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RITOS DE INICIACIÓN. Reportaje y portada en ON

Jul 27, 2017   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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El encierro txiki, un tropezón de la giganta Braulia, los sanfermines del 78, un reventa de trece años… El escritor pamplonés Patxi Irurzun rememora en estas páginas recuerdos en blanco y rojo de sus sanfermines de niñez y adolescencia.

Como diría Lemmy Kilmister: mis primeros sanfermines fueron maravillosos, no me acuerdo de nada. Bueno, eso en realidad y en el sentido al que se refería el cantante de Motorhead, sucedería más tarde, siendo ya veinteañero, pero mis primeros recuerdos sanfermineros también vienen a mi mente de un modo difuso, en una nebulosa en la que —¿ a qué huelen las nubes?— predominan los olores y los hedores: a orina y a algodón de azúcar, a churros y a vino peleón, a sobaco y a rabas…

Pero hay también imágenes: la giganta Braulia trastabillando y a punto de caer sobre nosotros, un mediodía en Carlos III, cuando todavía en medio de la avenida había “hierbín” y árboles altos (yo creo que Braulia se golpeó con uno de ellos); la primera persona vestida de blanco nuclear atisbada desde la ventana, la mañana del 6 de julio; Donan Pher, un misterioso explorador, con salacot y unas fotos con serpientes al cuello, vendiendo bolígrafos en el Paseo Sarasate…; y hay, además, sonidos: el corazón de la ciudad convertido en un bombo; los charlatanes de las barracas, que alegría, qué alboroto, y otro perrito piloto; la voz de veinte mil personas elevándose al cielo en una sola desde el redondel, como una gran boca, de la plaza de toros…

“¡Montón, montón!”

Quizás el primer recuerdo sanferminero completo que guardo en mi memoria es el de un encierro en la plaza de toros, precisamente, que mi madre nos llevó a ver cuando yo tenía siete u ocho años. Conseguimos localidades frente al callejón. Vimos al entrar al primer corredor, un borrachín descamisado, al que el público silbaba y tiraba almohadillas, que esquivaba con gracia torera. Después llegaron algunos corredores más, y luego más y muchos más, hasta que sus figuras dejaron de perfilarse, se convirtieron en un borrón que sin embargo se extendía con una precisión casi geométrica a ambos lados de la plaza (a aquello le llamaban hacer el abanico, yo no sabía por qué, pues me resultaba imposible identificar esa imagen; tal vez debía su nombre al flujo de corredores, que cada vez se aceleraba más, a medida que subía la temperatura de la carrera). Y de repente, sucedió algo, algo que no estaba previsto, algunos mozos tropezaron en el callejón, y después otros con ellos, y en apenas unos segundos, aquel flujo se detuvo.

—¡Montón, montón! —gritaba excitado el público, señalando la pared humana, en la que no tardaron en dibujarse las cabezas de algunas reses, que trataban de abrirse paso entre los mozos, pisoteándolos torpemente.

No sé cuánto tiempo duró aquello. En la plaza se oían gritos, lloros, había madres que cogían en brazos a sus hijos y les tapaban los ojos, o los sacaban fuera…. La mía, mi madre, apretó con fuerza mi mano, y fue disminuyendo la presión a medida que la montonera humana fue deshaciéndose, gracias a los corredores que sacaban a estirones a los que estaban atrapados. A alguno de ellos se lo llevaron en brazos, amoratados e inconscientes. Al día siguiente supimos que un joven de 17 años había muerto asfixiado. Vivía a solo cien metros de nuestro portal.

Sanfermines 1978

Los sanfermines, como el fútbol,  son así. Unas fiestas de extremos, en las que el vino deja siempre un regusto a sangre, y al revés.  Unas fiestas que se viven con una alegría desbordante, mientras, como una amenaza imprecisa, la tragedia y la violencia sobrevuelan nuestras cabezas. Unas fiestas en los que los padres se empeñan en llevar a sus hijos a ver al encierro o a que los kilikis les golpeen con una verga.

Un año después de aquel encierro, por ejemplo, en 1978, las fiestas fueron interrumpidas el día 8 de julio, cuando la policía asesinó a Germán Rodríguez, tras irrumpir en la plaza de toros, donde unos mozos habían desplegado una pancarta pidiendo Amnistia. “¡Tiren con todo lo que tengan!”, ordenaba un mando por la radio interna. Y tiraban, tiraban, por ejemplo pelotas de goma cuando te asomabas a la ventana al ver pasar las furgonas de los grises, que entonces creo que eran ya marrones, eso también lo recuerdo, como recuerdo cómo abandonamos la ciudad, en el 127 de mi madre, y a aquel manifestante que se acercó enarbolando con las dos manos sobre su cabeza una piedra enorme, cuando intentamos atravesar una barricada, y cómo al vernos a los cuatro niños en el asiento de atrás tiró la piedra al suelo y él mismo nos franqueó el paso. “Gora San Fermín!”, gritó levantando el puño. Pues gora.

Por un puñado de pipas

Después de eso, vinieron los años de exilio (los pamploneses se dividen en dos grupos, los que adoran sus fiestas y los que huyen despavoridos del tumulto, el ruido  y la suciedad). Fueron cuatro o cinco años, y para cuando volvimos a quedarnos a pasar las fiestas en Pamplona, yo ya estaba talludito y salía con mis amigos, sin padres, libres y salvajes. Tirábamos petardos, bebíamos culos de vasos olvidados en las barras… Un año, hasta nos hicimos reventas.

—Eh, chavales—nos dijo una tarde, en las inmediaciones de la plaza de toros un gitano con una barriga enorme y una camisa llena de bolsillos—. Si os ponéis en esa fila —señaló las taquillas de la plaza— os damos veinte duros. Y os compramos una bolsa de pipas de las grandes, para que os entretengáis mientras esperáis.

Y antes de contestar ya nos estaban agarrando del brazo, con las manos sudadas y las uñas negras por la tinta de las entradas y la roña de los billetes, y llevándonos hasta la cola.

—El dinero luego, las pipas aquí las tenéis —dijo.

Y allá nos pusimos a esperar a que abrieran las taquillas, pelando pipas, clic, clac, y cada una sonaba como algo que se quebraba por dentro de nuestros cuerpos. Sin atrevernos a mover un solo músculo (que no fuera el de cascar pipas).  Después apareció un borracho, y empezó a decir tonterías de borracho, y más tarde un antitaurino, que era mudo, con sus carteles escritos abigarradamente a mano, y el borracho se solidarizó con él: “¡Las plazas de toros hay que reconvertirlas!”, gritaba, “¡Concursos, concursos de polvos sobre la arena, habría que hacer!”, y las familias enteras de gitanos que también guardaban cola junto a nosotros se retorcían de risa en sus sillas de camping, oyéndole e imaginándose a unos cuantos payos blancuchos con el culo al aire, y nosotros poco a poco fuimos relajándonos y sacudiéndonos el miedo…

Recuerdo que después se fueron los dos, el borracho y el antitaurino, y los gitanos se echaron una siesta, y que a nosotros se nos acabaron las pipas, y que también decidimos largarnos.

Al día siguiente, quedamos donde la estatua de Hemingway, como siempre. Y como siempre mis amigos llegaron tarde. En realidad, ni siquiera sé si llegaron, porque mientras estaba esperándoles, de repente vi venir pisando muy fuerte y con el ceño convertido en una grapa al gitano de la gran barriga y la camisa llena de bolsillos. Salí pitando. Durante todos aquellos sanfermines no pude quitarme del brazo el olor a tabaco negro y a billetes que pasaban de mano en mano. Y, por supuesto,  estuve una buena temporada sin comer pipas.

Encierro txiki

Aquella se podría decir que fue, aunque precaria y sin contrato, mi primera experiencia laboral. Los sanfermines de hecho son casi siempre, para un pamplonés, la primera vez de algo. Primeros trabajos (como camarero, como “naranjito” —como se conoce popularmente a los vigilantes de protección civil —,  como operario de limpieza…). Primeros besos. Primeras heridas.… Ritos de iniciación. La vida convertida en un método de ensayo/error: primeras borracheras/ primeros viajes en la ambulancia de la DYA; primeros intentos de gaupasa/ primeras noches durmiendo y temblando en jardines o bancos; primeras incursiones en la calle Jarauta / primeros efectos radioactivos del kalimotxo en polvo y los bocatas de txistorra de los puestos callejeros…

Hubo un tiempo incluso en que durante  los sanfermines los niños y adolescentes de Pamplona corrían su primer encierro, con animales de verdad, no de cartón, becerras con sus cuernos incipientes asomando en la testuz, con la que rompían indiscriminadamente fémures y crismas entre la chavalería, todo ello sin que ningún  padre demandara al ayuntamiento. Eran otros tiempos, tiempos bárbaros en los que se fumaba en las villavesas y en la consulta del médico y el que más fumaba era el médico.

El encierro txiki, así se llamaba, arrancaba al final de la calle Estafeta, donde desencajonaban desde un camión a las pobres y asustadas becerras,  que salían en un trote alocado y nervioso llevándose todo lo que se encontraban por delante, por ejemplo a mi amigo Natxo, que en una de las carreras se fue al suelo con un trompazo, rompiéndole a él la clavícula y a nosotros, al resto de interesados amigos, la racha de noches que llevábamos cenando gratis en una pizzería en el barrio de San Juan que regentaba su familia y que, en aquella época, era el súmmum del exotismo gastronómico (yo, de hecho hasta entonces nunca había probado la pizza y, como generalmente solíamos cenar durante los fuegos artificiales,  cada vez que me llevaba a la boca un trocito notaba una explosión de sabor en el cielo de mi paladar).

Algunas veces, en vez de con mis amigos, yo corría con mis hermanos, y de hecho en una ocasión a mi hermana la entrevistaron al acabar la carrera para un documental titulado “Porque llegaron las fiestas”, que exhibieron meses después en los cines. Nosotros lo vimos en el Príncipe de Viana, bajo una gran lámpara de araña, antes de que las salas de cine fueran borrándose del centro de la ciudad, primero atomizándose en multicines, después tragadas por la voracidad inmobiliaria. Nos meábamos de la risa, señalando a mi hermana en la pantalla grande, tan seria, tan guapa, diciendo que a ella no le daban miedo las vaquillas.

He buscado después muchas veces aquella película, que dirigió Jesús Sastre, sin éxito. Nunca la he vuelto a ver, y por eso no sé si algunos de las imágenes que conservo en la memoria asociadas a ella aparecían en el documental o pertenecen a esa nebulosa de recuerdos sanfermineros infantiles y de adolescencia, anteriores a la otra nube, esta psicotrópica,  que vendría después, en los sanfermines de juventud, sanfermines de noche en los que la única luz que veíamos era la de los bares y la de los mecheros (pero esa es otra historia).

Creo recordar, por ejemplo, en aquel documental, un gran polo de hielo naranja pasando de lengua en lengua por el tendido de sol; a un tipo con la cara ensangrentada que se había caído muralla abajo y que aseguraba ser cura, todo lo cual no cuadraba con lo que, con una voz nicotínica y apatxaranada, añadía a continuación: “¡Me he metido una hostia!”; otro al que le preguntaban de qué peña era y contestaba embrutecido que de la ETA…

Sí, todo ello se mezcla en mi cabeza con otras imágenes, sonidos, sabores: la música de las charangas que se podía palpar con los dedos; un tigre dentro de mi estómago devorando los churros de la Mañueta después de que lo hiciera yo; un lecho de boletos sin premio de la tómbola en el suelo;  la voz de alguien revelándome que Donan Pher, el nombre del explorador del salacot, en realidad era Fernando al revés…

No evoco todos estos recuerdos con nostalgia ni añoranza. No echo nada de menos. Algunas cosas, de hecho, como la dimensión y sobredimensión taurina de la fiesta no las entiendo ni las comparto. Creo que hay otros sanfermines posibles, y tantos sanfermines como personas que los viven o sufren. Sanfermines de día, sanfermines trabajando, sanfermines en Salou… Pero lo que no se puede negar es que gran parte de los recuerdos de cada pamplonés, para bien o para mal,  están irremediablemente asociados a sus fiestas, y que conforme estas se acercan la memoria y la piel se erizan. Estos sanfermines, por tanto, como los pasados o lo que vengan serán de nuevo inolvidables para muchas personas; incluso, o sobre todo, para aquellos que cuando terminen no recuerden nada, como si todo hubiese sido un sueño.   ¡Felices fiestas!

 

 

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