Este es el cuentico de terror que he escrito para el último número de Vinalia Trippers (Trippers from de Crypt), con la ilustración que hizo Kalvellido. Bueno, mentira, en realidad el dibujo de Kalvellido sale en la revista en blanco y negro y mi cuento es más corto porque me pasé varios pueblos de las cuarenta líneas que pedía Vicente Muñoz. Así que para coleccionistas.
Ezizena no aparece en los mapas. Pero los mapas también mienten, como los libros de geografía, y los censos de población, y nuestros recuerdos y los cuentos en que recordamos cosas. Todos mentimos. Sin embargo, os juro que yo estuve allí, hace unos años, cuando trabajé recogiendo datos —para el censo del Gobierno de Navarra, precisamente—.
Me gustaba aquel trabajo. Conducía por carreteras secundarias del Pirineo o del valle del Roncal mientras escuchaba música, comía pochas y trucha con jamón en ventas y posadas, a veces me paraba a ver alguna foz o una iglesia románica… Pero sobre todo me gustaba el momento en que llegaba a los pueblos (al menos hasta que aparecía algún vecino desconfiado, con una azada o una escopeta de caza entre las manos)… Me gustaban las calles vacías, el silencio, el aire puro de la montaña, los gatos — dueños y señores de las ruinas y los caserones— que salían a recibirme, curiosos a veces, otras desafiantes…
En Ezizena, sin embargo, desde el primer momento en que bajé del coche tuve ganas de irme. Al principio, fue solo un presentimiento, una posición defensiva ante un silencio distinto al de otras veces, compacto y doloroso, como una piedra golpeando mis oídos; o quizás fue la arquitectura de las casas, una serie de unifamiliares, todos idénticos, con sus huertas y sus perros también idénticos (Ezizena era un pueblo nuevo, de repoblación, una de aquellas islas que levantó el Instituto Nacional de Colonización en mitad de nuevos regadíos abastecidos por los pantanos y canales que mandara construir Franco)…
Después, de repente, escuché algunas risas, vi a varios niños, jugando en el patio del colegio y durante unos instantes aquel pequeño caos de un recreo infantil me tranquilizó. Pero solo fue un momento: cuando fijé la vista en alguno de los niños percibí también algo extraño, que todavía no llegaba a identificar.
—Haz cuanto antes tu trabajo y márchate de aquí— me dije.
De modo que me acerqué a uno de aquellos unifamiliares y llamé a la puerta. Siempre, cuando llegaba aquel momento, veía brillar los ojos como cuchillos detrás de las persianas, pero después, cuando conseguía que alguien me abriera, la noticia se transmitía, no sabía cómo, a través de conductos invisibles, y en el resto de casas me estaban esperando, a veces con un vaso de vino o un trozo de pan con txistorra. En Ezizena, para mi sorpresa, me abrieron a la primera. Una mujer alta y corpulenta, pelirroja, me recibió amable, aunque algo fríamente. En la casa de al lado lo hizo un hombre que, pensé, debía de ser su hermano gemelo, pues se apellidaba igual, también tenía el pelo rojo y la misma sonrisa correcta e inquietante.
Llamé a una tercera casa. Esta vez apareció un matrimonio, que parecía compuesto por los dos gemelos que me habían atendido anteriormente, como si ellos también pudieran pasar de una casa a otra a través de pasadizos subterráneos. Comencé a asustarme. Todos los que me abrían las puertas eran pelirrojos, se llamaban del mismo modo y me mostraban sus dientes como resplandecientes cubitos de hielo. Acabé, muerto de miedo, de recoger los datos de puerta en puerta y corrí hasta mi coche. Al pasar junto al patio del colegio, vi otra vez a los niños. Había varios de ellos junto a la verja, observándome, y fue entonces cuando descubrí qué era lo que me había llamado la atención antes: todos ellos tenían algún incipiente mechón rojo en sus cabellos.
Arranqué y me alejé de Ezizena, como alma que lleva el diablo.
Han pasado muchos años desde entonces, y nunca he vuelto por allí. Al principio busqué el nombre de aquel pueblo misterioso en los mapas, en los libros de geografía, en Google… Nunca hallé rastro de él. Después decidí que para mi salud mental lo mejor era olvidarme, que quizás lo había soñado, o que se trataba de uno de los territorios míticos, de los no-lugares que imaginaba para alguno de mis cuentos. Pero esta mañana, al ir a comprar el pan, me ha atendido, con una sonrisa glacial, una chica nueva, alta, corpulenta… y pelirroja. Y no he podido evitar recordar aquel día en Ezizena. He pensado, sin embargo, que se trataba de una casualidad, algo perfectamente normal. Hasta que en el pasillo del supermercado me he cruzado con un tipo con una cara, una sonrisa y un pelo idénticos a los de la dependienta de la panadería. Y después en la calle, cogidos del brazo, con un matrimonio de pelirrojos que parecían gemelos… Aterrorizado, he ido a recoger a mi hijo al colegio, y al llegar, detrás de la verja del patio, he visto a varios niños observándome. Un pequeño mechón rojo comenzaba a incendiar las cabezas de todos ellos.
La libertad guiando al pueblo y Cristina Macía a Esteban y a mí
Ya va aflojando un poco el bolo en el estómago y se disipa el nublao en la mente que me traje de la Semana Negra de Gijón, donde estuve el fin de semana pasado presentando
¡Oh, Janis! y
Simpatía por el relato junto con mi gran amigo
Esteban Gutiérrez. Siempre me cuesta recuperame de estos bolos, que para mí, que soy un inhábil social, las más de las veces se convierten en embolados y a los que me presto únicamente por el bien de mis libros (aunque no sé si al final acaban beneficiándolos o perjudicándolos) y por eso de que ya me estoy haciendo mayor y no está la cosa para dejar pasar trenes. Aunque ya a la ida ya se me escapó uno de ellos, un tren, este de los de verdad, y tuve que apañarme el viaje con combinaciones varias de autobús. Pamplona-Donosti-, Donosti-Gijón. En este último tramo viajé en Supra, que es un autobús en el que te ceban durante todo el trayecto con medianoches de jamón, caramelos de café, Aquarius, etc. Me encanta viajar en autobús, es uno de esos no-lugares, un agujero negro en el mapa de carreteras, la cuarta dimensión, un fortaleza, un útero materno con ruedas en el que sentirte a salvo, y disponer de tiempo para leer, oír música, para empollarte la chapa que vas a soltar, para desear que el autobús nunca llegue a destino y no tener que soltarla…
En este viaje leí «La canción del pirata» de Fernando Quiñones y escuché a los Hellacopters y las siete horas se me pasaron volando. Llegué a Gijón hecho un gorrín y encima había quedado con Pepe Pereza y David González para cenar sardinas, menos mal que cuando llegué al bar El Planeta de Cimadevilla ya solo quedaban las raspas. Hacía mucho que no veía a Pepe y a David, y me alegré de estar con ellos y fue como si no hubiera pasado en realidad tanto tiempo. Bebimos cerveza y fumamos cigarrillos dentro de un bar, en plan clandestino, mientras ponían discos de Kortatu y Eskorbuto. Parecía que nos hubieran metido en una máquina del tiempo y regresado a los quince años. Después, no muy tarde, al hotel, y al día siguiente de flaneur por Gijón, hasta que llegaron, primero el gran Felipe Zapico, Zapi, y después mi socio Esteban Gutiérrez, con los que nos fuimos a meternos un menú Semana Negra (menestra y callos, una cosa ligerica) y a fisgar un poco al Hotel Don Manuel, campamento base de los invitados al evento. Muchos llevaban colgada la acreditación, pero a mí me daba lacha leer sus nombres, y excepto Carlos Salem, uno con sombrero que decían que era Sabina y algún otro, no me sonaba nadie. Por mi parte no me colgué la identificación durante los tres días más que cuando no me aguantaba y el único remedio era entrar a mear a la zona reservada para escritores. En una de esas, dela cabina de al lado salió Rosa Montero, que presentaba libro después que nosotros. Hace algún tiempo la entrevisté, y antes cruce con ella alguna carta y email, pero me dio la impresión de que Rosa Montero no se acordaba de mí.
Con Zapi, que intenta que no se le vea su parche pirata, Agnes, de blanco inmaculado, y David González, muy bien acompañado por el flanco que no soy yo
Pero estábamos en que Zapi, Esteban y yo comimos como reyes en Casa Pachín (así se llamaba el restaurante del Don Manuel, sin duda como homenaje a mí), y después nos fuimos al recinto ferial donde se presentaban los libros. La presentación de «Simpatía por el relato» fue un puto desastre, estábamos cinco en la mesa (
Agnes, Zapi,
Pablo Tamargo, Esteban y yo), teníamos media hora y nos atropellamos, algunos más que otros. Además no nos oíamos al hablar y abajo la gente, estaba estaba rara, pasiva, parecía que se encontraban a un kilómetro de distancia, aunque quizás fuimos nosotros los que no supimos acercarlos. O eso o que no somos Rosa Montero ni Sabina ni
Almudena Grandes, que presentó antes que nosotros, ni Carlos Salem, al que luego lo vimos leer y nos quedamos pasmados, qué poderío, qué cabrón. Con todo, vendimos un huevo de libros, espero que
Javier y José Luis, de
Drakul, la editorial, que también andaban por ahí, se fueran contentos, no lo sé porque apenas pude hablar con ellos.
Luego nos tocó el turno a Esteban y a mí. Yo ya iba acojonado, la cosa había empezado con mal pie y pensaba que no íbamos a conseguir enderezarla, pero Cristina Macía, siempre tan alegre y pizpireta, nos echó una mano y Esteban y yo estuvimos relajados, como otras veces, diciendo las cuatro paridas de rigor, y defendiendo con entereza nuestras novelas. La carpa estaba casi llena y sobre nuestras cabezas teníamos a la libertad defendiendo al pueblo con una teta fuera. Ya solo habría faltado que vendiéramos algún libro. Yo firmé tres. Estas cosas no se cuentan , pero lo digo porque a veces la gente se piensa que uno vive de esto y porque a algunos les sabe mal que te den vales para comer (un escritor ¿comer? ¿de qué?). El año anterior también estuve en la Semana Negra, con mi amigo Juan Kalvellido, del que me acordé mucho estos días, y como veníamos de estranjis, de polizones y no teníamos vales nos íbamos a tomar cervezas al Gambrinus, donde servían unas tapas de patatas con mayonesa que engañaban al estómago y así nos ahorrábamos unos duros. El hotel nos lo pagaba nuestro editor, Santiago Osset, de Tiempo de cerezas y él se iba a dormir a un camping. Eso también, lo digo para los que vinieron a gritarnos cuando llegamos y nos llamaron chupópteros y nos e qué mas, y a quienes ya les cambiaba mis tres libros por sus carteles de UGT y Comisiones, a ver quién sale ganando. El caso es que con tres de esos vales Zapi (qué gran tipo, impresionante con su parche pirata al ojo), Esteban y yo cenamos unos huevos fritos y calamares en el chiringuito de al lado, Pachu, al que sin duda han bautizado así como homenaje a mí, y bebimos sidra, y luego cerveza, ya en el backstage o eso, del concierto de Lilith y Black Horde, a los que les habían preparado un escenario impresionante, el mismo que ponen a la Pantoja o a Bisbal durante las fiestas. Para Esteban y para mí fue una alegría ver a los dos grupos en esa caja tan grande, con las luces, sus 35.000 vatios… Conciertazo (aquí lo cuenta Esteban mucho mejor)
Ya de madrugada, de regreso a Gijón, Esteban y yo estuvimos intentando buscar algún sitio donde seguir la fiesta, pero estamos mayores y no vimos nada. Luego se lo encontró todo Esteban al abrir la ventana de su hotel, en la calle de atrás. Yo, que estaba en otro más alejado, dormí como un ceporro pero el pobre solo pudo pegar ojo tres horas.
En el cartel con el programa del día en el que aparecen Sabina, Rosa Montero y el resto de teloneros que nos pusieron
Al día siguiente desayuno con los Lilith, que seguían viaje hacia León, donde tenían bolo. Los Lilith son grandes, encima y sobre todo debajo del escenario. Hemos compartido muchos momentos presentando la antología de cuentos escritos por rockeros y la verdad es que da gusto verlos y estar con ellos. Ojalá que tengan toda esa suerte que se merecen y que buscan sin perder nunca el aliento ni la sonrisa.
Y tras la despedida (¿Por qué te vas?), otra vez a comer, y siesta, y paseo por el recinto, de nuevo con Pepe Pereza, y vuelta a Gijón, y un montón de gente haciendo botellón y meando en las paredes, y nosotros qué mayores.
Al día siguiente yo tenía pensado hacer tiempo hasta la hora de irme, pero vinieron a buscarme al hotel dos autobuses llenos de escritores a los que mi compañero Esteban secuestró para recogerme y para que alguien se enterara de que habíamos estado en Gijón, porque de los papeles nos habían hecho desaparecer a quemarropa. El mismísimo Paco Ignacio Taibo entró al hall del hotel ¡Qué vergüenza! Creo que hasta le di con el bolso en la cara a Manuel Rivas al subir al autobus. Nos llevaron de nuevo al recinto, donde Taibo hizo balance de la Semana y prometió que le pesara a quien le pesara el año siguiente estarían de nuevo dando guerra, y luego a un merendero, en el que yo anduve como alma en pena, nerviosito perdido pensando en que se me iba a escapar el autobús, y también porque sí, porque el mundo me hizo así, raro y huidizo y sin acreditación colgando del pecho.
Finalmente me llevaron a tiempo a la estación, muy profesionales, y después de dos medianoches de jamón, alguna lata, paradas en estaciones varias, llegué a casa a las doce de la noche. Los niños y Anabel aún estaba despiertos y me parecieron todos guapísimos y me di cuenta de las ganas que tenía de verlos. Me preguntaron que qué tal y yo dije «muy bien» y así es más o menos como fue todo.
En el vaso había colacao, lo único que bebí durante todo el viaje