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FACHA

Ene 26, 2020   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Rubio de bote, colaboración para magazine ON (diarios de Grupo Noticias) 25/01/20

 

Hace unas semanas, al empezar el año, escribí mi lista de buenos propósitos y entre ellos el primero de todos fue hacerme de derechas (o sea, “normal”, que diría el señor alcalde de Pamplona). Estaba convencido de que así todo me iría mucho mejor. ¿Cómo pueden irte las cosas mal cuando tienes todo a tu favor: la constitución, la policía, la televisión, la razón, el país, el mundo, el rey, la Audiencia Nacional, la OTAN, a Bertín Osborne?

Pensé que la transformación no podía resultarme demasiado difícil, entre otras cosas porque como soy muy friolero ya tengo un fachaleco, que es una prenda de vestir prodigiosa, pues, a pesar de ser un chaleco, en la manga lleva incorporado el comodín de la ETA, con el que siempre puedes ganarle la partida a los proetarras, los comunistas, los raperos, las feminazis, los jueces europeos, los separatistas, los de Teruel, los titiriteros, los de León,  los nacionalistas no españoles, en fin, a todo el que no piense como tú.

La verdad es que fue ponérmelo y sentirme ya imbuido de una especie de, no sé cómo llamarlo,  santidad, o de elevación, de levitación moral. Aparte de que en mi nueva vida volví a retomar saludables hábitos que había abandonado hace cuarenta años, como el de confesarme, y así si alguna vez me veía interpelado —cosa que en realidad no sucedía— por algunas de las consecuencias y las víctimas de los actos de mis nuevos referentes políticos, no sé, un bombardeo en algún país árabe, un golpe de estado en Latinoamérica, o un ojo reventado por los antidisturbios en una manifestación, no tenía más que vomitar mis pecados en el confesionario y todo arreglado.

Y como solía confesarme los martes, los lunes eran los mejores días para comportarme como un impresentable odioso y abofeteable, como un auténtico facha; los mejores días para decirme a mí mismo que todos aquellos sediciosos y muertos de hambre en realidad se merecían todo lo que les pasaba y, es más, ¡que se jodan!, como le soltó a los parados aquella vez en el congreso una diputada de las nuestras.

Durante unos días, además, estuve observando el comportamiento de los que iban a ser mis nuevos faros ideológicos, por ejemplo en la sesión de embestidura, lo cual me resultó, al menos al principio, muy útil, pues en cuanto mis allegados empezaron a observar el giro, el trompo más bien, de mis opiniones y a intentar hacerme volver a la senda de la luz verdadera, y puesto que yo me sentía todavía extraño y desentrenado dentro de mi nuevo ser y no sabía muy bien cómo rebatirles, lo solucionaba todo espetándoles un ¡Viva España! o un ¡Viva el rey! que zanjaba cualquier discusión.

Durante unos días ser un facha tuvo su gracia. Después, la cosa se torció un poco.

“¡Viva España!”, grité cuando me llegó el recibo de la luz, pero al mes siguiente la factura vino aún más recargada.

“¡Viva el rey!”, grité cuando a fui a pagar la compra, pero la cajera me miró como si yo fuera un mandril y desde luego no me cobró de menos.

“¡Viva el vino!” (aquí ya había empezado a desilusionarme), grité cuando llevé a la niña al partido de baloncesto en la escuela, pero en vez de un polideportivo con calefacción, como cuando jugábamos contra los colegios concertados, nuestra pista continuaba pareciendo más bien una pista de hielo.

Al final comprendí que para ser facha, un facha de verdad, con todos tus privilegios y tus opiniones respetables y tus fachalecos de marca, uno tiene que tener apellidos compuestos, cuentas en Suiza, negocios inmobiliarios, empresas de seguridad o de apuestas; uno tiene que tener pedigrí facha y montañas de dinero e hijos e hijas que digan osea. Si no, no compensa. Lo que sigo sin comprender es cómo hay millones de personas que aún no se han dado cuenta.

 

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