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EL VIAJE

Abr 14, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Ilustración de Exprai www.exprai.com

Un día, por fin, sus hijos cumplieron sus amenazas y llevaron al desguace su vieja furgoneta, y con ella todos sus recuerdos. Sin decirle nada, como si fuera un niño, o un viejo chocho. Pero él se las arregló para saber a dónde había ido a parar el vehículo, y al día siguiente, pidió un taxi y, en lugar de a rehabilitación, se dirigió al cementerio de coches, en las afueras de la ciudad.

—¿Por qué me deja aquí? —preguntó al conductor cuando llegaron.

El taxista le mostró el postit que él le había entregado al subir, con la dirección, y entonces recordó. No tardó en encontrar la furgoneta, aparcada de culo frente a una montaña de chatarra, como dándole la espalda, herida en su orgullo, resistiéndose a formar parte de aquel amasijo de hierros inservibles. Tampoco le costó mucho convencer a los trabajadores de que todo se había tratado de un malentendido. Siempre había sido un pico de oro, el mejor comercial del mundo. Cuando se sentó frente al volante, notó un olor extraño, a sudor ajeno, y el gemido de los muelles del asiento, al reconocerle, como si la furgoneta fuera un gato que se frotaba contra sus piernas, y al que él también acarició, dando dos palmaditas en el salpicadero, igual que hacía cada vez que regresaba a casa, tras un largo viaje. Después introdujo la llave en el contacto, la giró y el motor comenzó a ronronear.

—¿Algún problema? —le preguntó uno de los operarios, al cabo de un rato.

Paralizado con la mano sobre la palanca de cambios,  sintió aquel vértigo, dentro de su cabeza, pero de repente, en cuanto dejó de pensar en ello, se desbloqueó, y recordó cómo se metía la marcha atrás. Luego arrancó,  perdiéndose en la madeja de carreteras de circunvalación, bajo el cielo azul de los carteles indicadores: Vitoria. Burgos. Valladolid…  Recordó también las muestras que llevaba atrás, y sonrió. Había vendido todo tipo de productos en su vida, pero sin duda aquel era uno de los más extraños. Nunca llegaría a comprender quién y por qué compraba tangas comestibles en las máquinas expendedoras de los baños de los bares, las áreas de servicio… Salamanca. Cáceres. Badajoz…

Paró a comer, y el olor a fritanga del menú del día permaneció pegado a su ropa varias horas, mientras seguía conduciendo y palpándose los sobrecitos de azúcar del café, que había guardado como siempre para los niños, a quienes hacía gracia el nombre de aquel restaurante de carretera, La Loba, impreso en ellos. Todavía condujo algunos kilómetros más, hasta que el piloto naranja de la gasolina se encendió. Se detuvo entonces en una gasolinera, llenó el depósito, pagó y salió fuera. Hacía frío, había caído ya la noche y una niebla densa lo envolvía todo. Sintió de nuevo el vértigo. ¿Dónde estaba, qué hacía ahí, qué le esperaba tras esa niebla al final de la noche?…

—¿Se encuentra bien? —le preguntó el gasolinero, al verlo apoyado en un surtidor, llorando como un niño, o como un viejo chocho.

—¿Cómo… cómo se sale de aquí? —balbuceó.

El operario señaló al frente. Él le dio las gracias y entró en la furgoneta. Después, arrancó. Cáceres. Valladolid. Vitoria… Llegó a casa por la mañana, bajo el cielo ensangrentado del amanecer y las luces de las sirenas que ululaban su nombre.

—¡Aita! —vio dirigirse, nervioso, hacia él a varios desconocidos.

Él los miró, sonrió ufano,  y antes de bajar de la furgoneta, dio satisfecho dos golpecitos en el salpicadero. Había sido un largo viaje.

 

Publicado en Rubio de bote, sección quincenal del suplemento ON
Ilustración de Exprai www.exprai.com

 

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