LA LEY DEL CEMENTO
Publicado en Rubio de bote, semanario ON 09/09/2017. Foto: fotograma de Secretos del corazón (Montxo Armendariz). Antiguas pasarelas de Pamplona
El skyline de Pamplona recortándose sobre el parque de la Media Luna, con el río Arga como una culebra de agua a sus pies, que es además el skyline de mi infancia, está amenazado por la construcción de varios rascacielos, lo cual me hace pensar también que Gainsbourg, mi conejo enano belier, suele sentarse siempre en el punto más elevado de su jaula.
Algunas veces subo andando desde la Txantrea y veo las torres de la catedral, la muralla, las lomas grises sobre el río, la cruz del Seminario; otras, paseo por la Media Luna y diviso de un solo golpe todo el paisaje de mi niñez, el que fue mi territorio: desde mi colegio, los Escolapios, hasta mi casa, en los bloques beige de Orvina 3. Y siento que todo se me remueve por dentro, que los recuerdos brotan, vuelven a mí, se abren como palomitas de maíz en el microondas de la memoria. Y apoyado en la barandilla verde, con el barranco de la mediana edad a mis pies, veo pasar como una película escenas de los primeros años de mi vida.
Me veo a mí mismo, cruzando las pasarelas sobre el Arga, y a aquel gran perro lobo viniendo de frente, y recuerdo cómo me arrojé al agua antes de que se me comiera mi corazón en piel de gallina; aquellas pasarelas, que tampoco son las mismas de hoy, a las que en invierno quitaban las tablas de madera para que no se las llevasen las crecidas, de modo que quedaban solo los bloques de piedra; recuerdo también que nosotros debíamos saltar de uno en uno esos pilones, con el rumor hipnótico del agua bajo las Jhon Smith llamándonos por nuestro nombre, cuando el Pisahuevos nos mandaba, en clase de gimnasia, a hacer “el cross de Beloso”, así lo llamábamos.
Me veo, algo más allá, subiendo a los trampolines del Club Natación, para tirarme del cuarto con carrerilla o del tercero de cabeza. Y la pista de baloncesto, en la que encesté mis mejores canastas, cuando nadie miraba. Me veo en la chopera detrás de las gradas, entre la piscina y los caballos de Goñi, jugando, muerto de vergüenza, a verdad o atrevimiento. Veo, entre la piscina y las pasarelas, el hueco donde estuvo el antiguo lavadero, y recuerdo cuando el suelo de madera carcomida me tragó, se hundió bajo mis pies, aunque yo fuera el más flaco de la clase. Veo las volutas de humo de los primeros cigarrillos, en el banco detrás de los bomberos donde nos juntábamos, después del colegio, a jugar —bote-bote Lázcoz, arenado Juangarcía…—, a mirar revistas prohibidas, a fumar…; veo también otro humo más negro, elevándose desde el fortín de San Bartolomé cuando nos colábamos en él y hacíamos fuego con las papeletas de propaganda electoral. Veo la muralla, desde la que arrojábamos bolas de nieve a las villavesas que subían por la cuesta de Labrit, o castañas pilongas a los del colegio del al lado, los alumnos de Salesianos. Veo, más allá, el puente de la Magdalena, y recuerdo cómo me sentía seguro, a salvo de los navajeros, cada vez que lo atravesaba, de vuelta al barrio conflictivo. Veo Irubide, mi instituto, y recuerdo lo feliz y lo tímido que fui en él, las fiestas, las huelgas, las chicas…
Veo todo eso, desde la barandilla verde de la Media Luna, desde el skyline de la ciudad que es su memoria y la mía y en el que, dicen, quieren incluir varios rascacielos, sin que nada pueda al parecer impedirlo, porque el pacto está sellado con cemento; lo veo y pienso qué verán, qué sentirán, desde las ventanas más altas, quienes ocupen esas torres, con sus magníficas vistas, por las que pagarán mucho dinero y que sin embargo, nunca les pertenecerán, al menos como me pertenecen a mí y le pertenecen a la ciudad. Veo todo eso y pienso también en Gainsbourg, mi conejo enano belier, a quien su instinto de dominación o de protección, no sé, lo hace buscar siempre el sitio más elevado de la jaula, y no le importa que este sea el mismo lugar en el que hace sus necesidades, con tal de estar allí, en lo más alto, aunque sea sentado sobre sus propias cagarrutas.