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NOS ESTAMOS HAMBURGUESANDO

Jul 10, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Rubio de bote. Colaboración para ON (Grupo Noticias) 16/07/2016
descarga—¿Los niños pagan?— pregunté, al subir  al autobús, y en el suelo vi una moneda de cinco céntimos, pero pasé de agacharme a cogerla, pues llevaba encima tres o cuatro bolsos, bolsas y maletas de todo tipo y tamaño.

—¿Cuántos años tienen?— dijo el chófer, al tiempo que realizaba, escéptico, un cacheo visual, de pies a cabeza,  a mis hijos.

Hacía unos días, cuando habíamos llegado a la isla, al coger el bus que conectaba el aeropuerto con el centro de la ciudad pagué religiosamente los tres euros por cabeza que costaba el billete.  Antes de hacerlo, en el suelo del autobús, mi hijo se había encontrado otra moneda de cinco céntimos y, cándidamente, se la había entregado al chofer: “A alguien se le ha  debido caer, señor”, dijo. Y el conductor, sin mediar palabra, me devolvió el dinero correspondiente a los billetes de los niños.

—Ejem, tres años la niña y cinco el niño —cambié de táctica ahora, con este segundo chófer.

—¿Tres y cinco?  Pues los veo un poco creciditos ¿no?

—Sí, bueno, cuando vinimos no estaban así,  para mí que ha sido cosa del bufet ¿sabe?

—Sí, claro, las patatas fritas y las hamburguesas es lo que tienen —dijo el chófer, y luego añadió—: El niño paga, la niña no.

Aboné como pude los billetes y me dirigí al fondo del autobús, arrastrando además de mi equipaje la pesada carga de la culpa. En realidad el niño tenía once años y siete la niña.  No sabía por qué había mentido. Me sentí un Bárcenas, un Duque Empalmado cualquiera. Claro que ellos tampoco habían sido muy claros y sinceros en todo ese asunto. Me pregunté si la moneda de cinco céntimos tirada en la entrada del autobús era una prueba, un test de honestidad. Si quien la recogía y se la devolvía al chófer obtenía algún tipo de descuento. Por lo demás, aquella pequeña estafa tenía su parte de venganza, de justicia social, después del saqueo y la mala educación a los que habíamos sido sometidos durante todas las vacaciones.

Recordé, por ejemplo, el día que fuimos a visitar la catedral. Compramos las entradas en una oficina de turismo. Cada una valía un ojo de la cara y, para valorar si merecía la pena convertirse en una familia de cíclopes, preguntamos cuánto duraba la visita, puesto que era mediodía y cerraban a la hora de comer.

—Pues la verdad, no lo sé, hace mucho que no voy —dijo la chica, con una dejadez pasmosa.

Por suerte, buena parte del tiempo la pasamos atrincherados en el hotel. Nos habíamos hamburguesado. Habíamos contratado, por primera vez, un todo incluido, por ver cómo se sentía uno con pulserita. Y como se sentía uno era miserable y muy mal y muy bien y rico, un pobre rico, con el estómago siempre lleno y a la vez hambre y sed de todo y a todas horas.  La sed de poder debía de ser algo parecido a eso. Recordé los platos rebosantes de pastelitos y el retrogusto de los mojitos y me di asco a mí mismo.

—Cariño, vete donde la entrada y coge la moneda de cinco céntimos que hay en el suelo —le dije a mi hijo.

—¿Y se lo doy al señor?

—Lo que quieras—le contesté, y me quedé esperando a ver qué hacía, y, como sabía qué haría, preguntándome  si el chófer le devolvería los tres euros de su billete.

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