DÍAS DE INSTITUTO
En segundo de BUP en mi clase del instituto éramos 34 chicas y solo dos chicos.
Había elegido una asignatura optativa que se llamaba “Hogar”, en la que te enseñaban punto inglés o a pintar figuritas de porcelana y a la que –eso no yo no lo sabía— apenas solían apuntarse chicos.
—¡Vaya potra! —me decían los otros chavales, pero ellos se matriculaban en “Electricidad”, otra de las optativas, mucho más masculina.
Yo había elegido “Hogar” porque decían, y era cierto, que daban aprobados generales y apenas había que aparecer por clase.
Recuerdo que en una de las evaluaciones había que hacer una bufanda y yo solo fui capaz de tricotar una de poco más treinta centímetros. Y que cuando me llegó el turno de presentarla, me la puse al cuello y estiré con todas mis fuerzas de los dos extremos. Y que la profesora me miró con cara de “a quién quieres engañar”, pero luego me puso un suficiente (aunque aquella bufanda solo era suficiente para David el Gnomo).
La verdad era que conmigo aplicaban una especie de discriminación positiva, que también tenía sus inconvenientes, porque en el resto de asignaturas, cuando los profesores preguntaban resultaba mucho más difícil pasar desapercibido y siempre me tocaba salir a la pizarra a declinar algún genitivo latino o resumir El laberinto de las aceitunas.
Me pegué todo el curso en tensión, por ello, y por las chicas, que para mí eran poco menos que extraterrestres, pues yo provenía del apartheid sexual de los colegios de curas. Pasar de los escolapios al instituto supuso para mí un cambio brutal. En el instituto se fumaba en los pasillos, se faltaba alegremente a clase para ir a beber claretes al bar (¡que estaba dentro del propio instituto!), teníamos huelgas, asambleas, manifestaciones, broncas con la policía casi cada semana. ¡Y había chicas! Chicas con el pelo cardado y pantalones ajustados y chupas de cuero —con hombreras— y chapas antinucleares o de Barricada o de Kortatu. Chicas por todos los lados ¡Chicas en la clase de gimnasia!…
Aquellos días de instituto están grabados en mi memoria como si los hubiera escrito con los dedos sobre cemento fresco. Salir en los recreos a la panadería a por un bollo de pan y a la carnicería a por quince pesetas de chorizo. Comprar cigarrillos sueltos. O gorronearlos. Ir a clase hecho un zakarro, como decía mi madre, por ejemplo, con chupa vaquera, pantalones de mahón —o de arrantzale, como los llamábamos— y macuto militar (en el que, sin embargo, había escrito con boli Bic “MILI KK”); o con una carpeta forrada con pegatinas anti-OTAN o con fotos del monstruo de Iron Maiden o de Julius Erving o de Maki Navaja.
En el instituto empecé a sentirme adulto, dueño de mí mismo, libre y a saber que la libertad en realidad no consistía en tenerla, sino en perseguirla, en buscar respuestas a preguntas que nunca se resolvían y que bullían en mi cabeza, aquella cabecita confusa de quinceañero que era como un puchero de pisto hirviendo, o como una acera recién cimentada. Y eso a menudo solía suceder, además de en el bar del instituto o escapándose de los antidisturbios, en las clases de literatura o de filosofía, esa asignatura que ahora quieren cargarse, puede precisamente que para eso, para que seamos menos libres, para que no nos hagamos preguntas que no tienen respuesta, que no sirven para nada, para que nos convirtamos en ciudadanos prácticos, que votan y consumen y ven la tele y si se indignan ya tienen emoticonos con el ceño fruncido en el facebook y en el whatsapp. Para que, cuando volvamos a las cavernas, ya no nos quede el fuego ni las sombras, pero podamos optar entre “Hogar” o “Electricidad” (o entre ir al instituto o estudiar una FP para ser toreros).
Genial. Gracias por refrescar el cemento de mi memoria.