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RUNNING OCHENTERO

May 8, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 Publicado en ‘Rubio de bote’, ON (suplemento de los diarios del Grupo Noticias). 08/05/2016

 

—¡Un, dos, un, dos! —oímos que nos gritaban desde una de las casas bajas, las que daban al barranco, por donde mi madre y yo habíamos salido a correr al caer la noche, cuando nadie pudiera vernos.

Y después unas risas que subían a la superficie desde la ciénaga de un pecho lleno de alquitrán y malas hierbas. Miré hacia aquel agujero negro y vi brillar una luciérnaga naranja, alguien fumando a la puerta de la casa de la bruja. De ese modo llamábamos a la herbolera que vivía allí, una mujer mayor y con barba, que siempre andaba arrastrando bolsas de hierbabuena, berro, verbena, a veces acompañada de un jabalí amaestrado, que hozaba entre los matorrales de los descampados.

—¡Un, dos, un, dos!—escuchamos de nuevo su voz cavernosa.

Y corrimos como alma que lleva el diablo, sintiendo a nuestras espaldas el aliento caliente del animal y los colmillos fríos de la humillación clavados en nuestros culos deportistas. Corrimos hasta que llegamos al portal, y una vez dentro, nos apoyamos contra la pared, jadeantes. Miré a mi madre. Llevaba puesta una falda a cuadros, botas de monte y un oriller amarillo horrososo.

—¡Yo no vuelvo! —dije.

No sé por qué, nos había dado por salir a correr. A mí, supongo que porque había visto Rocky, o porque pensaba que para que me cogieran en la NBA solo con los entrenamientos del equipo de baloncesto no me valía; a mi madre porque siempre había sido muy moderna, una adelantada, o porque no quería dejarme solo en aquella época de navajeros y miedo a salir de noche. El caso es que aquella fue la primera y la última vez.

Por entonces correr era una excentricidad. Nadie corría, si no hacía falta. Solo quienes practicábamos algún deporte, y lo hacíamos de vez en cuando y en grupo. La gente nos señalaba, se reía, y siempre había el típico gracioso que se colocaba junto a nosotros y recorría unos metros imitándonos, burlándose.

Después no sé qué paso. A salir a correr le cambiaron de nombre y le pusieron footing. El chándal se convirtió en una prenda de uso corriente, que hasta se podía combinar con tacones. Todo el mundo corría, aunque nadie les persiguiera. Y como todo el mundo corría, los que corrían más que los demás  dejaron de hacer footing, que era una cosa como de aficionados, y se hicieron runners.

Yo hará unos veinticinco años que no hago deporte. Alguna vez, si se me va a escapar el autobús, echo una carrerita y siento como si cada uno de mis huesos proclamara su declaración de independencia. Y al día siguiente, las agujetas, que duran una semana. No voy a decir que eso sea normal, ni que hacer ejercicio no esté bien, pero a veces me he encontrado con algunos de esos que de niños se reían de mí cuando corría, con aquellos compañeros de colegio para los que la clase de gimnasia era una tortura y el plinto un Everest; o con aquellos que cuando quedábamos para ir en bicicleta, aparecían con sus BH impecables, con los guardabarros sin tocar, aquellas bicicletas que solo habían usado la mañana del día de reyes; y de repente, todos ellos se han convertido en ironmanes, van vestidos como astronautas, beben cosas verdes…  Y no sé muy bien qué pensar: por una parte me siento descolocado, una especie de marciano, me parece que siempre en la vida he hecho las cosas al revés, cuando no tocaba; pero, por otra, me parece que en todo eso hay algo raro, no sé muy bien qué. Por lo demás, cualquier día de estos me encuentro a la bruja yendo a clase de zumba. Y al jabalí atado en la puerta del gimnasio, con una de esas sudaderas para mascotas.

 

Patxi Irurzun

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