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Archive from julio, 2010

L’ Animale

Jul 7, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments



Y por seguir con el fútbol, en este blog italiano hacen una «recensione» de la antología Cuentos de fútbol 2 (Mondadori), en la que participé con L’animale, la traducción de mi cuento «Ese Tocho«, junto a autores -casi me da lacha- como Julio Llamazares, Roberto Fontanarrosa, Javier Marías, Mempo Giardinelli o Juan Villoro. No entiendo un pijo de lo que dicen, pero veo que me nombran en la reseña:

E’ in assoluto la serata migliore per postare una recensione di «Cuentos de futbol 2», l’Oscar Mondadori che raccoglie undici racconti di scrittori latinoamericani: in Sudafrica sono infatti in campo per gli ottavi di finale Argentina e Messico, in un confronto di anime latine che l’antologia rappresenta davvero bene.

Per chi sta seguendo la partita, il match si è aperto con dieci-minuti-dieci di furore messicano, schiantatosi prima su una traversa e immediatamente dopo ad un soffio dal palo destro: prendiamo in mano il libro e leggiamo «Il calcio è così» di Antonio Alvarez Gil, storia di amori e passioni semplici e di dolori, adatta a quel pallone che sembra indirizzato nell’angolino e lo sfiora soltanto, ad un passo dalla storia.

Passa qualche minuto, ed un gol in chilometrica posizione di fuorigioco di Tevez porta avanti l’Argentina. (Inciso. Complimenti alle terne arbitrali odierne e alla buona idea delle FIFA di non introdurre tecnologie di verifiche nel calcio. Abbiamo potuto festeggiare la vendetta tedesca di un gol fantasma a 44 anni di distanza. Ne parleremo domani). Mentre Tevez esulta, scorrono tra le mie mani le parole del racconto «L’animale» di Patxi Irurzun, in cui il protagonista principale finisce per essere lo Show (la esse maiuscola non è un errore) che ha trasformato uno sport in puro spettacolo e business.

E proseguendo nel plot della partita, l’errore del difensore argentino che regala il pallone del 2-0 a Higuain non può non far pensare a «La guerra di Tito», racconto di Mempo Giardinelli, con la melanconica storia di un potenziale campione e la sua fine poco gloriosa ma comunque vicina ai campi di pallone, da cui è davvero difficile potersi staccare.

Tren negro

Jul 7, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Hoy es el día de la super-resaca en Pamplona. La mía es moderada, porque desde hace unos años he bajado la cantidad de ingesta de bebidas espirituosas ,por el bien de mis hijos. Pero estoy muy cansado: callejear y beber cerveza con una niña de 21 meses que no quiere saber nada de la silleta ni de que la tenga en brazos otra persona que no sea su aita es complicado y agotador (aunque tiene otras compensaciones). Por lo demás volví a emocionarme, como todos los años, en el chupinazo, soy un moña y un hiperlocal que diría El naúgrafo digital, pero no lo puedo evitar, y me gusta, qué hostias. Para mí sigue siendo el día más especial del año. El caso es que estoy derrengado y mañana continúa la fiesta: a la 1 de la madrugada cogeré un autobús que me lleve a Madrid, donde a las 8 de la mañana me subiré al tren que nos lleva a los invitados a la Semana Negra de Gijón. El sábado presentaré con Kalvellido nuestro artefacto La virgen puta. Esperemos que el malagueño esté inspirado y me saque del marrón en el que siempre me veo cuando se trata de hablar en público y sobre mis propias obras. Tenía ganas, por lo demás, de saber qué es eso de la Semana Negra, el tren negro, todo negro y criminal… Va a ser como salir de una burbuja, la sanferminera, y entrar en otra, y el lunes otra vez a Pamplona, y a continuar las fiestas. Pobre de mí.

1978 (Cuento sanferminero)

Jul 7, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Dibujo de Tasio para «Cuentos sanfermineros»

Los sanfermines de aquel año se suspendieron. Era 1978. El 8 de julio la policía entró a la plaza de toros y disparó a los tendidos, donde alguien había exhibido una pancarta. A un mozo le salvó la vida el reloj de bolsillo que llevaba en el de la camisa, que una bala reventó en lugar de su corazón. A otro lo mataron en una calle próxima cuando huía.
Mucho antes de que alguien desplegara esa pancarta la Plaza de toros estaba ya rodeada por decenas de camionetas de grises. Lo sé por que mi madre nos llevó aquella tarde a la salida de las peñas y lo vimos. Volvimos a casa antes de que ocurriera nada. Aquella tarde no hubo salida de peñas, ni toro de fuego, ni verbenas… nada. Al día siguiente te asomabas a la ventana y veías la calle desierta, o jóvenes que corrían; y siempre, siempre, una camioneta de policía dando vueltas. Al mediodía seis grises se bajaron de la puerta trasera de una de ellas y apalearon a un chaval que volvía de comprar el pan. Lo dejaron tumbado en medio de la acera y continuaron patrullando, como si nada. Cuando pasaron debajo de mi casa algún vecino gritó ¡POLICÍA ASESINA! y entonces un gris volvió a bajarse de la camioneta y apuntó con su fusil hacia las ventanas. Mis hermanos y yo nos tiramos al suelo, como en las películas. Después se oyó ruido de cristales que se rompían y en el pasillo apareció una pelota de goma anaranjada dando encabritados, frenéticos botes. Nos quedamos tirados en el suelo, en silencio, un buen rato, hasta que mi madre entró en la habitación y se puso a marcar números en el teléfono. No llamó al cristalero, habló con la tía Berta, que estaba de vacaciones en Pasajes de San Juan, y por la tarde nos metió en el 127 a los 4 y dijo que nos íbamos a la playa.
En la calle había maderas ardiendo a los lados de la carretera. Los cristales de algunos portales y los de los escaparates sin persianas estaban rotos. Junto a los bordillos de las aceras había cascotes y las tapas de las alcantarillas con los que habían sido arrancados. De vez en cuando se oía un estallido seco y hueco, un pelotazo. Otras veces un grito —¡POLICÍA ASESINA!— que se retorcía haciendo eco por las calles vacías.
Al salir del barrio nos topamos con un grupo de jóvenes con pañuelos en las caras que cogían maderas ardiendo de los lados de la carretera y los ponían en el centro, cortando el tráfico. Mi madre aceleró y consiguió pasar antes de que nos lo impidieran, atropellando casi a uno de los chavales. Entonces otro se puso delante del coche, cogió una piedra enorme del suelo y se acercó con ella hacia nosotros. Venía muy enfadado y parecía que iba a tirar la piedra contra el cristal delantero, pero cuando nos vio a los 4 niños apretujados en el asiento de atrás, temblando y mirándole con unos ojos como sartenes que no comprendían nada, se apartó y nos dejó pasar.
Llegamos a Pasajes de noche. Mi madre nos metió en la cama y se quedó hablando con los tíos en la cocina. Estuvieron hablando mucho rato. Por contra me di cuenta de que desde que la tarde anterior habíamos bajado de la plaza de toros a casa yo apenas había dicho unas palabras, y de que no había tenido ganas de jugar, de saltar, de reír… Y pensando en ello me quedé dormido.
Al día siguiente la cosa fue distinta. En Pasajes no había policía, ni disparos, ni barricadas…
Pasajes era un pueblecito de calles estrechas, retorcidas y oscuras que olían a mar. En los tejados de las casas había gatos que se escondían si les mirabas de día y que encendían los ojos si lo hacías por las noches. En las ventanas señoras de brazos gordos que hablaban en euskera apoyadas sobre ikurriñas con crespones negros. La playa era de arena oscura, había muchas piedras y el agua estaba sucia. Pero lo mejor de todo era sin duda el puerto. Mi hermano Javier y yo solíamos despertarnos muy temprano y corríamos hasta él para ver llegar los barcos grandes, y oírles pitar con su voz que se te metía entre el pecho y la espalda, y adivinar de qué país eran las banderas que enarbolaban…; también había barquitas pequeñas con hombres mayores que echaban anzuelos y redes al agua. Por las tardes, cuando los viejos marineros volvían a tierra solíamos preguntarles qué era esto, y aquello otro, y ellos sonreían y miraban con sus ojos tristes que habían acabado por absorber un trocito de mar de tanto mirar, y contestaban: chipirón, centollo…
También por las tardes, cuando el sol empezaba a derretirse a lo lejos, en el horizonte, aparecía una trainera repleta de jóvenes peludos y musculosos que remaban con toda su alma hacia ese sol para darle un chupetón antes de que se deshiciera y que después volvían a remar como locos para que no se les echara la noche encima sin haber regresado. Luego, cuando llegaban al puerto, soltaban los remos de repente, todos a la vez y saboreaban el pedacito de sol que traían en la boca, lo saboreaban como si fuera el manjar más sabroso, ensanchando el pecho, cerrando los ojos, echando la cabeza hacía atrás y besando el cielo…
Fueron aquellas unas vacaciones divertidas. Jugamos, saltamos, nos reímos mucho.
Un domingo fuimos a La Concha, en Donosti, a ver una competición de traineras. Queríamos que ganara San Juan, claro, pero no supimos si llegó a hacerlo, porque cuando estábamos buscando un sitio para aparcar se oyeron unas sirenas y comenzaron a llegar camionetas y camionetas de grises y otra vez hubo pelotazos y gritos y carreras y humo, como en sanfermines.
Mi madre dio media vuelta y cogió la carretera de vuelta a Pasajes. Durante el camino ella y la tía Berta no paraban de hablar, muy nerviosas. Decían “me lo imaginaba”, “no sé qué va a pasar al final”, cosas por el estilo… Nos pararon en un control. Un policía con bigotes le pidió los papeles a mi madre y a la tía Berta, se asomó y cuando nos vio a los cuatro atrás dedujo muy inteligentemente que no éramos un comando terrorista. Registraron, sin embargo, el maletero, y a la tía Berta le hicieron quitarse las gafas. La tía Berta era ciega. Después nos dejaron seguir. Mi madre y la tía Berta ya no hablaban. Nosotros, apretujados en el asiento de atrás tampoco. Sólo mirábamos todo con aquellos ojos como sartenes que no comprendían nada. No teníamos ganas de hablar, ni de jugar, ni de saltar, ni de reír… Sólo teníamos miedo y miedo al miedo, porque no sabíamos qué estaba pasando. Sólo queríamos volver a Pasajes y oír el vozarrón de barcos enormes, y ver a los gatos escondiéndose en los tejados, y hablar con los viejos marineros de ojos tristes…

De Cuentos sanfermineros. Patxi Irurzun (Altaffaylla kultur taldea, 2005)

Otra de fútbol

Jul 7, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Horacio Elizondo fue el árbitro que pitó la final del Mundial de Alemania 2006. La del cabezazo de Zidane. En ella, Zizou, el jugador-bailarín, el que parecía que siempre hacía lo que debía, con el balón y sin él, pudo haber cerrado su trayectoria impecablemente. Su cabezazo, sin embargo, lo hizo humano y yo, al menos, lo prefiero así. Pero volviendo al árbitro, el otro día Lander Santamaría contaba en Diario de Noticias que el argentino Horacio Elizondo era un árbitro poeta, y dejaba esta dirección desde la que podía descargarse su biografía, Un hombre justo. Curioso.

Un cuento maradoniano

Jul 4, 2010   //   by admin   //   Blog  //  28 Comments

A mí por lo general el futbol ni fú ni fá, excepto cuando juega Osasuna y en los Mundiales. En estos de Sudafrica iba con Argentina (o más bien, con Maradona) y, siempre, con todos los equipos que juegan contra España. Ahora seguro que suenan las vuvuzelas. Pero no aguanto el bombardeo mediático, la arrogancia, el desprecio, en lugar de respeto al contrario (aunque Del Bosque ha atemperado algo eso), el buscar siempre cabezas que cortar cuando algo falla, como si esto no fuera un juego en el que el error humano es uno de los componentes, los comentaristas-hoolligans de televisión (aunque uno de ellos sea el entrenador de Osasuna, precisamente), el despliegue de banderas y de patriotismo chusco… Supongo que en todos los países sucederá lo mismo, pero a mí me toca soportar a los de aquí. En cuanto a lo de Argentina, siempre he sentido debilidad por Maradona, y también en este mundial, donde ha seguido siendo el Pelusa (por ejemplo, sacando a Palermo y con la fortuna y la justicia poética de su parte, consiguiendo que este metiera su golito). Ahí abajo va un cuento maradoniano que escribí para un especial sobre Diego que creo que nunca llegó a publicar el escritor Chus Fernández en su fanzine -luego lo incluí en La polla más grande del mundo-y que explica esa extraña simpatía por un personaje como este, al que creo que hay que querer de este modo, desde lejos y viéndolo detrás de esa halo nebuloso que rodea a los mitos.

 

PELUSA

 

Aquel gatito lo trajo a casa mi hermano una tarde de agosto en que el cielo era un brasero. Se lo encontró a la orilla del río, enredado en unos matorrales. Parecía una bolita palpitante de pelos negros, negrísimos. Estaba aterrorizado. Recuerdo que todos los días le lavábamos la cola con un champú que olía a fresas, pero el volvía a cagarse encima. Era todavía muy pequeño. Tan pequeño que dormía en una caja de galletas María. Y sin embargo, ya desde aquellos primeros días, jugueteaba con las pelotas de lana con destreza, correteaba por el pasillo con ellas ensartadas en sus garras de pantera de mentirijillas . Le pusimos Pelusa, por ello, y porque era negro, y porque había nacido en un arroyo. Por Maradona. Por entonces Diego estaba en su mejor época, hacía sobre la cancha exactamente lo mismo que nuestro gato en el pasillo, sorteaba a todos sus rivales como si estos fueran invisibles, como si llevara la pelota cosida al pie, enganchada a una de sus uñas; o metía goles con la mano. La mano de Dios. En un mundo-balón Diego Armando Maradona no podía ser otra cosa sino Dios.
Pelusa poco a poco fue creciendo, dejando de embadurnarse la cola con sus propios excrementos, hasta acabar convirtiéndose en un gato hermoso, que se movía con una elegancia arrogante por la barandilla del balcón, como si también él fuera un dios animal, o un demonio enmascarado. Un día, sin embargo, de repente perdió el equilibrio, y cayó al patio desde nuestro quinto piso. Cayó de pie, porque esa era su naturaleza, y aunque tras una semana sin probar bocado ni moverse de su capazo pareció volver a ser el de antes, algo se había roto dentro de si mismo. Pelusa comenzó a destrozar todas las plantas de casa, a mordisquear sus hojas y revolcarse después medio loco en el suelo de la cocina. A veces incluso se cagaba encima, y volvía a ensuciar su preciosa cola negra. Pero Pelusa ya no era un cachorrito, así que mamá dijo «O el gato o yo».
Lo abandonamos allá en las afueras, junto al manicomio, en un viejo caserón plagado de gatos callejeros, más demonios caídos y rotos por dentro, a los que los locos alimentaban en sus paseos errantes. Algunas tardes mi hermano y yo también le llevábamos a Pelusa un trozo de hígado, pero siempre aparecía un gato más fuerte, o más rápido, o más joven, que se lo arrebataba. Poco a poco dejamos de vagabundear por allá, pero algunos meses más tarde, cuando por casualidad volvimos a pasar por el caserón Pelusa, lejos de morir de hambre, se había transformado en un magnífico ejemplar, gordo, monstruoso, casi repulsivo que se paseaba desafiante entre los demás machos, los cuales le abrían paso con respeto, sin valor para disputarle la comida que le arrojaban los internos del manicomio y que él sólo compartía con varios cachorrillos con las colas salpicadas de lapas; como si todavía recordara aquella tarde de agosto con un cielo como un brasero en que mi hermano lo encontró enredado en un matorral.
Me gusta recordar así a Pelusa. Casi más que cuando se deslizaba, presumido y elegante, por la barandilla del balcón.
Me gusta casi tanto como ver a ese Diego gordo y balbuceante, o a aquel Diego con la mirada perdida en un desierto de nieve, a este Diego al que los porteros le dejan meter los penaltis.
Porque prefiero creer en un dios que tropieza, y que cae de pie, y que se vuelve a levantar enrabietado; en un dios que lleva al Che Guevara tatuado en un hombro; en un dios al que Andrés Calamaro le escribe canciones; en un dios que no olvida que él también nació en el arroyo.
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