FIAMBRE
FIAMBRE
Patxi Irurzun
Usted, abuelo, siempre fue un poco puñetero. Incluso para palmarla: la víspera del chupinazo, tuvo que estirar la pata – o sea, el muñón-.
Estaba tan contento sentadito en su silla de ruedas y de repente su corazón se paró, silenciosamente, como un viejo motor que no da más de sí, ni siquiera para hacer aspavientos cuando revienta.
-Ya verás, ya, Mintxo- me decía – mañana nos meteremos en el cohete, y después nos comeremos unos fritos en el Cordobilla, y también nos tomaremos unos txikitos ¿no?, je, je- intentaba contagiarme su entusiasmo con su risa como un virus.
Pero yo ya estaba inmunizado y no le hacía demasiado caso. Tenía mis propios problemas. Encerrado dentro de mi cuarto oscuro recordaba aquello que dijo la Postiza, el día que usted la trajo a casa, poco después de morir la amatxi (la Txinurri, como usted la llamaba):
-A este niño le faltan un par de hervores.
La Postiza era una arpía aunque eso era lo que pensaban todos cuando me veían, tan chiquitito, tan cabezón (tanto que despanzurré a mamá al nacer y por ello papá murió al poco de tristeza), sobre todo tan enervantemente tartaja.
Y pensaba que usted , al menos, podía haberme defendido, contestar lo que la amatxi me decía cuando me atascaba y echaba a llorar enrabietado:
-Tranquilo Mintxo, lo que te pasa a tí sólo es que eres un poco más lento, pero eso es porque en la cabeza te caben muchas más cosas que a los demás.
Sin embargo, no abrió la boca, sólo se encogió de hombros y permitió que los insectos que le correteaban por la entrepierna le esculpieran una sonrisa, je, je, en honor de esa mala mujer. Creo que fue entonces, y lo tuvo merecido, cuando la Postiza comenzó a hacerle la vida imposible. Y cuando yo, claro, dejé de prestarle atención, abuelo.
Vivía, pues, encerrado en mí mismo, aunque desde que la Postiza también, ejem, ejem, murió, la relación entre usted y yo había mejorado. Los demás me habían castigado en el cuarto oscuro pero ahora comprendía que yo nunca había intentado abrir la puerta y había preferido vivir a oscuras, amargado, resentido, incapaz de querer a nadie… En cierto modo, igual que usted. La diferencia estaba en que a usted le había pasado eso porque había abierto la puerta con demasiado ímpetu y se había dado con ella en las narices. Quería tanto a la Txinurri (bastaba con oírle explicar porque le llamaba así: -Es pequeñita como una hormiga- decía cariñosamente) que al morir ella le resultó inconcebible vivir sin sentir ese amor, necesario como el oxígeno, y corrió, cojeó más bien, a buscarlo a Benidorm, y de aquel Rastro de emociones baratas para viejos verdes se trajo ese cacharro oxidado y sucio como una lata que era el corazón de la Postiza. Y se acabó el txikiteo, el mus… Y ahora que la Postiza por fin había muerto pensó que era el momento de recuperar, a toda hostia, porque a usted tampoco le podía quedar mucho- no le quedó nada, en realidad-, todo el tiempo perdido. Y ahí estaba diciendo:
-Mañana nos meteremos en el cohete….- y todos esos proyectos tan desmelenados para un calvo nonagenario que, con sólo imaginarlos, detuvieron su motorcito viejo y cansado.
En cuanto a mí si no le hice caso fue por pura rutina, pues en realidad también había decidido salir del cuarto oscuro, buscar fuera un poco de alegría, un pellizco de amor, y que mejor ocasión que los sanfermines, aquella celebración de la vida.
-Así que- pensé -usted tranquilícese, abuelo, de todas maneras iremos al chupinazo, y al encierro, que siempre le gustó tanto, aunque aquel toro traidor le llevara por delante la pierna, y a los toros, y hasta saldremos alguna noche, a ver si encontramos alguna chica tan guapa como la Txinurri ¿eh? . Claro que sí, abuelo, cumpliré su última voluntad, iremos a donde usted quiera.
-Pu….pu…pu…puñetero.