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CUANDO NADA VALE NADA

Abr 17, 2025   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Rubio de Bote (29/03/25)

Cada vez que voy a entrar en un supermercado y veo en la puerta a alguien pidiendo viene a mi cabeza aquella canción de Soziedad Alkóholika titulada Cuando nada vale nada: “Yo he sido otro más/ Otro más de los que su vista apartó / al pasar por tu lado/ Quise disimular / Como si no fuera nada conmigo” .

Tal vez recurro a la canción porque no sé cómo describir la sensación que suele adueñarse de mí en esas situaciones, esa mezcla de incomodidad, vergüenza, culpabilidad…

“¡Buenos días, señor!”, me lanzó, por ejemplo, un saludo el otro día un africano, sentado a la puerta del súper. Lo hizo desde muy lejos, cuando aún me quedaban unos cincuenta metros para llegar a la tienda. Disimuladamente miré a mi alrededor y vi que en ese momento no había nadie más cerca, ningún carrito tras el que parapetarme. Solo podía dirigirse a mí. “¡Buenos días!”, le contesté, y me di cuenta de que tal vez debía de haber esperado un poco más, pues aún me faltaban unos cuantos pasos para llegar hasta donde estaba. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Darle una moneda? Lo suyo era hacerlo al terminar las compras (e incluso, como ahora sales del súper desplumado, podríamos fundirnos los dos en un abrazo solidario). Me puse nervioso y para ganar tiempo, me llevé la mano al bolsillo trasero del pantalón, donde suelo guardar un trapito para limpiar las gafas. Es un gesto que repito a veces, no porque realmente estén sucias −que también−, sino porque de ese modo, igual que cuando los niños se tapan la cara creen que nadie los ve, yo, hipermiope, pienso que sin gafas también desaparezco del mundo.

Inmediatamente me di cuenta del error, pues el africano pensó que iba a sacar la cartera. En su cara se dibujó una mueca de decepción. Y yo pasé de largo, como un miserable, un aporofobo que no solo no había dado limosna a aquel hombre sino que además me había reído de él, lo había humillado. Durante el tiempo que estuve en la tienda no podía dejar de darle vueltas. Decidí que al salir no aprovecharía como otras veces para escabullirme entre los clientes que entraban o salían, o que no me justificaría con esas recomendaciones de algunas asociaciones humanitarias que piden no dar limosna para no favorecer a las mafias, y que le entregaría dos euros, lo cual, para mí que soy de natural rata, además de escritor, es toda una fortuna.

−¡Gracias, señor, que tenga un buen día! −se despidió amablemente el hombre cuando dejé la moneda en su vaso, lo cual no me tranquilizó −que es a fin de cuentas lo que buscamos cuando damos limosna: dárnosla a nosotros mismos, calmar con un hueso al perro de nuestras conciencias−. En el fondo, sabía que aquel hombre lo que realmente estaba pensando de mí −y con toda la razón− era: “¡Payaso!”.

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