EL ÚLTIMO, MOCO VERDE
—¡Y ahora vamos a jugar al juego de las sillas! —exclamó Bob Esponja, con una voz pituda que era clavada a la de la animadora del hotel.
Al oírla, los niños corrieron hasta donde estaban sentados sus papás y mamás y los defenestraron de sus sillas sin que los progenitores pudieran hacer otra cosa que rodar por el suelo como albóndigas humanas, atorados como estaban por los excesos del bufé. Únicamente se libraron los que haciendo caso omiso de las indicaciones de Bob Esponja (“¡Solo los niños, los mayores que sigan tomándose sus mojitos!”) acompañaron a sus retoños para participar en el juego. Este dio comienzo al son de la música corporativa de la cadena de hoteles y los futuros clientes, perdón los niños, la acompañaron de una coreografía que habían aprendido a la fuerza, puesto que cada animación comenzaba y finalizaba con ella.
Así que allá estaban, una docena de padres participando de la mano de sus pequeños, a los cuales iniciaban en todas las triquiñuelas del juego. En cada ronda, cuando cesaba la música, los padres agarraban en volandas a sus hijos y los colocaban en las sillas libres, o desalojaban de un culazo a los chavales más desamparados, los que jugaban solos, los que habían sido sacrificados por un triste mojito en vaso de plástico… Se lo tomaban muy en serio, esos padres, como si les fuera la vida en ello o al ser eliminados les fueran a condenar a sentarse en el comedor junto al baño que olía a tubería. A pesar de ello, en una de esas, uno de los padres se despistó y su hija se quedó sin silla. Todos tragamos saliva, porque la niña era famosa en el hotel: se la conocía como la niña-sirena, y no precisamente por sus evoluciones en la piscina, donde más bien se dedicaba a utilizar sus manguitos como nunchakus, sino porque, comparada con su voz, la del falso Bob Esponja parecía la de un tenor.
—¡Auuuuuuuuú! —activó la alarma la criatura, al tiempo que se abalanzaba sobre una de las sillas y se aferraba a ella.
El padre, por su parte, en cuanto se reanudó la música cogió de nuevo de la mano a su hija y la incorporó al juego con tan mala fortuna que en la siguiente pausa musical uno de los chavales que jugaban solos y que esa noche en la cena había repetido tres veces sanjacobo, al disputarle la silla, repelió a la niña-sirena de un barrigazo y esta acabó estampada contra el suelo.
—¡Ohhhh! —se sumaron al coro ahora el resto de papás y mamás, la mayoría de ellos con hijos aquejados de baja tolerancia a la frustración, mientras que unos pocos nos mirábamos con complicidad y conteníamos la risa cabrona.
Por desgracia, la vida, que en tantas ocasiones es también un juego de sillas, rara vez aplica la misma justicia poética. En ella las sillas se mueven a conveniencia, para que se sienten los culos que juegan con papás y con padrinos y con sirenas que se activan cuando algo no sale como estaba previsto. En la vida, por desgracia o tal vez porque hay padres que educan a sus hijos en el pufo y en el “el último moco verde”, los barrigazos se los llevan quienes han cogido la silla por derecho propio, sin ayuditas extras ni Bob Esponjas de pega que no siempre son el mejor amigo que puedas tener y hacen la vista gorda o no mandan parar la música cuando el juego está amañado.
Publicado en ON, suplemento de los diarios del Grupo Noticias
http://issuu.com/deia.com/docs/binder2 (Página 7)
Etiquetas: rubio de bote
gracias por estos momenticos