«Lucio Urtubia fue, por naturaleza, un auténtico tocapelotas del sistema»
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 23/01/21
Lucio Urtubia, el indomable anarquista navarro, tuvo en los últimos años de su vida la ilusión de contar su vida “en dibujicos”, y Mikel Santos “Belatz” cumplió su deseo con “El tesoro de Lucio”, un cómic que se ha convertido, merecidamente, en superventas y sobre el cual hablamos con el dibujante pamplonés.
El cascantino Lucio Urtubia es, lo fue en vida, una leyenda del anarquismo. Desertó del ejército español en pleno franquismo, atracó bancos, estuvo incluso a punto de hundir uno de los gigantes de la banca mundial falsificando cheques de viaje, propuso al Ché Guevara infectar el sistema sanguíneo del capitalismo fabricando millones de dólares de pega… Peleón hasta el último de sus días, Lucio murió el pasado 18 de julio, como si también quisiera aguar la fiesta a una efemérides tan siniestra. Fue un mito, pero también un hombre común y sencillo, un albañil que se meaba en los pantalones cuando “expropiaba” bancos a punta de metralleta. Lo cuenta Mikel Santos “Belatz”, en las primeras viñetas de El tesoro de Lucio, la magnífica novela gráfica en la que nos muestra las hazañas de este luchador incansable y también los detalles de su vida más cotidiana y familiar; un cómic que se ha convertido en un auténtico bombazo, con cinco ediciones en castellano, dos en euskera y traducciones al catalán, gallego, francés y danés.
El tesoro de Lucio
ha sido un auténtico éxito que le ha dado a usted conocer, o le ha descubierto
al gran público, pero antes hay un largo recorrido ¿Cómo y cuándo empezó a
dibujar, lo recuerda?
Sí, claro: en el
colegio dibujaba en las mesas, los cuadernos, hacía caricaturas a compañeros, a
los profesores a escondidas. Más de uno
ya me pilló alguna, me la quitó, y me castigó, pero luego veías que se reían, y
que no te las devolvían…Ese tipo de cosas. Incluso había compañeros que me
decían: “Dibújame con esta chica, que me gusta”, y yo les hacía una especie de
cómic, a cambio de 25 pesetas… Luego, ya de mayor, tuve una oportunidad en un
periódico sobre economía, en el que trabajaba un buen amigo y que me propuso
hacer humor gráfico. Empecé a hacer
viñetas, y ahora que las veo reconozco que soy un mal humorista gráfico, sin
mucha gracia. Más tarde empecé también en el TMEO, y a mandar cosas a editoriales,
y así me fui dando a conocer, me fueron llegando encargos para ilustrar
cuentos, libros, etc.
Por entonces usted era un poco Doctor
Jekyll y Mr. Hyde, tenía dos caras, dos firmas distintas…
Sí, en aquel
periódico salmón firmaba con mi nombre, Mikel Santos, pero cuando empecé en el
TMEO no quería que se vincularan mis dos trabajos, en dos publicaciones tan
opuestas, así que busqué un apodo, y como me gusta mucho la historia de Navarra
y estaba muy embobado con el tema de Amaiur, tomé mi nombre de guerra, nunca mejor dicho,
del alcaide del castillo, Jaime Velaz de Medrano, y empecé a firmar con él en el TMEO: Belatz. Y
así se quedó.
Desde luego es usted un dibujante
versátil, porque lo mismo que publicaba en el TMEO dibujaba para Tim Burton…
Sí, eso me llegó
un poco de rebote, a través de una empresa de Madrid que a su vez estaba en
contacto con una editorial inglesa que iba a publicar un libro de Burton, Pesadilla antes de Navidad, con unas
actividades ilustradas. Según me
contaron el propio Tim Burton, al que le gusta controlar todo lo que aparece
con su nombre, vio los dibujos y dio el visto bueno a mis dibujos. Para mí fue
algo importante, que no me dio mucho dinero pero si reconocimiento, y que cuento
siempre que puedo, claro.
Es curioso, porque el cómic de Lucio fue
un encargo y también le llegó de rebote…
Sí, al principio
desde Txalaparta se lo propusieron a mi amigo y compañero Martintxo Alzueta,
pero como estaba muy liado con otro cómic, la Historia de Euskalherria,
les habló de mí, algo de lo que le estoy superagradecido. Recuerdo que quedé
con los editores en este mismo sitio (el bar del barrio pamplonés de
Buztintxuri en el que hacemos la entrevista) y cuando ellos me dijeron “¿Conoces
a Lucio Urtubia? ¿Te gustaría escribir un cómic sobre su vida?” ya me di cuenta
de que me estaban poniendo un caramelo en la boca. Primero porque a mí lo que
más me gusta es hacer cómics (aunque claro, no todos podemos vivir de eso, no
todos somos Paco Roca) y, segundo, porque aunque veía que aquello me supondría al
menos dos años de trabajo también me daba cuenta de que era algo que podía
tener cierta repercusión. Así que sí, fue un encargo, pero a la vez en
Txalaparta han dado una libertad terrible y en realidad tanto para la editorial como para mí ha sido en
realidad siempre una obra de autor.
Dice que intuía que El tesoro de Lucio podía tener repercusión, pero ¿tanta?
Bueno, en
realidad lo que yo pensaba era que si tiraban mil ejemplares y se vendían ya
era como para tirar cohetes, pero cuando ya ves que hay cinco ediciones en
castellano, dos en euskera, que hay traducciones al gallego, al catalán,
francés… ¡al danés! Todo eso ¿cómo iba a imaginarlo?
La idea de hacer una biografía en cómic
de Lucio Urtubia parte de él mismo, según creo.
Sí, fue en una azoka de Durango, donde debió de ver algún cómic, creo que sobre
Durruti, y entonces fue cuando les dijo a los de Txalaparta, que ya habían
publicado algunos libros sobre Urtubia, aquello de: “¿Y eso no se podría hacer también
conmigo, contar mi vida en dibujicos?”
El proceso de elaboración del cómic ha
sido largo, el primer año lo dedicó usted prácticamente a documentarse, a
hablar con Lucio, supongo que eso también estableció entre ustedes un vínculo,
cierta intimidad…
Fue muy bonito
poder hacer un libro que es una novela gráfica, de acuerdo, pero que es también
una biografía y contar con la persona sobre la que dibujas a tu disposición.
Claro que también tenía el miedo de escribir una hagiografía, y en realidad he
ensalzado bastante a Lucio, pero no me importa, todo lo que he contado me lo
contaba él desde el corazón y la pasión… Ese año de documentación pude
conocerlo bien, entrar en su vida y hacerme amigo de él, la nuestra no ha sido
una relación meramente profesional, con entrevistas frías, no, nuestras
quedadas eran largas, con comida y gintonic, también hablábamos mucho por
teléfono, él a veces me llamaba y me decía, pon esto, quita lo otro; por
ejemplo, al mes de la primera vez que nos vimos, en Cascante, me llamó y me
dijo “¿Qué, ya los has acabado?”
Quizás Lucio no tenía muy claro cómo se
elaboraba un cómic, pero sí qué quería que apareciera en él…
Sí, ese primer día que nos conocimos ya me llevó una libreta en la que tenía escrito como quería todo: “Uno: aparezco yo de niño sentado en la plaza. Dos…” ¿Pero esto qué es, Lucio?, le dije yo. “Pues el cómix”, me contestó… Luego, en realidad ya vi que todo aparecía muy desordenado, y el proceso de documentación al final fue más costoso de lo que había supuesto, porque sus recuerdos eran muy caóticos, se saltaba años, mezclaba cosas. La verdad es que él escribía un montón, cada vez que nos veíamos me traía algo, decía que si no escribía se le olvidaban las cosas.
Llegó incluso a dictarle cómo tenía usted
que escribir el prólogo.
Si, ja, ja, me
trajo escrito algo así como: “Qué lujo, qué placer, poder dibujar la vida de
Lucio Urtubia…”. Y luego, al final, ponía: Belatz. Yo creo que en realidad no lo
hacía por vanidad, sino porque sentía que tenía que ayudarme, y no sabía muy
bien cómo.
¿Qué sabía usted sobre Lucio antes de
empezar a trabajar en el cómic?
Yo tenía un
conocimiento sobre Lucio a nivel usuario, recuerdo haber leído algunas noticias
en la prensa, vi la entrevista en Salvados…
Sabía lo típico, que era un anarquista de Cascante… Ni siquiera conocía muy
bien el anarquismo, sobre el que creo que hay muchos prejuicios y falta de
información. Así que empecé a documentarme, a ver documentales, leer
biografías… Entonces fue cuando descubrí esa dimensión tan importante de la
figura de Lucio, alguien que había hecho temblar los cimientos del capitalismo.
Y comencé a verlo casi como un héroe. Repasando su vida alucinaba, veía que era
increíble no solo lo del famoso golpe al Citibank, sino su infancia, todo, me
daba cuenta de que había sido, por naturaleza, un auténtico tocapelotas del
sistema… Eso que se dice “de joven pirómano, de mayor bombero”, no iba con él, él
se convirtió en doblemente pirómano, yo lo he visto en algún homenaje de
memoria histórica, en el que hubo un coche que intentó atropellar a algunos
asistentes, saltar con el bastón, enfrentarse al conductor, con sus
ochentaypico años.
A Lucio, acostumbrado a contar sus
hazañas y a que otros se interesaran por ellas, le sorprendía que usted le
hicieras algunas preguntas que igual antes no le había hecho nadie, cosas más
cotidianas, detalles que usted necesitaba para dibujar su cómic.
Sí, al principio me decía, con ese acento suyo: “¡Qué chorradas me preguntas!”, pero luego ya cayó en la cuenta de que yo necesitaba saber esas cosas, y le gustaba, porque estaba muy acostumbrado a las otras preguntas, ¿cuánto robaste al Citibank?, ¿cómo fue tu encuentro con el Ché Guevara?, etc, a las que respondía casi de carrerilla, pero que yo le preguntara que coches tenía, qué comía, si se afeitaba, qué radio escuchaba, si dormía en calzoncillos… era algo que le descolocaba.
Esos detalles dan al cómic una dimensión
más humana del héroe, es uno de los grandes aciertos de la obra. Por ejemplo,
saber que antes de los atracos se meaba en los pantalones, o cómo era la
conciliación familiar de un revolucionario…
Yo me di cuenta
de que no era fácil ser Lucio Urtubia, pero tampoco uno de sus familiares o de
su entorno. Te preguntas cómo podía conciliar su vida familiar alguien que se
pasa el día trabajando en la obra y el resto del tiempo lo dedica a estar en
imprentas clandestinas, haciendo atracos, traficando con obras de arte, etc. Y
te das cuenta de que su familia —y eso es algo que él siempre remarcó—, siempre
estuvo a su lado y que lo que él ha hecho lo ha hecho con la ayuda de ellos…
Todos de algún modo asimilaban como era Lucio y que a ellos les había tocado
estar a su lado.
Tras convertirse casi en su biógrafo
oficial y en su amigo, también le tocó vivir la muerte de Lucio Urtubia. ¿Cómo
lo llevó?
Fue duro. Le cogí un cariño especial, casi de familiar, me reuní con él muchas veces, en Cascante, en París, lo vi en el hospital, ahora hace un año, y ya lo encontré pocho, le di un abrazo y en cierto modo ya sabía que no volvería a verlo, que un día me llamarían para darme la noticia, y así fue, y, aunque era algo que esperaba, es como esta gente que piensas que nunca va a morir… Lucio era un mito. Y sí, solté mis lagrimillas y tuve esa pena de estar en la distancia. Me quedó la tranquilidad de haberle visto esa última vez, en el hospital, tal y como él era, a pesar de estar ya mal, cantando Le temps des cerisses, y recitando a Lorca de aquel modo tan pasmoso.
¿Llegó Lucio a conocer el éxito del
cómic?
Sí, porque fue todo bastante rápido, apenas se publicó salió enseguida la segunda edición. Me da pena, eso sí, que no viera la edición en francés, porque él tenía muchos amigos y compañeros en París y quería fardar un poco de su vida en dibujicos.
¿Y usted, como ha vivido la gran acogida
de El tesoro de Lucio, siente presión
de cara a nuevos trabajos?
Lo llevo bastante
bien, pero me alegro sobre todo por Lucio, y por el tema que hemos tratado en la
novela gráfica, creo que me habría alegrado menos si hubiera sido una historia
personal, mía, inventada por mí, estoy contento porque a él le hacía ilusión
transmitir sus mensaje de ese modo, que es además mucho más accesible para los
jóvenes, algo a lo que él daba mucha importancia… En cuanto a la presión, sí, siento
que cuando saque algo nuevo lo mirarán con lupa, y eso me da cierto miedo, pero
a la vez creo que ese miedo me ayuda, me permite dar pasos con cautela. Y lo
llevo bien, por otra parte, porque todo esto me motiva para nuevas historias. Este
cómic me ha hecho ver que pudo funcionar bien como novelista gráfico.
¿Cuál cree, para acabar, que sería ese mensaje que Lucio quería transmitir, cuál sería el tesoro de Lucio?
El mensaje sería: “Haz. Hay que hacer cosas”, algo que él llevó a la práctica y que echaba de menos en bastantes anarquistas de boquilla. Lucio estaba obsesionado con eso, en parte porque en su caso veía que obtenía resultados, claro que también arriesgaba mucho y que tuvo mucha suerte, lo decía él mismo, y yo le doy la razón, porque tuvo momentos muy complicados, cuando le pillaron traficando con víveres en la mili, o cuando le amenazó el GAL. Pero él hacía cosas y veía que servían, se daba cuenta, por ejemplo, de que el dinero al final solo era papel y que, por tanto se podía fabricar, y lo que no entendía era por qué los demás no hacían, o no hacemos lo mismo que él, por qué no eran o no somos menos borregos y más “luciourtubias”… Ese sería, en definitiva, su mensaje, el tesoro, el mensaje que Lucio nos deja: “Haz”.
***
Trayectoria: Belatz comenzó publicando viñetas gráfica en el diario económico Nueva gestión empresarial de Navarra e historietas en el TMEO. Ha ilustrado numerosos libros y cuentos infantiles de autores como Xabier Mendiguren, Paddy Rekalde, Unai Elorriaga o el director de cine Tim Burton, participando en el libro Pesadilla antes de Navidad. Además, es autor o coautor de numerosos libros de texto, portadas de discos, campañas institucionales y publicitarias y de las obras 90 minutos en el Reyno (Fundación Osasuna) y Una aventura en tres tiempos (Gobierno de Navarra). Formó parte del equipo creativo de Kukuxumuxu y todavía sigue trabajando junto a Mikel Urmeneta. El tesoro de Lucio ( Gerezi garaia en su edición en euskara), su obra más importante hasta el momento, ha sido traducida a varios idiomas y reeditada varias veces.
«NO ENCONTRÉ ROSAS PARA MI MADRE» José Antonio García Blázquez
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 16/01/21
Como si fuera un presagio, y aunque seguramente solo responda a una moda tipográfica de la época, la edición del Círculo de lectores que popularizó el libro del que hoy hablamos, No encontré rosas para mi madre, muestra el título de la obra y el nombre del autor en minúsculas.
José
Antonio García Blázquez fue finalista con ella del Premio
Alfaguara, vendió trescientos mil ejemplares de la misma, hubo una adaptación
cinematográfica dirigida por Francisco
Veleta Rovira y protagonizada por “la mujer más guapa del mundo”, así
llamaban por entonces a Gina
Lollobrigida, y por Concha Velasco
(quien años más tarde exageraría su participación en el filme calificándolo
como pornográfico)… Blázquez llegó incluso a ganar el Premio Nadal en 1973, con
la novela El rito. Pese a todo lo
cual, hoy en día el escritor extremeño es un autor desconocido, algo que
resulta sorprendente si tenemos en cuenta que No encontré rosas para mi madre ha resistido muy bien el paso de
los años y su lectura, su estilo sobre todo, es sorprendentemente actual, a
diferencia de otras obras de autores de la época (por ejemplo, un año antes de que
García Blázquez ganara el Nadal la novela premiada fue Groovy, de José María
Carrascal, a quien la seducción por el ambiente hippie de Nueva York que retrata
en la misma solo le dejó como poso unas corbatas de colorines que lucía en los
telediarios mientras de su boca salía un batallón de sapos y culebras afiliados
a VOX).
Contra
la prosa garbancera
Tal vez sea la modernidad de la novela de Blázquez, en
realidad, lo que explique su olvido: a
veces es tan perjudicial llegar tarde a la foto como llegar antes de tiempo. Claro
que en el caso de José Antonio García Blázquez también se da la circunstancia
de que nunca mostró demasiado interés en aparecer en esa foto, es decir, siempre fue reacio a hacer el payaso en el
gran circo de la literatura o, mejor dicho, de la industria editorial, tal y
como se desprende de algunas, no muchas entrevistas, que a pesar de todo
concedió.
José Antonio García Blázquez nació en Plasencia en 1940. Trabajó como traductor en diferentes organismos internacionales a lo largo de toda su vida. Sus personajes, como él, deambulan entre esos dos escenarios, la localidad natal —convertida unas veces en ese paraíso perdido que es la infancia, otras en ese infierno de los pueblos pequeños—, y las grandes ciudades como París, Nueva York, Barcelona…, en donde esos personajes se mueven a la deriva, arrastrados por las mareas de la soledad, la búsqueda o la locura. Además de No encontré rosas para mi madre, su gran éxito comercial, y El rito, la novela con la que ganó el Nadal entre Carrascal y Umbral (bueno, por medio también lo hizo Luis Gasulla, pero nos fastidiaba la rima), publicó otras obras como Señora muerte, que el propio autor consideraba su mejor novela, o Los diablos, un intento por superar el realismo social predominante en la literatura de aquellos años (la obra se publicó en 1966), realismo al que calificó de garbancero, del mismo modo que décadas atrás había hecho Valle-Inclán para referirse a la obra de Galdós. José Antonio García Blázquez murió en 2019, sin grandes reconocimientos: una calle con su nombre en Plasencia y algunas necrológicas en la prensa local.
Rara
pero bonita
Los obituarios coinciden en resaltar algunos rasgos del
carácter del escritor que quizás nos den el quid de la cuestión: su carácter
asocial y huidizo (al menos en lo literario) que le hacía alejarse de las
camarillas de escritores y de los medios de comunicación. “Desde luego el que
sale en la televisión es porque se mueve, y yo no tengo ni tiempo ni ganas”,
declaraba por ejemplo en una entrevista al diario ABC en 1981, en la cual
también tiraba con balín contra Vargas
Llosa o denunciaba la amenaza que suponía para los escritores de verdad la
irrupción de otros “escritores” como Susana
Estrada, Jimmy Giménez-Arnau o Lola
Flores, además de dejar claro que en sus obras no hacía concesiones
comerciales ni se plegaba a los cantos de sirena que entonan las editoriales
para otorgar determinados premios o promocionar determinadas obras o booms
literarios. Por supuesto, con semejante tarjeta de presentación, Blázquez
también añadía que no pretendía vivir de la literatura. “No considero la
literatura como una profesión. Si para mí se convirtiera en una rutina, el arte
desaparecería”.
En la misma entrevista el autor señala que lo que a él le gustaría que dijeran de su novela es “qué novela más rara, pero qué bonita”. Y aunque se refiere a su obra Rey de ruinas, podríamos aplicarlo también a No encontré rosas para mi madre, aunque que nadie se asuste, esta, la novela que nos ocupa es una novela totalmente legible y accesible, de hecho esa es una de sus virtudes. En ella se narran las peripecias de Jaci, un joven enamorado de manera edípica y posesiva de su madre, y que, incapaz de soportar cómo esta cae en brazos de otros —los huéspedes que pasan por la habitación que se ve obligada alquilar tras caer en ciertas penurias económicas—, se aleja y vuelve una y otra vez a ella, topándose en sus huidas con toda clase de personajes, prostitutas, protoquinquis, enfermos mentales, entre los que Jaci (Jacinto) ejerce cierto magnetismo sexual. Eso en cuanto al argumento, que quizás, como en todas las obras literarias, sea lo de menos, lo importante es la manera en que José Antonio García Blázquez nos hace vagabundear con su protagonista, mediante una prosa en la que se mezcla un humor que recordaría a las novelas del detective sin nombre de EduardoMendoza (El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas, etc.) si no fuera porque esta novela en realidad es anterior a ellas; unos diálogos a veces chispeantes otras absurdos; unas inmersiones oníricas y delirantes en la mente algo averiada del narrador (la novela está contada en primera persona); y, sobre todo, unos chispazos de poesía, unas metáforas brillantes que perlan la lectura como quien no quiere la cosa (“Desde mis muslos subieron canciones infinitas”).
Una extravagante naturalidad
A menudo, cuando se trata de elogiar una novela se utilizan
términos como carpintería, mecanismo, arquitectura, pero lo cierto —bueno, esta
es una opinión particular— es que en la mayoría de las ocasiones en realidad se
trata de su música, de la manera en que lo que vamos leyendo fluye en nuestra
cabeza, del modo en que las palabras están colocadas una tras otra, hasta tal
punto que si lo estuvieran de otro descarrilarían. Y en No encontré rosas para mi madre las páginas fluyen con una rara,
extravagante naturalidad.
Les recomiendo fervientemente esta novela, que deberán conseguir a través de librerías de viejo o en páginas de internet, en las ediciones de Círculo de lectores o de los legendarios libros Reno. Y de paso les advierto de que no la confundan con otra de título homónimo, publicada este mismo y calamitoso año, cuyo autor es Martín G. Ramis, en una extraña decisión. Desconozco esa novela, no la he leído, me gustaría pensar que es un homenaje o un guiño —un tanto excesivo, por decirlo suavemente—a su predecesora, o tal vez, no lo sé, a la adaptación cinematográfica de Francisco Rovira Veleta, ignorando u obviando que está basada en la obra literaria de José Antonio García Blázquez, una obra literaria, por lo demás, la de este último, mayúscula.
Al periodista al
que se le ocurrió por primera vez usar el apodo “El pequeño Nicolás” para
referirse a aquel arribista con cara de pan —de pan duro como el cemento—que
hace algunos años se colocó por una rendija de las cloacas del estado y comenzó
a salpicar barro en todas las direcciones, habría que mantearlo en la plaza del
pueblo, torturarlo hasta la agonía con el anuncio en bucle de Yatekomo de David Bisbal, obligarle a escuchar
todos los audiolibros de Alfonso Ussía
o de Paulo Coelho mientras se pudre eternamente
en el infierno… Ustedes me disculparán la crueldad, pero es que no se lo
perdonaré nunca. Igual a él su ocurrencia le pareció muy original, pero a
quienes hemos leído y amado desde niños al pequeño Nicolás, al de verdad, el de
Sempé y Goscinny, nos resulta inexplicable y propio de un ignorante… ¿Qué
tipo de conexión, aparte de la evidente del nombre, pudo encontrar ese periodista entre dos personalidades, dos
formas de ver el mundo tan enfrentadas? ¿Y no se le pasó en ningún momento por
la cabeza el tremendo daño que estaba haciendo a la memoria de esta cumbre de
la literatura infantil? ¿Dónde está el defensor del menor? ¿Y el de los
lectores?
El auténtico pequeño Nicolás
El pequeño Nicolás, el auténtico (de hecho, para nosotros de aquí en adelante el otro, el fake, como si nunca hubiera existido) dio sus primeros pasos en un formato diferente al que todos conocemos, pues en sus inicios fue una tira cómica que Jean Jacques Sempé (dibujante) y René Goscinny (guionista; aunque entonces firmaba como Agostini) publicaron entre 1956 y 1958 en la revista belga Le Moustique. Desconozco cuál fue el motivo concreto por el que la pareja artística decidió dar el salto al relato ilustrado que haría a sus personajes universalmente conocidos. Se dice que Sempé no se sentía cómodo como dibujante de cómics, pero a mí también me gusta pensar que el universo del pequeño Nicolás —sus padres, sus compañeros del colegio, sus recreos y veraneos— le fue creciendo a Goscinny en la cabeza hasta desbordar los bocadillos de las tiras cómicas. Algo que, sin embargo, no le sucedió con otras de sus no menos famosas creaciones, como Asterix o Lucky Lucke, que sí se ciñeron al formato del cómic, y que publicó junto con otros ilustradores, como Uderzo, en el caso del guerrero galo, y de Morris en el del entrañable y desgarbado vaquero.
El cambio de la
tira cómica a la narrativa, en el caso del pequeño Nicolás fue en todo caso un
acierto, y cabe preguntarse incluso si las aventuras y travesuras de Nicolás
habrían obtenido tamaño éxito (se han vendido millones de ejemplares en todo el
mundo) de no dar con esa manera de ser contadas; o incluso si hubieran sido las
mismas sin las pequeñas ilustraciones de Sempé, que salpican los textos, a
veces como miniaturas, siempre con ese estilo divertido y sencillo. Yo, de
hecho, me recuerdo a mí mismo de pequeño tanto riéndome a carcajadas con las
ocurrencias de Nicolás, Agnan, Clotario, Alcestes…, como copiando los geniales
dibujos de Sempé con la punta de la lengua asomando por un lado de la boca.
El
mundo contado desde la altura de un niño
En lo que se refiere a los textos de Goscinny, a la técnica y el estilo, hay varios aspectos que contribuyen a la inmediata popularidad de las historietas y a la perdurabilidad en el tiempo de las historias de este niño de clase media francesa, que todavía los pequeños de hoy, doy fe como padre y bibliotecario, siguen leyendo con pasión, a pesar de que fueran publicadas por primera vez a mediados del siglo pasado y de que retraten un mundo y una infancia en parte ya desaparecidos (por ejemplo, con escuelas segregadas por sexos; bueno, todavía hay alguna secta religiosa que mantiene esa anomalía y que, a pesar de eso, se ha beneficiado durante años de la educación concertada). Por el contrario, y a pesar de la omnipresencia de la tecnología entre los niños de hoy, estos no dejan todavía de llegar a casa en ocasiones con la ropa y los zapatos cubiertos de barro o con una mascota, un perrito o un gato al que han recogido de la calle entre los brazos, del mismo modo que lo hace Nicolás en sus narraciones.
En estas, si de
aciertos y hallazgos hablamos, es probablemente el punto de vista el mayor de
todos ellos. El pequeño Nicolás nos cuenta sus historietas en primera persona, es
decir, ve el mundo desde su altura y desde una mentalidad infantil, sin filtros,
con una manera de razonar lógica y reveladora que a los adultos el paso
del tiempo y la vida nos ha ido arrebatando a sopapos. Las narraciones tienen
de ese modo dos lecturas, una en la que concede a los lectores más pequeños,
los que tienen la misma edad que Nicolás, el protagonismo, y les hace sentirse
identificados con las correrías de este, y otra en la que los padres de ese
niño se regodean viendo como a través del humor y una aparente inocencia el
mundo en el que han ido siendo aprisionados se desmonta o pueden regresar por
un momento a su infancia. Goscinny, en fin, escribe sabiendo que además de a
los niños se dirige a sus padres, que son quienes a fin de cuentas comprarán
los libros.
La escuela literaria del pequeño Nicolás
Ese modo de narrar determinó posteriormente buena parte de la literatura infantil, puso en el centro al sujeto de la misma, y creó una escuela que todavía sigue vigente, con sagas literarias como los diarios de Greg, Tom Gates o el Capitán Calzoncillos, en las que además las ilustraciones o el acompañamiento gráfico tienen gran peso. En España, el émulo más incontestable del pequeño Nicolás es sin lugar a dudas Manolito Gafotas, de Elvira Lindo, quien tuvo además la virtud por una parte de acentuar ese rasgo cabroncete del carácter infantil, que en el caso de Nicolás estaba tal vez muy atemperado, y de ubicar a su personaje en un entorno de clase trabajadora, frente al más burgués o de clase media del personaje francés.
El punto de vista, de todos modos, no es suficiente si no se dispone de los recursos y el talento para materializarlo sobre la hoja impresa, y en el caso de Goscinny despliega todo un arsenal que convierten a sus historietas en magistrales e inolvidables. Por citar solo algunas, el uso de los epítetos: los amiguitos de Nicolás son Agnan, el ojito derecho de la maestra —o ese niño al que como lleva gafas no se puede pegar—; Alcestes, un niño muy gordo que siempre está comiendo cruasanes; Godofredo, que como tiene un papá muy rico le compra siempre todo lo que quiere… Y además Eudes y sus puñetazos en la nariz, y Majencio, Clotario, Rufo… Quizás el menos conocido de todos ellos sea Joaquín, quien, sin embargo y sorprendentemente, dio nombre a uno de los libros de la serie, el único que no lleva la palabra Nicolás en el título: Joaquín tiene problemas (y que posteriormente también se editó como Los problemas del pequeño Nicolás, entre otras cosas porque la elección del título original lo convirtió en el libro menos vendido de la serie).
Junto a los epítetos recurrentes (además de los citados están otros como el papá de Nicolás, que siempre está leyendo el periódico) nos encontramos la alternancia de frases cortas con otras en las que se acumulan las cópulas, con perdón, imitando la manera de hablar de los niños, oraciones que a menudo se resuelven con un final sorprendente o inesperado, siempre humorístico y que dejan al descubierto los complejos mecanismos mentales infantiles: “…y después nos enfadamos y ahora ya no vamos a volver a hablarnos nunca más”, puede decir, por ejemplo, Nicolás a mitad de uno de sus relatos, aunque al final del mismo el niño con el que se ha peleado de manera irreconciliable vuelva a convertirse en su mejor amigo.
Los cinco libros y la película
Las peripecias del pequeño Nicolás aparecieron en cinco libros, entre 1960 y 1964: El pequeño Nicolás, Los recreos del pequeño Nicolás, Las vacaciones del pequeño Nicolás, Los amiguetes del pequeño Nicolás y Joaquín tiene problemas o, como hemos visto, Los problemas del pequeño Nicolás. Posteriormente, a la muerte de Goscinny, ya entrados los 2000, la hija de este y Sempé acordaron recopilar algunas de las historias que los dos artistas habían publicado originalmente en prensa y no habían sido recogidas en ninguno de los libros, y que vieron la luz con títulos como La Navidad del pequeño Nicolás o La vuelta al cole del pequeño Nicolás. Hay además, una adaptación cinematográfica de 2009, titulada El pequeño Nicolás, pero como suele suceder en estas arriesgadas e incluso suicidas adaptaciones, el resultado es cuestionable. Para nosotros, los lectores incondicionales, de El pequeño Nicolás, este, sus amiguetes, sus padres, El Caldo, la maestra o María Eduvigis…, serán siempre los que retrató Sempé y a los que Goscinny contó —parafraseando a su protagonista— fenómeno.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 09/01/21
Y al día siguiente, para rematar la faena, se murió Charlot.
Las Navidades de 1977 las pasamos en casa de los abuelos.
Nos gustaba la casa de los abuelos. El suelo de madera crujía y tenía ojos. A
través de ellos podíamos ver la bodega y al abuelo cortando la leña en cuñas
que luego echábamos a la cocina. Cada vez que lo hacíamos, revoloteaban chispas como fuegos artificiales
enanos. Después, cuando el fuego cogía fuerza se asomaban por el agujero unas
lenguas retorcidas y diabólicas que había que sofocar colocando la tapa con un
gancho de hierro. Hacía un calor infernal en la cocina. Los huesos del demonio
se rompían en chasquidos dentro de aquel fogón de leña. En las habitaciones,
por el contrario, cuando nos íbamos a la cama, las sábanas parecían láminas de
hielo, que había que derretir poco a poco con el calor de tu propio cuerpo. Nos
costaba dormirnos. El hombre de las 365 narices, que decían que se aparecía la última noche del año, acechaba nuestros
sueños. Nos desvelábamos imaginando cómo sería su rostro. Algunas noches el Míchel
ladraba nervioso en el patio y pensábamos que el hombre de las 365 narices
(bueno, entonces debía de tener solo 360 o 364) ya estaba allí, aguardando
impaciente el momento de desprenderse de aquel peso terrible, anhelando con ansia el día de Año Nuevo, el
único en que no era un monstruo. Claro que tampoco había que fiarse mucho del Míchel,
un perro loco que veía constantemente espíritus a su alrededor y al que mis
tías más que sacar a pasear al monte lo sacaban a hacer sokatira.
Otras veces, no era el hombre de las 365 narices quien nos
robaba el sueño sino el ogro, como llamaban los abuelos al mutilzaharra amargado y quejica que vivía en la casa de enfrente,
de la cual nos separaban apenas un par de metros. Una de aquellas noches, la
nochebuena de 1977, desde nuestro cuarto, comenzamos a tirar trozos de turrón
contra su ventana. Un ogro no tiene gracia si no se le hace gruñir. Era turrón del
blando, eso sí. Un turrón con sabor a fresa, una cosa moderna que no había
gustado a nadie en la cena y que nos habían dejado a los niños, a quienes,
comparado con los Cheiw de fresa ácida aquel turrón también nos parecía una
mierda pinchada en un palo. Así que nos dio por tirarlo contra la ventana del
ogro. Mi hermana pequeña fue la última en arrojar el proyectil. “¡Uy, casi al
señor!”, exclamó. Y cuando, extrañados, nos asomamos los demás, en lugar de los
trozos de turrón resbalando como babosas por el cristal, nos encontramos al
ogro mirándonos malhumorado con su única ceja fruncida. “Ahora mismo voy a
contárselo a vuestros abuelos”, dijo. Y cerró la ventana. Nosotros nos
dispersamos. Cada uno se escondió donde pudo, debajo de las camas, en los
armarios. Yo bajé corriendo las escaleras y me encerré en un cuarto que había
junto a la bodega y al que, esas navidades, nos habían prohibido entrar. Me
imaginé que nadie me buscaría allí. El cuarto de la asociación, lo llamaban, y
nosotros nos preguntábamos qué clase de asociación era aquella, pues en las
paredes había posters de Brigitte Bardot y de Nadiuska, aunque a veces también
allí podías encontrarte la vitrina con la virgen que iba pasando por turnos de
casa en casa. Eran aquellos tiempos revueltos.
El caso es que, aquella noche, mientras escuchaba a mi madre disculparse avergonzada ante el ogro, los vi. Todos aquellos paquetes, envueltos en papel de regalo. Los mismos paquetes que a la mañana siguiente aparecieron a los pies de nuestras camas, mientras la radio anunciaba que esa madrugada, a los 88 años de edad, Charlie Chaplin, Charlot, había muerto. Creo que, de los niños, fui el único que oyó la noticia. El único que todavía no había comenzado a desenvolver su regalo. Recuerdo a mi madre mirándome, con una sonrisa triste y cómplice. Yo comprendí y abrí mi paquete. Era una caja de Magia Borras, con su varita, su baraja, sus monedas… Y con su librito de instrucciones, en el que se explicaban todos los trucos de magia. De aquella magia que de repente se desvanecía y cobraba, al mismo tiempo, otro significado.
«Toda mi escritura es híbrida, no distingo entre géneros porque todo lo que escribo nace por necesidad»
En “La ciudad del fin del mundo”, la
última obra de Beñat Arginzoniz, el escritor bilbaíno nos presenta un Bilbao
apocalíptico, una ciudad de almas en pena que un asesino en serie recorre
rematando, y haciendo un favor de paso, a legiones de muertos vivientes, en una
novela de trazos a ratos oníricos, siempre ágil y con la inconfundible voz
lírica del autor de “Pasión y muerte de Iosu Expósito”
Publicada por El Gallo de Oro,
“La ciudad del fin del mundo” cuenta con una magnífica portada (en la que se
reconoce la Plaza Unamuno, del mismo modo que en la camiseta de uno de los
protagonistas se adivina la leyenda Eskorbuto) e ilustraciones de Iñigo
Zaitegui. Es esta una novela visceral, cruda (como las propias respuestas a
esta entrevista), cortada sin embargo con el cuchillo de la poesía, que
Arginzoniz, escritor, librero y editor, siempre mantiene afilado y blande en
cada una de sus obras, como la ya mencionada “Pasión y muerte de Iosu
Expósito”, “El evangelio del hombre” o su reciente biografía de Camarón de la
Isla.
La ciudad del fin del mundo es una novela apocalíptica, con un Bilbao
terminal, y su publicación ha coincidido con la pandemia, aunque está escrita
con anterioridad ¿cuánto hay de casualidad y cuanto de anticipación, de retrato
de una civilización que se desmorona?
Este desmoronamiento viene
de lejos, pero nadie ve el mal cuando está demasiado cerca. Es verdad que hay un
nuevo orden mundial bajo la mentira de palabras como progreso o democracia; es
verdad que hay una desaparición de la verdad del mundo, la que nace de los
pueblos libres y de sus culturas vivas; y también es verdad que hay una
anestesia general y un lavado de cerebro brutal provocado por las pantallas.
Vivimos en una época donde todo el mundo opina, repite eslóganes, se promociona
a sí mismo y se cree el protagonista del universo, estos síntomas de
infantilismo son los propios de una época oscura. En mi novela hablo
simplemente de la muerte del espíritu, de una vida sin poesía. El protagonista
busca un corazón en un mundo sin corazón, y el delirio paranoico del
apocalipsis es su última esperanza. Sueña con un nuevo mundo, y con una nueva
luz sobre la que asentar la vida.
A pesar del tema y el argumento de la novela, de su crudeza, no
renuncia a su propio estilo, siempre tan unido a la poesía, al lenguaje lírico,
¿se podría decir que es una seña de identidad también de sus obras narrativas?
Toda mi escritura es
híbrida, no distingo entre géneros porque todo lo que escribo nace por
necesidad. Escriba sobre Camarón o sobre Eskorbuto, elabore un ensayo sobre el
Jai Alai o haga una reescritura de los evangelios, todo tiene un mismo vuelo
poético. La poesía es una forma de expresarse que va directa al corazón. Además,
si yo abro un libro y leo una frase como: “Salí a la calle y me compré una
barra de pan”, lo cierro al momento. No
aguanto una línea de más ni el hablar por hablar de tantos escritores. Entro en
una librería y veo a la gente atrapada, en la sección de novedades, como en una
avalancha de aburrimiento.
¿Le resulta difícil pasar de la poesía a la prosa, conservando ese
pellizco lírico?
No, toda mi prosa es poética
y es espontánea, escribo sin esfuerzo, pero luego maquillo muchísimo, trabajo
con las novelas igual que con la poesía, escribo un libro en poco tiempo y lo
corrijo durante muchísimo tiempo.
A la vez, la obra discurre también con agilidad, a veces incluso a
ritmo de road movie, o incluso de
novela de caballerías, con esos dos personajes deshaciendo entuertos, ¿está de
acuerdo?
Estoy de acuerdo.
No sé si hay también un desahogo, una especie de catarsis en ese
personaje, ese asesino en serie que va cargándose a periodistas, políticos,
policías…
Si la novela no participa de
la vida de uno no merece la pena escribirla. Se escribe por necesidad o por
agradecimiento, en el caso de “La ciudad del fin del mundo” es un libro escrito
para alejar de mí una situación personal complicada. Tuve miedo de publicarlo
porque nunca he visto un libro tan crudo, en el sentido de que no he transigido
con nada, quizá sólo Fernando Vallejo sea comparable en ese sentido. En
cualquier caso no volveré a escribir un libro así, no he podido evitarlo. Creo
que mucha gente se dice: quiero ser poeta, y se ponen a escribir versos de
amor. O se dicen, quiero ser escritor, se ponen una pipa en la boca y se creen
Arthur Conan Doyle, son gente que no escribe por necesidad y por lo tanto no
son escritores, son, en todo caso, impostores. Ocupan un lugar que no les
corresponde, Hermann Broch los consideraba directamente delincuentes. Pero
bueno, todo el mundo vale para todo, ¿no?, y todo el mundo puede si quiere,
¿verdad?, pues adelante, que sigan oscureciendo el mundo.
Para acabar, ¿cómo está viviendo usted toda esta situación de la
pandemia, como editor en El Gallo de Oro, y como librero, cómo percibe que está
afectando a la literatura?
Como editor y como librero estoy preocupado, sin embargo las ventas no han caído demasiado. A mí lo que me preocupa de verdad es la deriva general de todo, la pandemia ha acelerado muchos de los planes de las élites. Imposición de la enseñanza digital en los colegios, teletrabajo, compras online a grandes empresas. Los resultados están siendo los mismos que los de una guerra, empobrecimiento de unos y enriquecimiento de otros, medidas extremas de control de la población, leyes contra el pueblo, restricción de derechos y libertades, manipulación masiva desde la televisión y un largo etcétera. Para qué seguir, a mí ya sólo me interesa la poesía.