Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON suplemento de diarios de Grupo Noticias
La séptima ola, la crisis de suministros, el gran apagón, Miguel Bosé publicando sus memorias…. Igual lo que habría que hacer, antes de que vuelva a cundir el pánico y que las masas asalten los hipermercados, sería imprimir los libros y periódicos en papel higiénico y así matábamos varios pájaros de un tiro. Por una parte, evitaríamos esas hordas de cagones aterrorizados; por otra se solucionaría el desabastecimiento de papel que, dicen, está deteniendo la publicación de muchas novedades editoriales (sobre todo las de aquellas que se presentan con tapa dura); y de paso se contribuiría, aparte de a construir una sociedad más culta —y más solidaria con las personas que sufren en silencio las hemorroides—, a mantener un ratito más con vida la prensa escrita. La prensa escrita no teme al beso negro, le da igual lo que hagas con ella al final del día, las noticias de hoy envuelven el pescado de mañana, etc.
De acuerdo, es una idea de bombero, un ensayo para una conversación de cuñado en la cena de Nochevieja. Discúlpenme, estoy desconcertado, ¿quién no lo está, en estos tiempos apocalípticos? Resulta difícil tener una opinión clara sobre nada cuando todo es temor, confusión, rumores, dicen que… Dicen que la crisis de suministros se agrava por la falta de camioneros. Nadie quiere ser camionero. Mentira, digo yo. Todos los niños quieren ser camioneros. Vivir en la carretera. Dormir en la cabina. Conducir de noche escuchando la radio. Llamar a la radio mientras conduces. Tocar la bocina al cruzarte con un compañero. Poner el nombre de tus hijos con letras gordas en la carrocería. Parar en restaurantes de carretera secretos en los que se come por diez euros mejor que en Arzak… Lo que no quiere nadie es ser camionero (o camarero, cajera, peón de obra) por la cara, cobrando una miseria y con unas condiciones laborales dignas de un cuento de Dickens. Soñar es gratis, pero no tanto.
Hablando de conductores, o de semiconductores… Lo que no entiendo muy bien es lo de los microchips. Primero resulta que nos los estaban metiendo a saco y en vena vía vacuna, y ahora que los hacen todos poco menos que artesanalmente en la misma fábrica de Taiwan o de Corea del Sur y que esta ha colapsado, todos sus trabajadores se han ido a participar en el juego del calamar o se han apuntado a la gran dimisión o algo. Total, que estas navidades nos quedamos sin playstations, sin ordenadores, sin móviles de última generación, como en aquella canción de los RIP (Última generación/ No tenemos más futuro/ Solo nos queda esperar/ La desolación, el caos/ la hecatombe nuclear). Eso o los pagamos a precio de oro. Porque esa es otra. La crisis de suministros implica también un encarecimiento de los precios. ¡A ver si va a ser adrede! Esto es como cuando subían el precio de la cerveza justo antes de los sanfermines. Después se acababan las fiestas y la cerveza no bajaba.
En fin, como ven a los cuñados y a los opinadores profesionales no nos faltan temas de conversación. La cuestión es hablar, hablar por hablar, o escribir, rellenar páginas para que así siga el ciclo de la vida y el de la digestión y cuando ustedes se sienten en el trono no les falte algo con lo que limpiarse las reales posaderas. No, no me den las gracias, yo esto lo hago de manera altruista, a mí en realidad lo de la tapa dura no me afecta, soy un escritor rústico, proletario, un columnista cuñado, un esclavo, un amigo, un siervo… A sus pies.
“El propósito principal de Bulbancha es poner en valor la potencia del mestizaje”
En Bulbancha el periodista y escritor Jacobo Rivero hace un magnífico retrato de Nueva Orleans, su música, sus músicos y sus movimientos sociales. El libro se presentó este jueves en la librería Kaxilda de Donosti (18:30h) y el viernes en Iruña en Katakrak (19:00h), dentro de las jornadas Atlantiko Beltza.
Bulbancha, “lugar de muchas
lenguas”, así es como los nativos americanos conocían la ciudad de Nueva
Orleans. Y esta, a lo largo de la historia ha hecho honor a su nombre,
convirtiéndose en lugar de encuentro, refugio e intercambio cultural, con un
idioma y signo de identidad común, como es la música: el jazz, el zydeco, las
brass band… Nueva Orleans ha sufrido también de manera periódica diferentes
catástrofes, como el Katrina, y sobre todo la calamidad de las
administraciones, que, tal vez como castigo al espíritu alegre y combativo de
sus habitantes, la ha abandonado a menudo a su suerte. Frente a ello, la
sociedad civil siempre ha sabido organizarse y establecer redes de solidaridad
y utilizar su mejor arma, la cultura, como motor de cambio y resistencia. El
periodista, escritor, activista y melómano (ha sido, por ejemplo, ayudante de
dirección en No somos nada, el
documental sobre La Polla Records) madrileño Jacobo Rivero hace un magnífico retrato
en Bulbancha. Música, calle y
resistencias desde Nueva Orleans de esta ciudad, de su música, sus músicos,
y, sobre todo, su carácter, ejemplo de cooperación colectiva y rebeldía
artística y política, todo ello a través de un recorrido documental que nos
lleva del Misisipi a Haití, o de Santiago de Cuba a Lavapiés y por el que
pululan personajes como Louis Armstrong, Bessi Smith, Federico García Lorca o
los combatientes afroamericanos de las Brigadas Internacionales.
¿De
dónde proviene su interés por Nueva Orleans, su música y sus movimientos
sociales?
Nueva Orleans siempre ha sido un
referente a la hora de hablar de música, está en el mapa marcado como un lugar
especial por los sonidos que han emergido desde allí: Louis Armstrong, Mahalia
Jackson, Dr. John, Allen Toussaint, Irma Thomas, Wynton Marsalis… Fui por
primera vez en 2012 para hacer un reportaje sobre la comunidad latina de la
ciudad y la situación tras el Katrina y me quedé enganchado, pensé que su
escena musical era cosa del pasado y me encontré que al contrario estaba muy
viva y muy presente. Tuve la suerte de volver en varias ocasiones a la ciudad,
entre ellas para el Festival de Jazz de 2013, y hacer buenas amistades. En 2016
cuando ganó Donald Trump las elecciones presidenciales estaba allí y decidí
hacer entrevistas con músicos y activistas de la ciudad para documentar sus
puntos de vista, ahí empezó realmente el libro.
Tal
y como cuenta en el prólogo uno de los propósitos del libro es remarcar
el poder de la música como herramienta política, motor de cambio,
crear comunidad… ¿Es algo que descubre en sus viajes a Nueva Orleans,
que ya conocía de antemano?
Es algo que descubro allí. Tras la
victoria de Trump muchos músicos y activistas cuentan que la historia de la
ciudad siempre estuvo relacionada con situaciones difíciles: esclavitud,
pandemias, huracanes, abusos policiales, racismo… pero que la música que se creaba
apelaba a un espíritu de resistencia en positivo, que se fortalecía
precisamente por la fuerza de la comunidad. Esto me pareció muy importante y
muy útil en estos tiempos donde precisamente se fomenta el individualismo como
modo de vida.
Desde
el punto de vista formal adopta un formato documental, periodístico,
son diferentes historias cercanas al reportaje, la entrevista… ¿Cómo arma el
libro, hay hilos que llevan de unas historias a otras?
Sí. Seleccioné catorce historias que
aunque en principio podían parecer alejadas tenían lugares comunes, vertebrados
alrededor de la idiosincrasia de Nueva Orleans como lugar de agregación de
diferentes culturas que habían creado un cuerpo donde la diversidad es un
valor. Nueva Orleans solo se entiende a partir de la influencia primero de
Haití y Cuba, pero luego de muchísimas otras mezclas de culturas. Lo curioso es
que los capítulos se iban encontrando según los iba armando y ordenando. En ese
sentido es en el que yo planteo el libro como si fuera un documental.
A
lo largo del libro se repiten dos acontecimientos que marcaron mucho
a la ciudad de Nueva Orleans, como son el Katrina y la pandemia y en los
que, curiosamente, la identidad de la ciudad, su carácter resistente, y la
cohesión social, se refuerzan, o es el salvavidas al que agarrarse…
Uno de los entrevistados, el Doctor
Michael White, me comentaba que el jazz era la primera expresión cultural del
lema Black Lives Matter. Las redes de solidaridad se han construido en la
ciudad casi desde su fundación, cuando se crearon rutas de escapada de la
esclavitud. Esas redes de una u otra forma han prevalecido en el tiempo.
Ocurrió con el Katrina cuando la ciudad fue abandonada por las autoridades y
ocupada militarmente y ha ocurrido igual con la pandemia, cuando muchos
ciudadanos fueron abandonados a su suerte, especialmente las personas sin
hogar. Frente a estas circunstancias la población siempre ha respondido desde
la solidaridad y el apoyo mutuo. En ese sentido sus declaraciones son un
ejemplo para otros lugares del mundo que sufren circunstancias similares.
El
libro, aparte de todo lo mencionado, también puede ser una pequeña guía que
descubre la cultura de la ciudad, sus músicas, sus músicos, ¿pensó también en
eso al escribirlo?
Sí, era importante que las personas
que leyeran el libro se hicieran una composición de la fotografía cultural y
política de la ciudad más allá de lo que aparece en las guías turísticas. De su
diversidad y la historia de sus rincones, también de la existencia de
experiencias como su radio comunitaria, la WWOZ, o de activistas y músicas
actuales como Cole Williams o Leyla McCalla. Así que el libro tiene también esa
vertiente de reflejar lugares y trayectorias humanas poco conocidas. Sin
voluntad de idealizar, sino de poner en conexión con geografías, culturas e
influencias.
Entre
todas las historias me ha llamado mucho la atención la de los afroamericanos
que participaron en las Brigadas internacionales… ¿Qué nos puede contar sobre
eso?
El contingente del Batallón Lincoln
de las Brigadas Internacionales estuvo compuesto por unos tres mil voluntarios.
Más de un centenar de ellos afroamericanos. Algunos dirigieron por primera vez
columnas mixtas o equipos de enfermería. Fue una experiencia inaudita en un
tiempo de luchas contra el fascismo. Aquello fue un ejemplo de
internacionalismo que se oponía al racismo doméstico luchando a miles de
kilómetros de sus casas, donde la segregación era la norma. Para aquella gente
luchar en la Batalla del Ebro era luchar contra el racismo institucional en
Estados Unidos. Creo que es una historia muy actual y útil en estos tiempos.
¿Nueva
Orleans puede servir de modelo, como ejemplo de cooperación colectiva,
rebeldía, para otras comunidades, es ese uno de los propósitos o el
propósito principal de Bulbancha?
Más que ejemplo, creo que puede ser inspiración. El propósito principal de Bulbancha, que significa “lugar de muchas lenguas”, es poner en valor la potencia del mestizaje, entendido como lugar de encuentro desde la diversidad de procedencias, como lugar de encuentro y cooperación. En Nueva Orleans donde se hace más visible esa potencia es en la second line, una especie de pasacalles con música donde todo un barrio se implica y donde tiene tanto valor la gente que toca música, como la que acompaña el recorrido o baila desde el porche de su casa. Ese encuentro utiliza la consigna “We are One” y nadie es mejor que nadie porque se entiende que toda la gente construye un cuerpo común e igualitario de resistencia. Además es un ejercicio colectivo de respeto y memoria de las personas ausentes que aportaron a la comunidad. Un concepto y una forma de ver la vida muy práctica en cualquier lugar del mundo.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 13/11/21
Solía ir a su peluquería porque era majo, es decir porque no
me hablaba. Yo tampoco tenía que decirle nada. Le expliqué la primera vez cómo
quería el corte, sin explayarme mucho, tampoco —“Normal, corto”— y Ahmed se
acordaba cuando volvía, cada seis meses o así. Era un profesional: al salir de su
peluquería no me iba mirando en el reflejo de los cristales ni descubría
horrorizado en ellos a un cabeza huevo, no entraba al baño de alguna cafetería
a mojarme la cabeza para borrarme el peinado de señoro, no llegaba a casa y me
ponía a buscar gorras… Tampoco es que Ahmed pudiera hacer milagros con mis
cuatro pelos de Filemón (o sea, de dos filemones), pero me quitaba de encima
diez años cada vez que, en silencio y con meticulosidad, me cortaba el pelo.
Después, un día Ahmed desapareció y en su lugar comenzaron a
desfilar por la peluquería varios chavales jóvenes que me pelaban con desgana,
o con prisas, doblándome la oreja como si fuera un despojo, una excrecencia de
mi cráneo, o tocándome la cara con sus
dedazos que olían a marihuana. Una vez uno de ellos, sin preguntarme nada,
decidió quitarme de encima no diez años, sino treinta, y me peinó como si yo
fuera un futbolista o C. Tangana. Para tangana la que tuve en casa, cuando mis
hijos me vieron llegar con esas pintas. “Yo contigo no voy a ninguna parte”, me
decían (bueno, eso también me lo decían antes).
Echaba de menos a Ahmed. Me gustaba ver cómo caían sobre el
cubridor los mechones, blancos como volutas de nieve, ponerme poético, pensar en
el tempus fugit, en lugar de, con los
chavales, sentirme un puto viejo canoso. Me gustaba verlo barrer con parsimonia
el suelo, con delicadeza y respeto funerario (en cierto modo, es así, dentro de
una peluquería uno muere y resucita, sale convertido en otra persona). Me gustaba y echaba de menos incluso las voces
airadas y sabiondas de los tertulianos que escuchaba en la radio, en lugar de
la música electrónica de los jóvenes, al ritmo de la cual yo temía que se les
fuera la mano, cuando me apuraban con la navaja las patillas.
Seguí yendo, de todos modos, a la misma peluquería, por
comodidad, porque estaba cerca de casa. Para mi sorpresa, no les iba mal,
siempre había gente. Al poco tiempo, de hecho, abrieron otra al lado, y un día
que la primera estaba llena de cristianorronaldos, decidí entrar. ¡Y allí estaba
Ahmed, esperando clientes triste y aburrido! Creo que se alegró de verme. Yo,
por corresponderle, le pregunté si ahora tenían dos peluquerías. “La otra no
mía”, contestó, algo molesto, y en su castellano de supervivencia me contó que
su antiguo jefe lo explotaba, que lo hacía trabajar doce horas cada día a
cambio de un sueldo miserable, que solo le daba un día de vacaciones al año,
que ahora por su cuenta estaba mucho mejor… Me lo imaginé, durante todos esos
meses en que lo había echado de menos, ahorrando, buscando créditos, tramando
aquella venganza (robarle los clientes en sus propias narices a aquel jefe
abusador); y, tras imaginar además el esfuerzo que le suponía hablar y hacer
aquella campaña de captación de clientela, yo también rompí mi silencio, me
interesé por su vida personal, supe así que llevaba treinta años como
peluquero, que había vivido antes en Burgos, Melilla…
Ahmed volvió a dejarme guapo, o sea, a no dejarme demasiado feo, y al despedirnos le prometí que volvería. Pero ya no estoy tan seguro, porque ahora que hemos establecido otro tipo de intimidad no sé si tendremos que conversar cada vez que me corte el pelo o seguiremos entendiéndonos en aquel poético silencio que compartíamos antes, que era lo que a mí me gustaba.