la que recrea la vida de los contrabandistas, y El barrio maldito, sobre los agotes de Arizkun y donde recrea literariamente los sanfermines, anticipándose a Hemingway y su Fiesta.
Publicado en Rubio de bote (semanario ON de Grupo Noticias 15/07/2017)
Recuerdo que mis tíos solían llevarnos al fútbol, a mi hermano y a mí, cuando éramos pequeños, y que nosotros íbamos al campo con unos tebeos de Mortadelo y Filemón para leerlos durante los partidos. Las cabalgadas de Martín por la banda o los goles hasta con el bigote de Iriguibel nos provocaban muchísimo menos regocijo que cualquiera de las contraseñas de los dos patosos agentes de la T.I.A., como, por ejemplo, “Los calvos con melena me dan pena”, “En Albacete son ahora las siete” o “Los tipos que fuman puro tienen cara de canguro”.
Esta última nos hacía mucha gracia, porque estábamos rodeados de canguros.
Creo que fue allí, en un campo de fútbol, cuando escuché por primera vez algún comentario despectivo hacia una actividad artística. Un jugador falló un penalti o el árbitro pitó algo con lo que la afición no estaba de acuerdo y un tipo que estaba a mi lado le gritó:
—¡Dedícate a la poesía!
La poesía debía de ser algo terrible y humillante, todavía mucho peor que ser linier, esos señores a quienes durante los partidos ametrallaban con escupitajos y bolazos de papel de plata y mecagüentuputamadres.
Luego, a lo largo de mi vida he escuchado muchas otras expresiones parecidas: no seas teatrero, deja de filosofar, menudo cuentista estás hecho, vaya payaso, y así hasta el anuncio (retirado) de Mahou en el que pagan a los músicos con cerveza.
Últimamente también les ha dado por las performances (y eso incluso antes de la aparición de la navarrísima penitente que se fustigaba con una txistorra). Cuando algún político, como Albert Rivera, quiere ridiculizar, por ejemplo, la moción de censura de Podemos o el referéndum de autodeterminación catalán, dice que es una “performance”.
En la mayoría de los casos estas expresiones son frases hechas, pero es llamativa la facilidad con que se convierten en frases hechas estas y no otras, como por ejemplo “Dedícate a la nanotecnología” o “Eres menos original que las declaraciones de un futbolista”. Al contrario, las declaraciones de futbolistas, siguen llenando cada día periódicos, telediarios y boletines de radio.
Las actividades artísticas siempre se han mirado con recelo, o por encima del hombro. No está bien visto dedicarse a lo que a uno le gusta, lo cual ya es el colmo, porque la mayoría de los artistas en realidad no pueden dedicarse a “lo suyo”, no viven de ello, aunque a algunos les cueste creerlo. Siempre me sorprende que a la gente le sorprenda o no sepa que un escritor percibe —cuando lo percibe— tan solo el 10% de las ventas de sus libros (y que una edición que logra vender hoy en día más de quinientos ejemplares es ya un superventas; calculando que una novela puede costar entre quince y veinte euros y que al autor puede haber tardado dos o tres años en escribirla, el beneficio es de unos trescientos euros al año; ni para pipas, vamos). Del mismo modo, la mayoría de los actores, fotógrafos, pintores, músicos, no se ganan el pan con sus cuadros, actuaciones, exposiciones, discos y conciertos, sino volviéndose vulgares cada vez que se bajan de un escenario y trabajando como pintores de brocha gorda, operarios o profesores (lo cual tampoco es de extrañar si es moneda corriente pagarles con cerveza; o no pagarles, en el caso de escritores y komikilaris, que como todo el mundo sabe siempre están dispuestos a enrollarse y no les cuesta nada escribir cuatro líneas o hacer un monigote).
Todo ello, en definitiva, creo que es muy significativo del aprecio que, en general, se tiene hacia la cultura por estos pagos (o sea, por estos no pagos). Quizás la solución sea titular a todos los libros de poesía Partido a partido y llenar sus páginas con estribillos futboleros como “No hay rival pequeño”, “Cuando el balón no quiere entrar no entra” o “Ni antes éramos los mejores ni ahora los peores”.
Publicado en ON, suplemento semanal de Grupo Noticias 15/07/2017
SEIS GRADOS/ La teoría de los seis grados de separación dice que podemos conectarnos con cualquier otra persona del planeta Tierra a través de una cadena de conocidos que no tiene más de cinco intermediarios. Aquí, además, hacemos el camino de vuelta.
Patxi Irurzun
DE EL DROGAS A FIDEL CASTRO y de La Habana de vuelta a Pamplona
En los años 80 y 90, quienes en realidad aborrecían el heavy metal pero les daba reparo reconocerlo (o al revés, quienes lo escuchaban en secreto) decían aquello de que los heavys también tenían su corazoncito; y el corazoncito de los heavys, por lo visto, en vez de sangre debía de bombear melaza, porque se referían a la típica balada empalagosa que por cupo, o para colarse en las emisoras comerciales, debían incluir en cada disco: por ejemplo, el Nothing Else Matters de Metallica o el Still Loving you de Scorpions; bueno Scorpions acabó sacando discos de baladas en los que, por cupo, metían alguna canción heavy.
En el primer trabajo de Barricada, Noche de rock & rol —en cuya portada vemos a El Drogas y al resto del grupo jugando al billar en el legendario y subterráneo bar Viana de Pamplona, aquel al cual le sudaban las paredes—, la canción Pídemelo otra vez podía ser la balada del disco. Como la mayoría de los temas que lo formaban, la cantaba de manera poderosa Sergio Osés, quien después abandonaría la banda. Sin embargo, hay una sorprendente maqueta previa que grabó Marino Goñi en los estudios que Soñua tenía en el pamplonés barrio de la Txantrea, en la que podemos escuchar a ¡Ramoncín! entonando el tema. ¡Horror!, exclamarán algunos. Pero lo cierto es que Ramoncín, en aquella época y por estos lares era capaz de llenar pabellones, como el Anaitasuna, donde grabó un directo; pabellones en los que además se le jaleaba con un cariñoso
“¡Ramontxo, Ramontxooo!”
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Sí, sí, el de Vallecas era un auténtico ídolo de masas entre la chavalería, y los grupos que comenzaban a abrirse camino en el mundo del rocanrol, como Barricada, recurrían a él de un modo referencial y reverencial. Después, con el tiempo, Ramoncín se convertiría en el muñeco del pinpanpún, no vamos a entrar aquí a profundizar si justa o injustamente (en mi opinión y la de los jueces muchas veces lo segundo), pero el odio, que a menudo va de la mano de la ignorancia, no puede cegar nuestros ojos ni taponarnos los oídos y permitir que generaciones de millenials crezcan sin saber o sin querer saber que Ramoncín también compuso algunos temas inolvidables del rock urbano en castellano como Muerte en Putney Bridge, Ángel de cuero, El Chuli, Hormigón, mujeres y alcohol, Como un susurro o La chica de la puerta 16.
El mismo desparpajo que Ramoncín mostraba para escribir canciones lo guiaba para moverse por platós de televisión o por los corros en los que aquellos años el dinero que estaba en el aire lo recogían a manos llenas los más listos. Escribir la biografía de Ramoncín sería un trabajo apasionante, porque sería escribir también un libro de historia que explicara las últimas décadas del siglo XX en España.
En la televisión el cantante presentó desde un programa didáctico-lingüístico llamado Lingo hasta La tarde, un magazine de sobremesa en el que hay quien todavía cree recordar que apareció con un pin en la solapa de la chupa de cuero que se parecía mucho a la ikurriña multicolor que Herri Batasuna utilizó como emblema en unas elecciones europeas (Ramoncín era mucho de agitar ikurriñas o banderas sandinistas en los conciertos que daba por aquí). Todo eso antes de convertirse en tertuliano todoterreno en programas como Crónicas Marcianas o en jurado de Operación Triunfo.
Pero sin duda la cima en el ascenso social de este chaval de barrio bajo fue frecuentar la famosa bodeguilla de Felipe González, el “txoko” en La Moncloa en el que el ex presidente del Gobierno lo mismo compartía unas angulas con Helmut Khol que se echaba unas partidas al billar con lo más aristocrático de la farándula progre (con la que quizás entre carambola y carambola, comentaba algunas de sus mejores jugadas o jugarretas, llámalo X , como aquel “Otan de entrada no”, sus vacaciones en el Azor, el yate de Franco, o la promesa electoral de los ochocientos mil puestos de trabajo que se convirtieron en cuatro millones de parados).
Por la bodeguilla, además, desfilaron ilustres escritores como Gabriel García Márquez (con quien, por cierto, tanto Ramoncín como Felipe González comparten segundo apellido). El autor de Cien años de soledad, mantuvo otras amistades peligrosas, además de la de Felipe González, como la de Fidel Castro, quien lo acogió en La Habana en diversas ocasiones.
Y a caballo entre La Habana y Mexico DF, precisamente, vivió su exilio la escritora María Luisa Elío, una pamplonesa desconocidamente universal a la que Gabo dedicó su obra Cien años de soledad, y así figura en las primeras páginas de millones de ejemplares impresos de la famosa novela, mientras en su ciudad natal no existe ni siquiera un callejón sin salida con su nombre que la recuerde. María Luisa Elío es hija del juez republicano Luis Elío, uno de los primeros detenidos tras el golpe militar de 1936, que permaneció emparedado vivo durante tres años, hasta que consiguió huir a Francia, donde a su vez sería confinado en el campo de prisioneros de Gurs. Tras reunirse con su familia, los Elío se exiliaron en México y allí el padre escribió Soledad de ausencia, el libro donde cuenta su experiencia como topo humano, mientras que una de sus hijas, María Luisa Elío, frecuentaría, tanto en el DF como en la capital cubana —donde se estableció durante una temporada con su marido el cineasta Jomi García Ascot—, a intelectuales como Carlos Fuentes, Octavio Paz, Álvaro Mutis, Alejo Carpentier o García Márquez, quien le contaría, antes de escribirla, Cien años de soledad. María Luisa Elío fue, pues, una de las primeras y entusiastas lectoras de la novela, cuando a Gabo lo atormentaban las deudas y las dudas, muchísimo tiempo antes de que el escritor colombiano conociera el hielo del éxito que lo haría inmortal, y cuando El Drogas, con el que hemos comenzado este viaje, todavía hacía txipi-txapas en el río Arga y con quien tal vez la propia Maria Luisa Elío se cruzara por las calles de Pamplona a mediados de los sesenta, cuando esta regresó a su ciudad natal para irse definitivamente de ella, y de cuyo viaje dejara constancia en su libro Tiempo de llorar.
Posando muy cerca del Bar París, en la calle Jarauta. Foto: Noticias de Navarra (Oskar Montero)
Hay algunos bares que están gafados. Bares a los que no entra nadie, aunque todos los de alrededor parezcan una olla hirviendo. Bares con camareros campeones de sudokus y carteles en la puerta del baño que dicen “Solo para clientes”, porque, bueno, de vez en cuando alguien sí entra, pero solo para mear. Nadie sabe muy bien a qué se debe su maldición. A veces esos bares cambian de dueño, de estilo, se remodelan, llaman a Chicote, pero la gente sigue sin atravesar su puerta, como si al hacerlo fuera a absorberlos un agujero negro, a tragárselos una bacteria gigante de la salmonella o a morderles entre las piernas una cucaracha carnívora emergida del baño turco.
Cuando yo era joven, o sea más joven, solía andar con mis amigos por los bares de la calle Jarauta de Pamplona. Como además de jóvenes éramos también bobos nos gustaba entrar a aquellos que parecerían un vagón de metro de Tokio en hora punta si en los metros japoneses se pudiera fumar, poner la música a todo volumen o derramarte los katxis de cerveza por la cabeza. La música que cantábamos a pleno pulmón podía ser, por ejemplo, aquel estribillo de Eskorbuto, “Las multitudes son un estorbo”, sin que eso nos supusiera ninguna contradicción. Por entonces, con veinte años, no se nos pasaba por la cabeza pensar que, al cabo de otros veinte años, más de cinco personas esperando para ser atendidas en la barra nos parecerían una muchedumbre.
A mí de todos modos, que no sé si era menos bobo o más raro y eskorbutiano—o quizás solo que no me gustaba pedir, abrirme paso hasta aquellas barras como trincheras, en las que mis disparos nunca alcanzaban a los camareros— ya por entonces me agobiaban los tumultos y de vez en cuando solía salir del Zagit o del Depor o del 84 y cruzaba la acera hasta uno de aquellos bares gafados que había enfrente, el Bar París, para respirar un poco, es decir para fumarme tranquilamente un cigarro.
El Bar París era un bar pequeñito que estaba siempre vacío, a pesar de su leyenda: la París-Niza, un poteo mortal que se iniciaba en él y que, con parada en decenas de establecimientos de Jarauta y Estafeta, acababa en el Bar Niza, cerca de la plaza de toros. Yo creo que nadie lo ha completado jamás, como no sea por etapas, o para hacer fuagrás con su hígado. El caso es que en el París uno solo se encontraba con algún txikitero sin cuadrilla, algún insomne, algún borrachín… Y que a mí que, fíjate si era raro, ya por entonces escribía, al observarlos se me encendía el botón, modo literatura, y comenzaba a fantasear con sus historias.
Fue de ese modo como imaginé una novela en la que la camarera del París se llamaba Esperanza y cada día cocinaba un puchero de pisto con el que alimentaba a aquellos náufragos de la noche. Una novela que nunca escribí, porque aquella no era la realidad de Pamplona en aquellos años y mi historia se parecía más a los libros de borrachos de Bukowski o de vagabundos de Steinbeck que yo leía por entonces. Y una novela también, que sin embargo, al cabo de los años acabaría convirtiéndose en una historia real, pues aquel bar París terminaría siendo la primera sede del comedor solidario Paris 365.
Nunca escribí esa novela, pero en una de esas carambolas del destino, sí un libro que acaba de publicarse titulado De igual a igual. 8 historias del comedor solidario Paris 365 en el que he tenido el privilegio y la responsabilidad de poder contar las historias de algunas de las personas que acuden cada día a esta asociación y que gracias a ella han tenido una oportunidad de rehacer sus vidas. Personas de aquí y de allá, de Senegal y de Donosti, de Pamplona y de Quito, que cayeron e intentan levantarse. Historias duras, pero, en cierto modo, también esperanzadoras. Historias que pudieron ser o pueden ser también las nuestras. Y es que, después de todo, entre un bar con mala suerte y otro en el que parece que regalan algo casi siempre solo hay unos pasos de distancia.
Publicado en ON, suplemento de diarios de Grupo Noticias (01/07/2017)