CAFÉ AMARGO
Tú no deberías tener derecho a momentos como éste. Cabronazo. Ni siquiera aunque esos momentos duren sólo unos segundos y después la felicidad se escurra por esa cloaca en la que algunos os empeñáis en convertir la vida. Estoy sentado en una terraza, tomando un café que, por una vez, no sabe como el agua de un charco. Está tan rico, tiene una temperatura tan perfecta, el placer es tan intenso que por uno de los ojos eyaculo un lagrimón, como un pequeño planeta transparente, en el que todo es perfecto: los niños juegan en el parque y no se caen nunca del tobogán, sus padres beben cerveza fría o café caliente y al día siguiente no tienen que ir a trabajar… Si ahora me preguntaran cómo sería para mí una vida ideal elegiría un sábado soleado de otoño como este . “1,65 m., 60 kilos, 100 de tetas”, leo, sin embargo, de repente en la mesa. Alguien ha escrito sobre ella con un rotulador unas letras temblorosas. “¿Te parezco gorda? A él sí, pero ya nunca más me vas a insultar, ya nunca me vas a poner la mano encima? Hoy empiezo una nueva vida. Antes muerta que volver contigo”. Me quedo helado. Mi pequeño planeta transparente, mi mundo perfecto tiembla un momento sostenido en las pestañas. Después rueda y se estrella contra el suelo. “Cabronazo”, murmuro entre dientes, y apuro el último trago de mi café. Este café que de pronto se ha vuelto tan amargo.
Esta es una de las colaboraciones que hice en el diario ADN durante mi fugaz paso como columnista por él (ocho o diez semanas).