CONTRA LA LIMPIEZA.
(Colaboración para la sección Rubio de bote en ON, suplemento de los diarios del Grupo Noticias)
A mí las casas demasiado limpias me dan asco. Y yuyu. Alguien que te pide que te descalces y te pongas unas bayetas en los pies para entrar a su casa, primero, en realidad no quiere que entres a su casa, y segundo, es alguien que está como una puta cabra. Alguien que guarda en el frigo un túper con criadillas y corazones humanos; alguien que cuando por las noches sale a fumar al balcón no se traga el humo, solo hace con él señales a los raticulinianos, chiú-chiú…
Las casas como dios y el diablo mandan no parecen el quirófano del doctor Hannibal Lecter. En las casas de las personas decentes el pasillo es la calle mayor de una película del oeste y de vez en cuando cruza rodando un pelusón; en las casas de las personas de carne y hueso mirar debajo del sofá se convierte en una expedición espeleológica; en las casas… bueno, bueno, tampoco voy a seguir porque al final va a parecer que lo que soy, en realidad, es un guarro. Y aunque más vale ser guarro que asesino en serie, yo también intento domar al animal salvaje en que se convierte una casa dándole latigazos con el tubo de la aspiradora. Hay que mantener a raya a ese organismo vivo y monstruoso al que le crece exponencialmente el polvo y las bolsas de basura y la ropa para planchar. Una casa, sobre todo cuando en ella hay niños, es un campo de batalla, el sombrero de copa de un mago con síndrome de Diógenes, la máquina irrompible del caos… Por eso, precisamente, son tan sospechosas las casas demasiado limpias. En ellas no hay vida. Solo cadáveres enterrados en el jardín y porquería bajo la alfombra. Y esto se puede aplicar a todo lo demás. A las ciudades, por ejemplo. Como decía el malogrado poeta barrendero Juantxo Rada: “Las ciudades luminosas están invadidas por las sombras”. En una ciudad luminosa la gente no se ve la cara en los espejos ni en los ojos de los demás, sino mirando al suelo resplandeciente, que es una losa mortuoria puesta del revés. En las ciudades inmaculadas cuando se te cae una pestaña al suelo te condenan a trabajos forzados porque la higiene es una religión y porque sus alcaldes se llevan un 10% de la subcontrata de limpieza. En las ciudades resplandecientes se levantan templos con una reliquia de Don Limpio (un mechón de pelo, del día que se le cayó tras confundir el bote de champú con el de Zotal) y se cierran consultorios médicos porque ponerse enfermo es una cosa de herejes, de gente infeliz y sucia, que tiene mala salud solo para joder. En las ciudades “japi” cuando las alcaldesas sonríen se ríen de ti, pero a nadie le importa porque tienen la dentadura muy bonita. Una ciudad esplendorosa, en fin, es lo más parecido a una ciudad llena de mierdas de perro. Unas tú las pisas y otras te quieren pisar. Y las casas de las ciudades sospechosamente limpias están llenas de hombres y mujeres-mopa, que al final lo único que hacen es mirarse las pelusas del ombligo. La obsesión por la limpieza, en suma, es propia de gente sin inquietudes ni criterio, gente con mucho tiempo libre y que no sabe qué hacer con él. Claro que esa es solo mi opinión. Supongo que también habrá quien piense que para escribir todas estas tonterías mejor ponerse a hacer los baños. Y no le digo yo que no.
http://issuu.com/gruponoticias/docs/on290314 (Página 15)
Apúntate 7… siempre con tu toque maestro, tú sí que eres un Don Limpio (y fijo que das esplendor).