¿QUÉ HA SIDO DE TI , JOCELYNE?
Hace algunos meses un reportero del programa Callejeros (Cuatro ) me envió un e-mail. Había leído Atrapados en el paraíso , el libro que escribí sobre mi experiencia en el vertedero de Payatas (60.000 personas viviendo y trabajando en una auténtica ciudad basura, levantada alrededor de dos humeantes montañas de desperdicios de más de 25 metros de altura) y quería que le proporcionara algún contacto que le permitiera entrar a ese basurero, u otros como el de Tondo, en la capital filipina. Así lo hice y de paso sirvió para recordarme a mí mismo que desde que volví de Manila, en 2002, no había vuelto a saber nada de las personas que conocí en Payatas.
Como Jocelyne, la niña más lista del mundo, que debe de ser ya una jovencita. Hace siete años, Jocelyne atendía una pequeña tienda junto a uno de los puestos de control de entrada al vertedero. Vendía biscotes y bolsas de pop-cola a los soldados del check-point y también a los scavengers o trabajadores de la basura que rebuscaban entre esta cartón, plástico e incluso oro. Jocelyne era sólo una mocosa pero sumaba y restaba a una velocidad de vértigo y nos corregía a Joseba, el fotógrafo que me acompañó en el viaje, y a mí, cada vez que le dábamos una patada a nuestro escurrido diccionario de inglés. A Jocelyne le gustaba estar con nosotros, los extranjeros blancuchos y ricos, casi tanto como ver Betty, la fea en su pequeño televisor o ir a la escuela algunas horas a la semana. Yo creo que soñaba con trabajar, como Betty, en una oficina, una de las que se veían desde Payatas, en grandes rascacielos desde los que, por el contrario, nadie veía Payatas; pero Jocelyne debía pasar la mayor parte del tiempo en su tiendita: su padre trabaja de sol a sol conduciendo una de las bulldozer que compactaban las toneladas de basura de la montaña; y su madre murió sepultada por éstas en el año 2000, en el alud que enterró a más de doscientas personas.
No sé qué ha sido tampoco de Asunción, nuestra guía en el basurero, que siempre nos dejaba atrás cuando teníamos que ascender por las lomas y terrazas de basura, no importaba que tuviera 60 años, a ella todavía le quedaba energía, cuando nos despedíamos cada tarde, para echar una mano en el sindicato de scavengers , o en la guardería, el rudimentario hospital (en el que cada día morían dos o tres niños, por causa de la tuberculosis, o una simple diarrea…). No sé tampoco qué ha sido del Padre Joel Bernardo, un doble filipino de John Lennon, que nos consiguió los permisos para entrar a Payatas, en un pulso con el Capitán Jaymalin, la autoridad militar…
El e-mail del reportero de Callejeros era, por eso, una manera de recuperar el contacto con la gente de Payatas, con la que también me sentía en deuda (tenía cierta inquietud por saber qué les había deparado la vida, pero tampoco había hecho demasiado por averiguarlo).
Por supuesto, el reportero no habló con Jocelyne o Asunción…, ellos sólo estuvieron una semana en Manila, pero me proporcionó la dirección de dos personas que aparecieron en el programa y a las que escribí. Una de ellas era la madrileña Alicia Gimeno, quien me respondió algo sorprendida por la repercusión que había tenido su intervención en el reportaje: al parecer, lo que más había llamado la atención a muchos de quienes la vieron no fueron las condiciones de vida de los scavengers , o ver a los niños trabajando (una de esas niñas, por cierto, podía ser la propia Jocelyne: cuando le preguntaban en el programa qué quería ser de mayor, contestaba que profesora, y después se giraba y se perdía entre el humo de la montaña de basura); no, lo que a mucha gente le preocupó fue que Alicia caminara calzada sólo con unas chanclas por el vertedero.
La otra persona a la que escribí fue al sacerdote burgalés Julio Cuesta (a quien, por cierto, unen lazos con Navarra, pues vivió durante 17 años en Dicastillo, en el seminario menor que su congregación tenía en el Palacio de la Condesa de la Vega del Pozo) y quien tras tres años de trabajo en Payatas ahora dirige un cotolengo u orfanato a diez kilómetros del basurero. Tardó algo en responder, pero esto fue lo que, entre otras cosas, me contó: «Llevo dos semanas pendiente de uno de nuestros niños, ingresado en un hospital público; es un niño tetrapléjico, con problemas de epilepsia… Llegó a nuestro centro hace ocho años, le pusieron el nombre de K. Plaza porque apareció abandonado en esa plaza de la ciudad de Cebú… En el hospital le han tenido que someter a una doble operación (traqueotomía y gastrostomía)… Todo ha ido bien y hoy le darán de alta (mañana organizaremos una pequeña fiesta para celebrar su vuelta al cotolengo). Es tremendo el espectáculo de un hospital de niños donde muchas familias se ven en la imposibilidad de hacer algo por sus hijos enfermos porque no tienen dinero… Tienes que estar pendiente de las enfermeras que en cada momento te dicen la pastilla o medicina que necesitan para el enfermo… Antes de una operación te pasan la lista, con su precio correspondiente… y la operación no se hace si no has comprado las sondas, válvulas… y pagado hasta los últimos detalles (alcohol, guantes, cuchillas, agujas, uso del ventilador, esparadrapo, algodón, mascarillas, anestesia…)».
A ello añadía Julio, y también lo decía Alicia, que si yo realmente quería hacer algo por esos niños, y por Payatas, por Jocelyne, por Asunción… podía contar todo esto en algún periódico. Así que eso es lo que hago. Es sólo una ínfima parte de la deuda, y sigo sin creer que en realidad sirva para mucho, pero debo hacer caso a quien sabe realmente qué es necesario para que las niñas más listas del mundo no se extravíen entre el humo de una montaña de basura.
Todo el mundo tiene un blog…
Tengo contradicciones con los blogs. Me gusta que se hayan convertido en un espacio a través del que respirar, cuando otros te tapan la boca, y también que pueden ser herramientas para el juego literario, por ejemplo creando blogs de personajes o entidades ficticias (algo que no está muy explotado y que creo que puede ser interesante). Y me asusta lo dicho, que todo el mundo tiene un blog, o dos, o cinco; hay una superpoblación que aturde, y que al final nos hace refugiarnos en una docena de blogs amigos, con lo cual, en cierto modo volvemos al principio. Aparte de que –intuyo- el globo (o el blogo –me encantan los chistes malos-) se irá desinflando.
Yo, por ejemplo, de momento he decidido matar de inanición a esos dos blogs y dejar en estado latente otro, La polla más grande del mundo, con un caudal de entradas que no me puedo permitir desperdiciar.
Por lo demás, tampoco es cierto que todo el mundo tenga un blog, no lo tiene, por ejemplo, el subsahariano que aguarda en el monte en Ceuta para cruzar el estrecho, ni una mujer afgana, ni un squater filipino, ni una trabajadora de una maquila en Tijuana, ni un jubilado con la pensión mínima… Y quizás son ellos los que, de verdad, tendrían algo que contar.
HISTORIA UNIVERSAL DE LOS HOMBRES-GATO
En Olariz, el pueblo en el que transcurre esta novela, lo saben muy bien: la vida es violencia, dolor, soledad… La vida es muerte. El ronroneo de ese cadáver que todos arrastramos dentro de nuestro cuerpo y que un día despertará.
De todas todas.
Y en mitad de ese via crucis, claro, la vida también es el milagro de un huevo de dos yemas para untar un currusco de felicidad. Y las vidas que no vivimos, que querríamos vivir, eso también es la vida, quizás la vida auténtica, algo que también saben, lo saben muy bien, los hombres y las mujeres-gato de Olariz: un gato despanzurrado en mitad de la autopista o fusilado a perdigonazos es solo un gato muerto, no va a resucitar; no, los gatos no tienen siete vidas por eso, sino porque pasan las dos terceras partes de su vida soñando.
El libro, además, arranca bien, con un gran título: Historia universal de los hombres-gato. Oláriz, es solo un pueblico de Navarra, en el que el espacio y tiempo reales están desdibujados, y sin embargo ese territorio mítico e imaginario alberga el mundo entero, convertido en una bolsa de basura, que Josu Artega, que es un tipo curioso, desgarra con sus uñas como escalpelos de hombre-gato, dejando al descubierto vísceras, manos amputadas despojos humanos… La elección del medio rural en Navarra, a pesar de ese afán universal – o precisamente por él- no es aleatoria, Josu opta –creo- a conciencia por un escenario tradicionalmente poblado por furtivos sin otro licencia de caza que el hambre, por contrabandistas, por chivatos, por chaqueteros, por chiquiteros, por gente que calla y por gente a la que obligan a callar o decir lo que otros quieren oír, por asesinos en el nombre de dios y asesinos que matan envueltos en una bandera… Un escenario sobre el que perdura el odio y el enfrentamiento, el rencor, las carlistadas, la guerra civil… Un escenario, en suma, perfecto para abrir en canal cuerpos y existencias a las que hacer la autopsia de la condición humana, que al final es la misma en Oláriz que en Sillycon Valley.
Hay además -creo- en la elección de un mundo rural, un deseo de huir de ese simulacro en que se pretende convertir la vida en las sociedades urbanas y tecnológicas, en donde casi todo viene en un envoltorio (donde casi todo es, solo, envoltorio), o a través de medios de comunicación, privados o públicos, que evitan la exposición directa, el contacto humano, que para no enfrentarse a la muerte han convertido en muertos a los vivos, los han despojado de la capacidad de pensar, de juzgar, de sentir por sí mismos; frente a ello Josu Arteaga se echa al monte, se tumba sobre la tierra, decide mirar de frente, palpar y escribir con la sangre derramada sobre ella a lo largo de siglos, en una suerte de neotremendismo (pienso ahora, también en La cruz de barro, de Miguel Ángel Mala) que tiene algo de mágico (el mundo rural, en realidad, tampoco es ya como en Oláriz o como en Garmaz, los personajes de estos libros parecen más bien fantasmas enviando burbujas desde pueblos sumergidos).
Un neotremendismo, pues, rural y mágico que, intuyo, puede convertirse curiosamente en una alternativa a una fórmula narrativa, el realismo urbano y sucio, quizás ya agotada y sobre todo inofensiva (de hecho, uno de los cuentos que componen este libro, alrededor en realidad del que se gestó, fue el ganador de un concurso literario llamado Hijos de Satanás, que era un homenaje a un autor desde luego nada rural, como Bukowski).
Pero todo eso ya es pura elucubración –o tal vez, como dirían en Olariz, echar las cartas con mano de cuto- , así que os dejo ya con Historia universal de los hombres-gato, que como señalaba antes, arranca bien y –anticipo- acaba a arañazo limpio. Eso sí, antes los lectores tendrán que atravesar la plaza, los montes, las simas de Olariz, entrar a sus casas y chabisques, subirse a sus tejados y bajar a revolcarse en el barro de sus calles. Es fácil. Lo único que hace falta es un poco de curiosidad.
Patxi Irurzun (Zarraluki, 19 de agosto de 2009)
PABLO ANTOÑANA, ESCRITOR ‘BETIZU’
Yo confieso no haberlo leído demasiado: sus columnas en Diario de Noticias, Auzolan, Diario de Navarra y Gara (publicar en estos dos periódicos al mismo tiempo sin que nadie le señalara con el dedo o tratara de alistarlo en un bando o una banda es algo sorprendente por estos pagos), La cuerda rota (la novela con la que fue finalista del Nadal en 1961) y poco más, pero sí lo suficiente para reconocer una prosa deslumbrante, una voz de un mundo que se pierde, un hombre al que repugnaba la guerra y el abuso, un escritor extraño y perplejo que mereció mejor suerte y que no la tuvo porque pertenecía a ese tipo de escritor navarro betizu (como los citados arriba) que no encaja en los grupos, en las mafias, que no pone el cazo, al que no se puede encerrar en una caja, al que han querido hacer pasar por gruñón cuando sienten peligro, ese tipo de escritores que construyen su obra si hacer ruido porque no les han dejado y porque sus palabras resultan demasiado limpias y claras para los que tienen las orejas y las entrañas llena de cerumen y de roña.