1978 (Cuento sanferminero)
 
 

Dibujo de  Tasio para «Cuentos sanfermineros»
Los  sanfermines de aquel año se suspendieron. Era 1978. El 8 de julio la  policía entró a la plaza de toros y disparó a los tendidos, donde  alguien había exhibido una pancarta. A un mozo le salvó la vida el reloj  de bolsillo que llevaba en el de la camisa, que una bala reventó en  lugar de su corazón. A otro lo mataron en una calle próxima cuando huía.Mucho  antes de que alguien desplegara esa pancarta la Plaza de toros estaba  ya rodeada por decenas de camionetas de grises. Lo sé por que mi madre  nos llevó aquella tarde a la salida de las peñas y lo vimos. Volvimos a  casa antes de que ocurriera nada. Aquella tarde no hubo salida de peñas,  ni toro de fuego, ni verbenas… nada. Al día siguiente te asomabas a  la ventana y veías la calle desierta, o jóvenes que corrían; y siempre,  siempre, una camioneta de policía dando vueltas. Al mediodía seis grises  se bajaron de la puerta trasera de una de ellas y apalearon a un chaval  que volvía de comprar el pan. Lo dejaron tumbado en medio de la acera y  continuaron patrullando, como si nada. Cuando pasaron debajo de mi casa  algún vecino gritó ¡POLICÍA ASESINA! y entonces un gris volvió a  bajarse de la camioneta y apuntó con su fusil hacia las ventanas. Mis  hermanos y yo nos tiramos al suelo, como en las películas. Después se  oyó ruido de cristales que se rompían y en el pasillo apareció una  pelota de goma anaranjada dando encabritados, frenéticos botes. Nos  quedamos tirados en el suelo, en silencio, un buen rato, hasta que mi  madre entró en la habitación y se puso a marcar números en el teléfono.  No llamó al cristalero, habló con la tía Berta, que estaba de vacaciones  en Pasajes de San Juan, y por la tarde nos metió en el 127 a los 4 y  dijo que nos íbamos a la playa.En la calle había maderas ardiendo a  los lados de la carretera. Los cristales de algunos portales y los de  los escaparates sin persianas estaban rotos. Junto a los bordillos de  las aceras había cascotes y las tapas de las alcantarillas con los que  habían sido arrancados. De vez en cuando se oía un estallido seco y  hueco, un pelotazo. Otras veces un grito —¡POLICÍA ASESINA!— que se  retorcía haciendo eco por las calles vacías.Al salir del barrio nos  topamos con un grupo de jóvenes con pañuelos en las caras que cogían  maderas ardiendo de los lados de la carretera y los ponían en el centro,  cortando el tráfico. Mi madre aceleró y consiguió pasar antes de que  nos lo impidieran, atropellando casi a uno de los chavales. Entonces  otro se puso delante del coche, cogió una piedra enorme del suelo y se  acercó con ella hacia nosotros. Venía muy enfadado y parecía que iba a  tirar la piedra contra el cristal delantero, pero cuando nos vio a los 4  niños apretujados en el asiento de atrás, temblando y mirándole con  unos ojos como sartenes que no comprendían nada, se apartó y nos dejó  pasar.Llegamos a Pasajes de noche. Mi madre nos metió en la cama y  se quedó hablando con los tíos en la cocina. Estuvieron hablando mucho  rato. Por contra me di cuenta de que desde que la  tarde anterior  habíamos bajado de la plaza de toros a casa yo apenas había dicho unas  palabras, y de que no había tenido ganas de  jugar, de saltar, de  reír… Y pensando en ello me quedé dormido.Al día siguiente la cosa  fue distinta. En Pasajes no había policía, ni disparos, ni  barricadas…Pasajes era un pueblecito de calles estrechas,  retorcidas y oscuras que olían a mar. En los tejados de las casas había  gatos que se escondían si les mirabas de día y que encendían los ojos si  lo hacías por las noches. En las ventanas señoras de brazos gordos que  hablaban en euskera apoyadas sobre ikurriñas con crespones negros. La   playa era de arena oscura, había muchas piedras y el agua estaba sucia.  Pero lo mejor de todo era sin duda el puerto. Mi hermano Javier y yo  solíamos despertarnos muy temprano y corríamos hasta él para ver llegar  los barcos grandes, y oírles pitar con su voz que se te metía entre el  pecho y la espalda, y adivinar de qué país eran las banderas que  enarbolaban…; también había barquitas pequeñas con hombres mayores que  echaban anzuelos y redes al agua. Por las tardes, cuando los viejos  marineros volvían a tierra solíamos preguntarles qué era esto, y aquello  otro, y ellos sonreían y miraban con sus ojos tristes que habían  acabado por absorber un trocito de mar de tanto mirar, y contestaban:  chipirón, centollo…También por las tardes, cuando el sol empezaba a  derretirse a lo lejos, en el horizonte, aparecía una trainera repleta  de jóvenes peludos y musculosos que remaban con toda su alma hacia ese  sol para darle un chupetón antes de que se deshiciera y que después  volvían a remar como locos para que no se les echara la noche encima sin  haber regresado. Luego, cuando llegaban al puerto, soltaban los remos  de repente, todos a la vez y saboreaban el pedacito de sol que traían en  la boca, lo saboreaban como si fuera el manjar más sabroso, ensanchando  el pecho, cerrando los ojos, echando la cabeza  hacía atrás y besando  el cielo…Fueron aquellas unas vacaciones divertidas. Jugamos,  saltamos, nos reímos mucho.Un domingo fuimos a La Concha, en  Donosti, a ver una competición de traineras. Queríamos que ganara San  Juan, claro, pero no supimos si llegó a hacerlo, porque cuando estábamos  buscando un sitio para aparcar se oyeron unas sirenas y comenzaron a  llegar camionetas y camionetas  de grises y otra vez hubo pelotazos y  gritos y carreras y humo, como en sanfermines.Mi madre dio media  vuelta y cogió la carretera de vuelta a Pasajes. Durante el camino ella y  la tía Berta no paraban de hablar, muy nerviosas. Decían “me lo  imaginaba”, “no sé qué va a pasar al final”, cosas por el estilo… Nos  pararon en un control. Un policía con bigotes le pidió los papeles a mi  madre y a la tía Berta, se asomó y cuando nos vio a los cuatro atrás  dedujo muy inteligentemente que no éramos un comando terrorista.  Registraron, sin embargo, el maletero, y a la tía Berta le hicieron  quitarse las gafas. La tía Berta era ciega. Después nos dejaron seguir.  Mi madre y la tía Berta ya no hablaban. Nosotros, apretujados en el  asiento de atrás tampoco. Sólo mirábamos todo con aquellos ojos como  sartenes que no comprendían nada. No teníamos ganas de hablar, ni de  jugar, ni de saltar, ni de reír… Sólo teníamos miedo y miedo al miedo,  porque no sabíamos qué estaba pasando. Sólo queríamos volver a Pasajes y  oír el vozarrón de barcos enormes, y ver a los gatos escondiéndose en  los tejados, y hablar con los viejos marineros de ojos tristes…
De Cuentos sanfermineros. Patxi Irurzun (Altaffaylla kultur taldea, 2005)
 
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