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Los discos del verano 8: ASEREJÉ (LAS KETCHUP, 2002)

Sep 1, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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«Y cuanto peor para todos, mejor para mí, el suyo»

El verano de 2002 lo pasé en un basurero. No es una metáfora. Lo pasé literalmente en un basurero, el de Payatas, en Manila, la capital de Filipinas, en el que viven y trabajan a cielo abierto unas sesenta mil personas. Estuve allí para escribir una serie de reportajes finalmente fallidos:

A la gente no le gusta leer este tipo de historias, los domingos por la mañana, cuando se come un cruasán —nos decían los redactores jefes de los magazines semanales—. La gente lo que quiere son reportajes de moda, entrevistas con Las Ketchup

¿Pero de dónde demonios habían salido aquellas Hijas del tomate —así era cómo se titulaba su primer albúm—, Las Ketchup, cuyo tema Aserejé, cantaba todo el mundo, acompañándolo de una ridícula coreografía?

Desde que había vuelto del viaje no dejaba de escuchar esa canción, que me parecía empalagosa y un poco boba. Para colmo siempre he aborrecido el ketchup. No se me ocurría un nombre más desafortunado para un grupo. Sin embargo, todos a mi alrededor parecían abducidos por Aserejé y le encontraban algún tipo de gracia que a mí me pasaba desapercibida.

Supuse que de algún modo, una parte de mí seguía en Payatas, al otro lado del mundo. Me parecía que había una distancia muy lejana, que no se contaba solo en kilómetros, entre aquellas dos realidades, la del basurero y la de nuestras mañanas de domingo tranquilas con periódicos y sus suplementos semanales, que en realidad leíamos solo para asegurarnos de que estábamos en este lado del mundo. En el lado amable del mundo.

¿Pero tú, dónde has estado metido, chaval, en una burbuja? —me preguntaban al principio, cuando comentaba que nunca había oído la dichosa canción.

Y pensaba también, recién regresado de Filipinas, que se trataba justo de lo contrario, que en realidad éramos nosotros los que vivíamos en una pequeña burbuja, aislados del resto del planeta, del planeta real, en el que había niños que morían sepultados por un alud de basura, o, a diario, por culpa de enfermedades corrientes, como una diarrea o un catarro mal curado.

A pesar de todo ello, comprendía muy bien la perplejidad de aquellos con quienes hablaba. Me acordaba de que, unos cuantos años atrás, mi hermana se había marchado de Erasmus a Francia y, cuando volvió a casa por Navidad, no era capaz de comprender cómo podía hacernos tanta gracia el numerito que hacía cada viernes en el “Un, dos, tres” un cómico llamado Ángel Garó.

Vestido de negro, alto, sonriente y con personalidad múltiple, el artista interpretaba a varios personajes, que salían desde detrás de un biombo: uno de ellos era capaz de hacer morir de risa a la gente contando los chistes mal, había también un japonés que cantaba sevillanas… y otro más, llamado Juan de la Cosa, que solía acercarse tímidamente a un micrófono de pie y, tras unos segundos en que millones de espectadores se contenían con regocijo, pronunciaba un escueto ¡Uh!, que desataba una carcajada general, estruendosa, liberadora…

Mi hermana era incapaz de entender cómo una cosa tan primaria conseguía mantener embobado a todo un país. Y, desde luego, era difícil de explicar, si uno no había asistido al proceso en que, de una manera imperceptible e inconsciente, aquel “¡Uh!” se había convertido en una especie de rito colectivo, en un extraño código compartido por millones de personas, que aguardaban toda una semana para poder estallar al unísono en aquella carcajada, que brotaba de un modo natural e incontenible.

Pues bien, el Aserejé era mi “¡Uh!”, y creo que en el fondo sucede lo mismo con todas las canciones del verano, en las que en realidad da igual si la canción es empalagosa y boba —quizás eso es de lo que se trata, de que lo sea— y lo que importa es que en ella exista algo que te conecta de un modo primitivo con millones de congéneres y te ayuda a sentirte un animal social. No existen, de hecho, canciones del verano de culto. Cantar una canción del verano que no conoce nadie no tiene sentido.

Por supuesto, tampoco es fácil, al contrario, es tremendamente difícil que un artista sea capaz de componer lo que podríamos llamar las mejores peores canciones, que es en definitiva lo que son las canciones del verano, canciones como El negro no puede, Macarena o Pajaritos a bailar (categoría aparte merecen sus coreografías, en las que esa máxima se lleva ya a los extremos: cuanto peor mejor para todos. “Y cuanto peor para todos, mejor para mí, el suyo”, podría añadir M. Rajoy, quien tal vez sería un buen compositor de letras de canciones del verano).

En el caso del Aserejé una de las claves del éxito de la canción tiene que ver seguramente con aquel absurdo estribillo: “Aserejé ja de je/ de jebe tu de jebere/ seibiunouva majavi/an de bugui an de güididípi”. Una letra indescifrable que, no obstante, acabaríamos sabiendo con el tiempo, venía a ser una especie de transcripción fonética y libre de las primeras estrofas de Rapper’s Deligth un rap ochentero del grupo The Sugarhill Gang; o al menos eso es lo que cuentan algunos sesudos estudiosos de la canción, y lo que guarda cierta lógica con la narrativa de la misma, es decir, con aquella parte que nadie tuvo en cuenta y en la que se describe cómo el personaje, un rumboso Diego viene “con la luna en las pupilas” y entra a un garito donde un DJ le pincha su canción preferida, y él la baila, y la goza, y la canta, poseído por el ritmo ragatanga —y por lo que sea que le ha puesto las pupilas de ese tamaño— como buenamente puede, es decir, en un inglés aznariano.

Aserejé, que rápidamente se extendió por todo el mundo como fuego en la rastrojera, no había llegado, sin embargo, todavía aquel verano hasta los karaokes de Filipinas —karaokes que se encontraban en cualquier esquina de Manila, también en sus casas, incluidas las que se levantaban entre la basura de Payatas—. Allí lo que incendiaba los oídos, lo que se escuchaba a todas horas en las emisoras de radio, en los transportes públicos, en las barberías, en los restaurantes callejeros, en los mercados, en los vertederos, en todos los sitios, era un tema titulado Stupid Love, de un grupo local llamado Salbakuta. Y esa fue para mí la canción del verano de 2002. Esa y Marea, del primer disco, La patera, del grupo de Berriozar —disco, por cierto, en el que acabaron intercambiándose el título del mismo y el nombre del grupo: es decir, el grupo se llamaba originalmente La patera y el disco Marea—, pero no nos despistemos, que es lo que me sucedía a mí cuando intentaba cantar aquella canción, Stupid Love, borracho en los karaokes de Manila, y perdía el hilo: que acababa vociferando la canción de Marea, aunque lo que sonara fuera el Aserejé tagalo.

Aserejé, por lo demás, fue el único éxito de Las Ketchup, tres hermanas hijas del tomate, en sentido estricto, pues su padre era el guitarrista flamenco El Tomate —y planteado de ese modo tanto el nombre del grupo como de su primer disco no resultaban en absoluto absurdos—. Reducidas a uno de esos grupos “one hit wonders”, estrellas de un solo éxito, a Las Ketchup las acabó de hundir su participación años más tarde en un festival de Eurovisión con un tema llamado Un Blody Mari, que pasó al olvido en forma inversamente proporcional al pegajoso éxito de su Aserejé, la canción de aquel inolvidable, para mí, verano filipino de 2002.

Los discos del verano. Todas las entregas

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