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SAN FERMÍN ZOMBI

Jul 10, 2022   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias). 09/07/22

Pablo Sarasate se levantó de su tumba, un mausoleo en el cementerio de Pamplona, a las doce del mediodía del seis de julio, es decir, a la misma hora que en el centro de la ciudad estallaba la fiesta. “¡Qué solos se quedan los muertos”!, exclamó al ver el camposanto vacío, rememorando a Gustavo Adolfo Bécquer —y a Tijuana in blue—. Y echó a andar en dirección al casco viejo, en busca de un poco más de vidilla. Le costaba caminar. Sentía las piernas agarrotadas y por la comisura de la boca se le escapaba una baba negra, pero no le dio importancia, le pareció normal después de más de un siglo muerto. Tenía hambre, y eso también le parecía normal, lo que era más raro es que tuviera ganas de morder a las personas con las que empezó a cruzarse. Pero a la vez no podía evitarlo, era algo que estaba en su naturaleza.

 “Soy un muerto viviente”, aceptó su condición. Y para reafirmarse lanzó un gruñido acompañado de un violento pizzicato de su violín a un grupito de adolescentes-croqueta que regresaban del chupinazo rebozados en harina y kalimotxo. Los jóvenes primero se sobresaltaron, pero luego rompieron a reír. “La inconsciencia de la juventud”, pensó el violinista. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que lo que provocaba entre el resto de viandantes no era terror, sino repugnancia. Los veía apartarse uno o dos metros, pero desde luego no salían huyendo despavoridos. Incluso, conforme fue adentrándose en calles abarrotadas como Jarauta o San Nicolás, algunos de ellos comenzaron a agarrarle por el hombro y a saltar con él.

“¡Alcohol, alcohol, alcohol!”, cantaban. Lo hacían fatal, y al músico se le cayeron el alma y las orejas varias veces al suelo. Pero se cobró su venganza mordiendo en el cuello a los que más desafinaban. Tampoco entonces cundió el pánico, porque la verdad era que a aquellos tipos no se les notaba mucho la diferencia antes y después del bocado.

Pablo Sarasate, una vez saciada su hambre y su sed de sangre, decidió cumplir con la tradición y se encaminó al hotel La Perla, desde uno de cuyos balcones interpretaría con su violín un pequeño concierto. Le costó un poco convencer al portero. Nada que no se arreglara con un buen trascado en la garganta. Luego, una vez en la habitación 207, se asomó a la Plaza del Castillo y comenzó a tocar. La verdad era que al propio Sarasate le costaba escuchar su música en medio de aquella ruidera: las terrazas abarrotadas de gente, las barras de la plaza, un DJ sobre un escenario pinchando El tractor amarillo… Así que finalmente desistió y, decepcionado, decidió regresar sobre sus pasos. Como estaba cansado probó suerte en la tómbola, a ver si le tocaba el coche o un patinete eléctrico, pero solo le salieron boletos para el “Sorteo nº 10 vale de compras”.

Tardó casi tres horas en hacer el camino de vuelta. La ciudad entera estaba plagada de gente que, como él, caminaba tambaleándose, echando espumarajos por la boca, con la ropa sucia y hecha jirones… Parecían zombis, pero igual no lo eran.

Una vez en el cementerio, Pablo Sarasate entró a su mausoleo. Consultó su calendario. Su siguiente turno como muerto viviente le tocaba dentro de cien años, durante otros sanfermines. Cerró los ojos. Antes de quedarse dormido se preguntó aterrorizado si cuando volviera a despertarse todo seguiría igual en Pamplona.

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