No supe el revuelo que habían armado las fotos de la alcaldesa hasta dos días después. Tenía una resaca brutal y pasé el día de San Fermín durmiendo, intentando amansar con la música de mis ronquidos a las fieras que se habían hecho nido en mi organismo (por ejemplo aquella colmena de abejas justo en la punta de allá donde se apoyara, nunca mejor dicho, la alcaldesa). La noche anterior había sido un desenfreno de alcohol y sexo. Después del chupinazo toda la plantilla habíamos ido a comer a un asador. Yo hacía apenas un par de días que había llegado a la ciudad y supongo que como deferencia, para irme introduciendo en el vestuario, me sentaron junto a Burrutxaga, el capitán del equipo.
Burru era un tipo simpático, de carácter noble y aspecto atractivo que gozaba del beneplácito de vestuario, directiva y afición, sobre todo, en este último caso, entre el sector femenino. Las muchachas le perseguían y él se dejaba perseguir, sin comprometerse nunca a nada. Era una pequeña licencia que se permitía y le permitían, pues por el contrario daba todo en la cancha, por sus compañeros y por su equipo (por el que, navarro como era, sentía los colores como ya pocos futbolistas, que somos unas putas, somos capaces de hacer). Pronto hice migas con él, a lo que ayudaron las tres botellas de clarete que nos ventilamos a medias, aunque debo decir que Burru se empeñó más que en introducirme en el ambiente del equipo en apartarme de él, sobre todo del resto de navarros.
—Son unos moñas. Estoy hasta los cojones de rezar el padrenuestro antes de cada partido. Joder, ¿pero todavía no se han dado cuenta de que Dios es del Madrid? Unos moñas. ¿O no ves que esta comida es un muermo? ¿Te apetece de verdad divertirte? —me propuso durante los cafés y sin esperar a que respondiera me arrastró a la calle, hasta un tenderete en el que entre otros titos, vendían camisetas piratas de Osasuna. Burru compró una con su propio nombre, otra con el mío y también un par de sombreros mejicanos, bajo los cuales, tras cruzarnos con una cuadrilla que nos invitó a unos tragos de una bota de las tres Z, cuyo contenido derramamos mayormente sobre nuestro cuerpo, volvimos al asador.
— ¡Quiero un autógrafo de Burru! —les espetó Burru a los gorilas de la puerta—. Y mi amigo uno del Tocho.
—Largo de aquí, muertos de hambre —respondieron amablemente ellos.
Y que Dios me perdone —y si no lo hace me da lo mismo, como ya quedó dicho Dios es un boludo, y ahora además del Madrid, el único equipo de los grandes que nunca se dignó a hacerme una oferta—, que Dios me perdone, decía, pero volver a ser un anónimo muerto de hambre fue una bonita experiencia: hacía años que no podía caminar por la calle sin que me saludaran desconocidos; sin tener que auparme, en el híper, bebés llorones al hombro para la foto; sin verme obligado, en las discotecas, a firmar autógrafos en turgentes pechos o rotundas nalgas… Bueno, esto último nunca me había desagradado demasiado y de hecho, cuando tras un periplo etílico por miles de bares observamos que a las chicas los borrachuzos muertos de hambre no les parecen nada atractivos, renunciamos al anonimato arrojando el sombrero mejicano al aire mientras por los altavoces se oía «Si no tienes un duro no te hace caso nadie, en cambio si lo tienes amigos a millares». Y efectivamente, ya convertidos en Burru y Tocho no tardamos demasiado en enrollarnos a las dos minas más espectaculares del bar, con una de las cuales sobrellevé la resaca en mi hotel, a base de Vitamina C —C de Casquete— y fui capaz de llegar en plenitud de facultades a la rueda de prensa de mi presentación, el día 8; la misma rueda de prensa en que vi por primera vez las que ya llamaban fotos porno de la alcaldesa.
Juan Antonio Mora publica en el último número de su revista
La Hamaca de lona este cuento, «
Trigesimoquintacrisis«, en el que, entre otras cosas, escribo:
Sólo consigo escribir historias en las que yo soy el protagonista y me compadezco de mí mismo. Son, en realidad, las mismas historias que cuando tenía 15, 20, 30 años y me encontraba triste, solo y asustado. He escrito el mismo cuento 35 veces, pero ahora ya no sirve, no es suficiente.
Han pasado ya cinco años desde entonces, ahora tengo ¡40! Ya no me siento solo, sólo triste y asustado, pero hace tanto que no escribo un cuento…
Este empezaba así:
TRIGESIMOQUINTACRISIS
Pa-paaa-parabá….
La alarma del móvil suena todos los días a las 8 de la mañana.
Parapa-papaaa-parabá.
«Satisfaction». El tema peor elegido para un momento como ése. He terminado por aborrecerla, pero no tengo ni idea de cómo cambiar la melodía. Soy un desastre.
Pa-paaa-parabá….
Isabel siempre remolonea varios minutos. Yo entonces suelo mirarla. Me gusta mirarla. Es muy guapa y creo que nunca me acostumbraré ello. A veces me pregunto qué hago yo junto una mujer como Isabel. Sé que ella también suele preguntarse qué hace con un tipo como yo. Pero lo hace de otro modo.
Isabel suele despertarse de buen humor, a pesar de todo. La oigo cantar en la ducha, mientras hago la cama. Vivimos en una habitación de un piso compartido y para abrir los armarios antes hay que recoger la cama plegable. Todo muy confortable.
Cuando Isabel vuelve a la habitación y comienza a vestirse la tumbo desnuda sobre el colchón y abro sus piernas, o la abrazo por detrás y coloco mi pene entre sus nalgas.