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MEMORIA

Mar 7, 2022   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (suplemento de diarios Grupo Noticias), 05/03/22

Cada mañana, cuando entro a Facebook, la máquina implacable del tiempo me trae al frente del muro, que a veces es un paredón, los recuerdos de hace seis, cinco, doce años, no sé muy bien cuáles son los caprichos del algoritmo, pero en todo caso siempre soy más joven. Hoy, sin ir más lejos, ha aparecido la foto de los superhéroes de barrio, cuando en otros carnavales nos pusimos los leggins con brilli-brilli de los chinos, el calzoncillo por fuera, los guantes de fregar y la capa del capitán Calzoncillos de nuestros hijos, que todavía no se avergonzaban de nosotros.

El metaverso, en su afán totalizador de reducirnos a un holograma, a un simulacro, a una proyección de nosotros mismos, pretende apropiarse también de nuestra memoria, porque sin memoria no somos nada, pero en realidad esa función de Facebook no se diferencia demasiado de aquellas cajas metálicas con dibujos de geishas en las que se guardaban las fotos viejas y las cartas amarillas. Podíamos pasarnos tardes enteras revolviendo en ellas: bebés boomer en blanco y negro, nuestros padres empuñando una carabina en el tirapichón, nosotros, adolescentes ochenteros, disfrazados durante una Nochevieja de monjas embarazadas, retales de mi vida, fotos a contraluz…

Pero ni el Facebook ni las fotos reveladas en Foto Mena son capaces de retener otros momentos que se fijan en nuestra memoria con firmeza, a pesar —o precisamente por ello— de que son recuerdos desdibujados, evocados en medio de una niebla espesa y extraña en los que distinguimos solo una luz, un halo difuso, desasosegante, porque solo es un espectro de nosotros mismos. Yo, por ejemplo, no recuerdo pero tampoco puedo olvidar una imagen del día que murió mi padre, cuando tenía tres años. Me veo a mí mismo, junto a mis hermanos, en el cuarto de estar, los cuatro cabeza abajo en un sofá azul mirando hacia la puerta con cristal esmerilado de la cocina, en donde un trasiego de tíos, abuelas, amigos de la familia, consolaban a mi madre, aunque entonces nosotros no sabíamos todavía por qué, no acabábamos de entender que ciertamente el mundo se nos había vuelto de repente del revés.

Tampoco recuerdo con precisión cuándo fue la primera vez que besé a una chica. Tal vez fue una tarde en casa de unos primos, en un cumpleaños. Ellos eran más pequeños que yo, pero en la fiesta había invitada una vecina de mi edad, ocho o nueve años, con la que jugamos a papás y mamás. Nosotros, los mayores, hacíamos ese papel y mis primos eran los niños. Hubo un momento en que nuestros “hijos” desaparecieron y aquella chica y yo nos tumbamos uno junto al otro, nos acariciamos, ¿nos besamos? Lo he olvidado, fue una cosa inocente, solo continuábamos el juego, pero sí recuerdo vagamente aquel estremecimiento de las pieles, el despertar de la sexualidad como una flor brotando en el vientre.

No todos los recuerdos confusos, puede incluso que reconstruidos, pertenecen a esa primera memoria. ¿Cuándo dio sus primeros pasos mi hijo? ¿Cuál fue la primera palabra que pronunció mi hija? ¿Cuándo y por qué escribí la primera línea de mi última novela?… No lo recuerdo a ciencia cierta, pero todo está dentro de mí, y es en realidad ese vapor de la memoria, esa imprecisión, ese terreno de bruma y misterio lo que me conforma, lo que me define con más exactitud, me distingue de un holograma, de un recuerdo seleccionado al azar por Facebook, y lo que nunca podrá hacer suyo el metaverso; o eso quiero pensar.

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