Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 08/07/2022
El
19 de marzo de 1956 Luis
Martín-Santos,
el autor de Tiempo
de silencio,
fue detenido en Pamplona por la policía política franquista, junto
con, entre otros, el también escritor Juan
Benet.
Esto, que puede parecer algo anecdótico —o una aldeanada—, tiene
sin embargo su repercusión en la novela, una de las obras
fundamentales de la literatura española del siglo XX, pues en el
descenso a los infiernos de Pedro, el joven médico e investigador
protagonista, se narra igualmente una detención (se le acusa de
practicar un aborto), un interrogatorio y una noche en el calabozo.
Es cierto que no fue la única ocasión en la que el escritor fue
detenido y que, al igual que el protagonista, pasó por la siniestra
Dirección General de Seguridad en Madrid, pero el de Pamplona sí
fue su primer encontronazo con la policía y ello (el desamparo, la
impotencia) debió sin duda de marcarle. Probablemente fue en
Pamplona donde Martín-Santos escuchó esa frase que se reproduce en
la novela: “Ustedes, los inteligentes, son siempre los más
torpes”.
Martín-Santos
pasó buena parte de su infancia en Donosti, donde también fue años
más tarde director del psiquiátrico provincial y activo miembro en
diferentes asociaciones culturales y políticas; y murió, con solo
treinta y nueve años, en un accidente de coche en Vitoria.
Hay
ciudades tan descabaladas… Contamos
esto por la parte que nos toca y también porque el reflejo de la
vida del autor en Tiempo
de silencio no
puede obviarse: el café Gijón y su fauna literaria, a la que
Martín-Santos vivisecciona en un pasaje del libro; la sensación de
castración, de fatalidad, de resignación que atraviesa toda la obra
y que tantas veces debieron de vivir en carnes propias bajo el
franquismo las almas y las cabezas inquietas, libres y creativas como
la de Martín-Santos; la frustración del joven investigador (Pedro
está estudiando la evolución del cáncer hereditario en una cepa de
ratones y lo hace en unas condiciones de abandono e indiferencia
institucional que todavía, sesenta años después, perduran)…
Pero
la importancia y la ruptura de Tiempo
de silencio
tienen que ver además, o sobre todo, con los aspectos formales.
Publicada en 1962, cuando la corriente literaria dominante era el
realismo social, Tiempo
de silencio
viene a ser como si de repente irrumpe una drag queen en una misa de
los Legionarios de Cristo. Todo en la novela es excesivo: los
neologismos, los soliloquios, los latinismos y las referencias
bíblicas, las frases interminables —es memorable la descripción
que hace de Madrid en una de ellas, que ocupa varias páginas: “Hay
ciudades tan descabaladas (y aquí un largo paréntesis) que no
tienen catedral”—, los rodeos, las retorcidas perífrasis y
pleonasmos —“soberbios alcázares de la pobreza”, llama a las
chabolas—…, todo parece ideado para romper con la sobriedad y el
aprisionamiento estético del realismo social, que, no obstante,
Martín-Santos también cultivó e incluso parece ser que intentó
llevar al extremo en una novela titulada Vientre
hinchado,
que calificó como bajorrealista (quizás una precursora del realismo
sucio, no lo sabemos, pues nunca se llegó a publicar y el manuscrito
está perdido). Es más, la propia Tiempo
de silencio
se adhiere a menudo a ese realismo social, evidentemente no por sus
aspectos formales, como hemos visto (todos esos excesos que buscan de
algún modo dinamitar la literatura en boga de la época, pero que a
la vez, son una bomba que estalla tiempo después, pues leída hoy la
novela también deja una metralla que tiene una clara intención
sarcástica o paródica) sino por algunos de los ambientes que
aparecen descritos: el poblado chabolista, los burdeles, la pensión…
La
influencia de Baroja y de Joyce Se
aprecia en ello la influencia de Baroja,
del Baroja de La
busca,
de los descampados, los cementerios, los bajos fondos de Madrid…, o
del Baroja de El
árbol de la ciencia ysu
apático protagonista, Andrés Hurtado. A Martín-Santos, por cierto
y a modo de curiosidad, le fue hurtadopor
motivos políticosun
premio literario que llevaba precisamente el nombre del escritor
vasco, Premio Pío Baroja, al que concurrió con la novela que hoy
comentamos, Tiempo
de silencio, ycon
el seudónimo Luis
Sepúlveda —el
nombre que usaba en la clandestinidad—, es decir, el mismo del
escritor chileno (aunque este comenzaría a publicar unos años
después).
Además de Baroja otra influencia innegable en Tiempo de silencio es la de James Joyce y su Ulises, que reconocemos en la vocación experimental, el uso del monólogo interior, la alternancia de técnicas y estilos, la odisea del personaje, su periplo urbano… Se cumplen precisamente este 2022 cien años de la publicación de esta obra, Ulises, que tiene fama de derrotar, en todos sus sentidos, a los lectores (al menos uno de ellos, Martín-Santos, parece evidente que llegó a leerla entera), y que está considerada una de las cumbres de la literatura universal. En Dublín, la ciudad en la que transcurre, se conmemora todos los años con el Bloomsday, una jornada en la que algunos dublineses y visitantes se visten como los protagonistas de la obra, recorren los mismos lugares que estos, etc. Tiempo de silencio, por su parte, celebra este año sesenta años desde su publicación, es un decir –lo de celebra—, porque, a diferencia del Ulises, no se tiene constancia de soplidos de velas.
El
tiempo de la anestesia Pese
a lo cual, la novela nunca ha hecho honor a su nombre y a lo largo de
los años ha sido repetidamente reivindicada. Vicente
Aranda,
por ejemplo, llevó al cine la adaptación de Tiempo
de silencio
en 1986, con reparto de lujo: Paco
Rabal, Victoria Abril, Charo López
y los hermanos Alcántara, es decir, Juan
Echanove
e Imanol
Arias,
este en el papel protagonista. En 2018 fue adaptada al teatro por La
Abadía;
y La
oreja de Van Ghog
cita el libro en la letra de una de sus canciones, Rosas:
“Desde
el momento en que te conocí/resumiendo con prisas
Tiempo de silencio”,
en donde no es difícil adivinar una alusión a la novela como
lectura obligatoria en la educación secundaria de los ochenta y
noventa (o sea, el BUP) y a las dificultades que un adolescente podía
encontrar ante una novela tan compleja como esta, cuyas novedades
formales quizás han perdido vigencia y exigen una contextualización,
pero cuyo fondo se mantiene de rabiosa actualidad, como vemos en este
párrafo que es además el que explica el título de la obra y que
perfectamente podríamos aplicarnos: “Estamos en el tiempo de la
anestesia, estamos en el tiempo en que las cosas hacen poco ruido. La
mejor máquina eficaz es la que no hace ruido. La bomba no mata con
el ruido sino con la radiación alfa que es (en sí) silenciosa, o
con los rayos de deutones, o con los rayos gamma o con los rayos
cósmicos, todos los cuales son más silenciosos que un garrotazo (…)
Es un tiempo de silencio”.
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias). 09/07/22
Pablo Sarasate se levantó de su tumba, un
mausoleo en el cementerio de Pamplona, a las doce del mediodía del seis de
julio, es decir, a la misma hora que en el centro de la ciudad estallaba la
fiesta. “¡Qué solos se quedan los muertos”!, exclamó al ver el camposanto
vacío, rememorando a Gustavo Adolfo Bécquer —y a Tijuana in blue—. Y echó a
andar en dirección al casco viejo, en busca de un poco más de vidilla. Le
costaba caminar. Sentía las piernas agarrotadas y por la comisura de la boca se
le escapaba una baba negra, pero no le dio importancia, le pareció normal
después de más de un siglo muerto. Tenía hambre, y eso también le parecía
normal, lo que era más raro es que tuviera ganas de morder a las personas con
las que empezó a cruzarse. Pero a la vez no podía evitarlo, era algo que estaba
en su naturaleza.
“Soy un
muerto viviente”, aceptó su condición. Y para reafirmarse lanzó un gruñido
acompañado de un violento pizzicato de su violín a un grupito de
adolescentes-croqueta que regresaban del chupinazo rebozados en harina y
kalimotxo. Los jóvenes primero se sobresaltaron, pero luego rompieron a reír.
“La inconsciencia de la juventud”, pensó el violinista. Sin embargo, no tardó
en darse cuenta de que lo que provocaba entre el resto de viandantes no era
terror, sino repugnancia. Los veía apartarse uno o dos metros, pero desde luego
no salían huyendo despavoridos. Incluso, conforme fue adentrándose en calles
abarrotadas como Jarauta o San Nicolás, algunos de ellos comenzaron a agarrarle
por el hombro y a saltar con él.
“¡Alcohol, alcohol, alcohol!”, cantaban. Lo
hacían fatal, y al músico se le cayeron el alma y las orejas varias veces al
suelo. Pero se cobró su venganza mordiendo en el cuello a los que más
desafinaban. Tampoco entonces cundió el pánico, porque la verdad era que a
aquellos tipos no se les notaba mucho la diferencia antes y después del bocado.
Pablo Sarasate, una vez saciada su hambre y su
sed de sangre, decidió cumplir con la tradición y se encaminó al hotel La
Perla, desde uno de cuyos balcones interpretaría con su violín un pequeño
concierto. Le costó un poco convencer al portero. Nada que no se arreglara con
un buen trascado en la garganta. Luego, una vez en la habitación 207, se asomó
a la Plaza del Castillo y comenzó a tocar. La verdad era que al propio Sarasate
le costaba escuchar su música en medio de aquella ruidera: las terrazas
abarrotadas de gente, las barras de la plaza, un DJ sobre un escenario
pinchando El tractor amarillo… Así
que finalmente desistió y, decepcionado, decidió regresar sobre sus pasos. Como
estaba cansado probó suerte en la tómbola, a ver si le tocaba el coche o un
patinete eléctrico, pero solo le salieron boletos para el “Sorteo nº 10 vale de
compras”.
Tardó casi tres horas en hacer el camino de vuelta.
La ciudad entera estaba plagada de gente que, como él, caminaba tambaleándose,
echando espumarajos por la boca, con la ropa sucia y hecha jirones… Parecían
zombis, pero igual no lo eran.
Una vez en el cementerio, Pablo Sarasate entró a su mausoleo. Consultó su calendario. Su siguiente turno como muerto viviente le tocaba dentro de cien años, durante otros sanfermines. Cerró los ojos. Antes de quedarse dormido se preguntó aterrorizado si cuando volviera a despertarse todo seguiría igual en Pamplona.
No lo puedo evitar. Cada cierto tiempo
tengo un arrebato de nostalgia y —como me sucedió recientemente con Los
enanos de Concha Alós— compro un
libro Reno, una de aquellas novelas que se publicaban en los años sesenta,
setenta u ochenta y que venían a ser la versión celtibérica de la literatura pulp,
es decir, libros baratos, cuyas páginas amarilleaban pronto, al tiempo que
las cubiertas (magníficas, por otra parte: parecían carteles de cine) se
arrugaban y hacían jirones. Pulp alude, de hecho, a la pulpa de celulosa
con que se editaban, que solía ser de muy baja calidad. Los libros Reno, sin
embargo, no eran propiamente lo que conocemos como literatura de quiosco
(novelas de género, policiacas, del oeste, románticas, escritas como churros y
firmadas por autores como Marcial Lafuente
Estefanía, Corín Tellado o Silver
Kane); no, los libros Reno pretendían “difundir por medio de ediciones
económicas los éxitos más señalados de la literatura contemporánea y la obra de
los autores más famosos. El precio de venta de cada una de estas colecciones
las convierte en las más asequibles de cuantas se publican en idioma
castellano; y si se considera la extensión media resulta evidente que son
igualmente baratas, sin que lo barato sea, en este caso, sinónimo de inferior
calidad”.
Y tanto, porque en la colección de libros
Reno uno podía encontrarse con títulos como Trampa 22 de Joseph Heller, Hambre de Knut Hamsun, El enamorado de la osa
mayor de Sergiusz Piasecki… o Los
enanos de Concha Alós.
¡Escándalo! El recorrido literario y
vital de esta escritora valenciana, su auge y caída y auge de nuevo, podría
asemejarse al devenir de un libro Reno, a esas páginas que tras gozar de gran
popularidad acaban otoñándose en librerías de segunda mano, sepultadas por la
esplendorosa irrupción cada año de miríadas de obras maestras y autores que, si
hacemos caso a las fajas promocionales de sus novelas, subirán en cohete al
Olimpo literario.
La hasta hace bien poco olvidada Concha Alós ganó el Premio Planeta en dos ocasiones, una en 1962, con el libro que hoy comentamos —galardón del que, no obstante, fue despojada, pues al parecer había comprometido los derechos del libro anteriormente con una editorial rival— y otra dos años más tarde, con Las hogueras. Se le auguraba, pues, una carrera prometedora, finalmente truncada, que acabó conduciéndola a una injusta desmemoria como consecuencia de un cúmulo de circunstancias. Por una parte, su propia peripecia vital. Tras casarse con Eliseo Feijoó, director del diario mallorquín Baleares, se enamoró de un por entonces joven tipógrafo —once años más joven que ella, ¡escándalo!— con el que acabaría dejando la isla para establecerse en Barcelona, donde él se convertiría en un laureado escritor, en buena medida gracias a Concha Alós, que sacrificó * su propia carrera para ejercer de agente de Baltasar Porcel, ese era el nombre del tipógrafo. Por otra parte, los temas que abordaba Alós en sus novelas no eran nada complacientes con la moral de la época: prostitución, aborto, homosexualidad… Y mucho menos si quien se ocupaba de ellos era una mujer. La fama de Concha Alós se desvanecería así poco a poco. Incluso ella se olvidó de sí misma. Murió enferma de alzhéimer, y a su funeral, cuenta la necrológica de El País, titulada Concha Alós, escritora del lado oscuro de la sociedad, los únicos nombres de la cultura que acudieron fueron la cantante María del Mar Bonet y el fotógrafo Toni Catany.
Una novela enorme Sin embargo, del mismo modo que los libros Reno no han resultado en realidad de una calidad tan ínfima (de hecho, todavía sesenta años después, aunque con la camisa desgarrada y la ictericia en la piel de sus páginas, se conservan en relativo buen estado), Los enanos resucita en una reciente reedición de La navaja suiza que vuelve a poner de actualidad y reivindica la importancia de la autora en la literatura española.
Los enanos es, efectivamente, una novela enorme. En
ella se retratan, en una serie de estampas que pueden adscribirse al realismo
social, las vidas de varios huéspedes de una humilde pensión barcelonesa: una
antigua artista de variedades, la prostituta Sabina, Mohatá, el boxeador marroquí
que pierde todos los combates… Novela coral, las historias de todos ellos se
entrecruzan en un destino común patético y desesperanzado, del mismo modo que
en las pensiones las conversaciones, los gemidos de los colchones, las toses y
ventosidades, atraviesan las paredes. En la pensión Eloísa todos saben todo de
todos y se comparten, además del retrete, las mezquindades y los pequeños
sueños (como por ejemplo tener piso propio, incluso cuarto propio).
Las páginas de Los enanos huelen a
puchero y orinal y se acercan a veces al tremendismo (en ellas nos vamos a
encontrar, por ejemplo, con un niño al que dan de beber vino, con ratas que
trepan por las paredes del patio o con una patrona que enseña un cuarto a
posibles nuevos clientes durante el velatorio del anterior huésped). Pero a la
vez, junto a toda la sordidez que rezuman esas páginas, se trufan otras
escritas por una de las inquilinas de la pensión con un tono más luminoso, más
poético, y en las que la autora desliza algunas experiencias autobiográficas,
como la antes referida: su fuga por amor, por un amor proscrito para la
mentalidad de la época, desde Mallorca a Barcelona. Estos capítulos
alternativos de la novela dan a la misma cierto hilo argumental que en las
escenas referidas a la vida cotidiana de la pensión es deslavazado, casi
costumbrista, y se compone de fotogramas robados a la vida de puertas adentro
en la España de mediados del siglo XX, la España de los sabañones, la botella
de anís escondida en la alacena o el hueso de jamón zambullido en la sopa.
La
literatura de las cosas pequeñas y feas En Los enanos,
además de todo eso, también es posible encontrarnos con frases tan desasosegantes
y hermosas como esta: “Junto a la carne fofa sintió un rítmico latido, como si
estuviera apretada contra un buey muerto que se hubiera tragado un reloj”; o
con pequeños mecanismos literarios a los que se da cuerda de una manera casi
imperceptible en un capítulo y se ponen en marcha en otro, muchas páginas más
adelante, cuando ya nos habíamos olvidado de ellos (el niño al que emborrachan
con vino, por ejemplo, empuja y olvida un pequeño taburete por toda la casa, y
es con ese taburete con el que más adelante tropieza y se descalabra el huésped
del cuál ofrecen la habitación estando todavía este de cuerpo presente).
Concha Alós narra con maestría, pero su
principal virtud es la de conseguir hacer literatura de las cosas pequeñas y
feas, de los personajes insignificantes, los desheredados y los torpes, los
vapuleados por la vida, como Mohatá, el boxeador marroquí, flaco y desnutrido,
que pierde todos los combates, y que funciona como metáfora de los perdedores,
de esos enanos a los que hace alusión el título. “Somos enanos rodeados de enanos, y los
gigantes se esconden para reírse”, encabeza la novela la autora (antes, al
menos —apostillamos nosotros— los
gigantes tenían cierta vergüenza, ahora se ríen de nosotros sin disimulo, de
manera ostentosa).
Toda la novela tiene, en definitiva, una luz tenue, triste, de bombilla desnuda y titilante, pero también entra de vez en cuando el sol por las ventanas del patio, espantando a las ratas, y Concha Alós no arrebata por completo a sus personajes la oportunidad de levantarse de la lona, de modo que al final el boxeador Mohatá, o Sabina, la prostituta, también podrán huir de la pensión Eloísa, burlar al destino, del mismo modo que lo hacen, sesenta años después, la propia autora y su novela, Los enanos, una novela enorme que ha pasado demasiado tiempo malviviendo olvidada en una pensión de mala muerte.
*Sobre esto, al contrario de lo que señalan otros artículos y necrológicas, el periodista y escritor Sergio Vila-San Juán, autor de la biografía de Baltasar Porcel El joven Porcel nos matiza que si bien Concha Alós tradujo algunas obras del escritor ni fue su agente ni sacrificó su carrera por él. Al contrario, dice, le ayudó a ganar el Planeta en dos ocasiones.