Muñecos
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias). 08/01/22
No sé si a alguien más le pasa, pero algunas mañanas al levantarme me froto los ojos y hacen un ruidito, ñiki-ñiki, dentro de las cuencas, como si fueran los de un muñeco de plástico. “¡Ay, deja de hacer el Chucky!”, me riñe entonces mi mujer, porque la verdad es que da un poco de grima. Pero yo no puedo resistirme, e insisto, ñiki-ñiki, un poco por fastidiar, pero sobre todo por ver si todo vuelve a su ser, y puedo sentir, de nuevo, mi naturaleza humana, mi libre albedrío, mis legañas…
Algunas veces, en esas ocasiones, se me pasa por la cabeza —y creo que a mi mujer todavía con más fuerza— la idea de que quizás yo sea solo una entelequia o un ser de ficción (fikzioa da egia bakarra, la ficción es la única verdad, canta, de hecho, Joseba Irazoki en su último disco). Y me pregunto si no me habré convertido en el protagonista de una película de terror, el juguete en manos de un dios todavía niño y caprichoso, el muñeco de ese ventrílocuo loco que es el destino…
Pero, tranquilos, la filosofía y la poesía baratas se me pasan pronto y pronto vuelve la tontuna de mi mente especulativa, es decir, humana (una muñeca Nancy, me digo, no haría este tipo de reflexiones). Pienso, por ejemplo, en qué artefacto tan perfecto es nuestro cuerpo. Seguramente ese ñiki-ñiki tiene alguna función, alguna alerta, alguna puesta a punto desconocida para mí pero vital para mi organismo. Nuestro cuerpo es tan complejo, su funcionamiento tan minucioso, que en realidad su diseño parece fruto de una mente enferma. ¿Cómo se le ocurrió, si no, a ese creador que tuviéramos que defecar? Detrás de ello hay una idea perversa, porque para defecar hay que comer y para comer hay que trabajar…
—Con lo fácil que habría sido fabricarnos muñecos— digo, y me doy cuenta de que he vuelto a la filosofía de mercadillo y que además estoy hablando a gritos (¡tempus fugit baratitos, dos por uno en ubi sunt!).
—Tan perfectos, tan perfectos no somos —me corta mi mujer—.Yo nos habría puesto otro ojo en la parte de atrás de la cabeza —dice, y a continuación nos enzarzamos en una serie de hipótesis absurdas, como si entonces deberíamos cortarnos el pelo también por detrás o qué gracia tendría poner cuernos en las fotos de grupo…
Se nos va, en fin, la pinza, como a mí en esta columna en la que en realidad a lo que quería llegar es a la pequeñez de nuestra condición humana y mortal, a la fragilidad como especie en que nos ha colocado desde hace dos años la pandemia (fragilidad que a veces nos convierte no en mejores personas, como nos cansamos de augurar al principio, sino en esquirlas de cristal que hieren con saña; ahí están, sin ir más lejos, esos aplausos a las ocho de la tarde que algunos han tornado en amenazas e insultos miserables a las puertas de los ambulatorios). Tal vez ya nunca volvamos a comenzar el año con aquella alegría e ímpetu de antes, aquellas matrículas en los gimnasios, aquellos paquetes de cigarrillos arrojados al cubo de la basura, sino con la incertidumbre y el acogotamiento de no saber qué nos deparará el futuro más inmediato: virus, catástrofes naturales, ultraderecha… Pero —por trasmitir a pesar de todo un mensaje positivo— igual esa insignificancia y vulnerabilidad son las que nos pueden hacer fuertes y engrandecernos, las que permiten que no nos hayamos convertido todavía en muñecos de plástico. Tiene que ser muy aburrido ser un muñeco de plástico. Los muñecos de plástico no defecan, de acuerdo, pero, como los ángeles, tampoco suelen tener nada entre las piernas. Y al final, además, ese ñiki-ñiki (al de los ojos me refiero) siempre deja de escucharse y podemos limpiarnos sin miedo las legañas. Nuestras legañas de simples y enrevesados humanos.