CANON
Hará dos o tres años la escritora Nerea Riesco me invitó a participar en un libro en el que diferentes autores debíamos escribir sobre nuestros autores y lecturas favoritos. Un canon literario de esos . Que yo sepa el libro nunca llegó a editarse, pero esto es lo que yo perpetré para la ocasión:
ESCRITO EN LOS MÁRGENES
Yo tenía 13 o 14 años y aunque no sabía qué era un canon literario ni con qué criterio se establecían las listas de los libros recomendados (sobre todo en los suplementos culturales de los periódicos—bueno, eso sigo sin saberlo—) anotaba en un cuaderno todo lo relacionado con mi incipiente carrera de narrador: la fecha de cada cuento que escribía (unos dos o tres cada día), las ideas geniales para las novelas con las que asombraría al mundo y, también, los títulos de los libros que más me habían gustado y de los que echaría mano cuando, después de ganar el Premio Nobel, inevitablemente me preguntaran aquello de: ¿y cuáles son los autores que más han influido en su obra?
Hoy, dos décadas después, he asumido por fin que el Nobel no lo voy a ganar nunca —soy sólo un escritor de culto—y me doy con un canto en los dientes si escribo al año un cuento que merezca medianamente la pena, pero, al menos, la lista de libros que anoté siendo un adolescente soñador por fin sirve para algo.
Claro que hay un problema, siempre hay un problema: en lo que se refiere a escritores españoles, en la lista (en la que se mezclan Bukowski con “El pequeño Nicolás” o Jack London con Raúl Nuñez) sólo consiguen salir despedidos de ese torbellino de hormonas en flor y chupachús kojack, Miguel Delibes, Pío Baroja y Eduardo Mendoza (aunque, como veremos más adelante, aún hay más, no se vayan todavía).
De Mendoza siempre me ha admirado esa capacidad para alternar novelas en toda regla (o al menos en la regla decimonónica) como “La verdad sobre el caso Savolta” o “La ciudad de los prodigios” con artefactos gamberros del tipo “Sin noticias de Gurb” o “El misterio de la cripta embrujada”. Tal vez porque a mí me pasa algo parecido: los cuentos me salen o disparatados o algo melancólicos, amarilleados como fotos viejas algo truculentas. Claro que no sé qué fue primero si el huevo o la gallina, si esa esquizofrenia creativa es el reflejo de mi ánimo voluble o esos cuentos son tributarios de Mendoza.
Con Baroja me sucede algo parecido. Me unen a sus libros y a sus protagonistas, además del paisanaje y del carácter brumoso que imprime la meteorología lluviosa, ciertos rasgos de mi personalidad, unas veces descreída, abúlica, otras, nihilista y dinamitera (y siempre de anarquista en pantuflas).
En cuanto a Delibes reconozco que, aunque hace mucho que no le leo, sus libros fueron para mí una especie de taller literario (en el que fui el más zote de los alumnos, como demuestra esta engorrosa proliferación de paréntesis, cuando de lo que se trataba era de cómo hacer de la sencillez una obra maestra).
La lista nació, pues, con vocación de convertirse en el canon de un futuro premio nobel y por eso me salió pulcramente académica, sin tachones (de hecho, todavía sigue vigente) ni anotaciones al margen. Hoy, sin embargo, dos décadas después, sé que en ella falta un buen número de influencias que si bien no son estrictamente literarias, han determinado tanto o más mi modo de escribir. Falta, por ejemplo, Maki Navaja, pegándole con la recortada de su jerga de barrio chino un trallazo al diccionario de la RAE o desgarrando con el sirlazo de su humor social esos manuales de literatura engordados con escritores sebosos, aburridos y pedantes. Falta el humor absurdo de Faemino y Cansado. Y la poesía callejera de Extremoduro. Faltan los dibujos demoledores de Juan Kalvellido. Y faltan todos los colegas que he ido conociendo por el camino, mis vecinos de papel en fanzines y ediciones alternativas, a los cuales no puedo dejar de citar, porque así está pactado entre nosotros y también porque son mis auténticos autores de cabecera, aquellos con los que me duermo y ronco el humo de los bares, la espuma de la cerveza de barril, los demonios de esta sociedad en las que quienes no aparecen en las listas de los suplementos literarios no existen. Lean, en definitiva, a Delibes, a Baroja, a Mendoza, pero lean también, si se atreven, a mis compadres David González, Vicente Muñoz, Kutxi Romero, Oscar Beorlegui… Y ya puestos, léanme a mí, que soy un escritor de culto (es decir al que adoran un reducido número de fieles: mi madre, mi mujer y media docena de chalados y despistados) y estoy como loco por evangelizar a nuevos lectores. Amén.
Hoy, dos décadas después, he asumido por fin que el Nobel no lo voy a ganar nunca —soy sólo un escritor de culto—y me doy con un canto en los dientes si escribo al año un cuento que merezca medianamente la pena, pero, al menos, la lista de libros que anoté siendo un adolescente soñador por fin sirve para algo.
Claro que hay un problema, siempre hay un problema: en lo que se refiere a escritores españoles, en la lista (en la que se mezclan Bukowski con “El pequeño Nicolás” o Jack London con Raúl Nuñez) sólo consiguen salir despedidos de ese torbellino de hormonas en flor y chupachús kojack, Miguel Delibes, Pío Baroja y Eduardo Mendoza (aunque, como veremos más adelante, aún hay más, no se vayan todavía).
De Mendoza siempre me ha admirado esa capacidad para alternar novelas en toda regla (o al menos en la regla decimonónica) como “La verdad sobre el caso Savolta” o “La ciudad de los prodigios” con artefactos gamberros del tipo “Sin noticias de Gurb” o “El misterio de la cripta embrujada”. Tal vez porque a mí me pasa algo parecido: los cuentos me salen o disparatados o algo melancólicos, amarilleados como fotos viejas algo truculentas. Claro que no sé qué fue primero si el huevo o la gallina, si esa esquizofrenia creativa es el reflejo de mi ánimo voluble o esos cuentos son tributarios de Mendoza.
Con Baroja me sucede algo parecido. Me unen a sus libros y a sus protagonistas, además del paisanaje y del carácter brumoso que imprime la meteorología lluviosa, ciertos rasgos de mi personalidad, unas veces descreída, abúlica, otras, nihilista y dinamitera (y siempre de anarquista en pantuflas).
En cuanto a Delibes reconozco que, aunque hace mucho que no le leo, sus libros fueron para mí una especie de taller literario (en el que fui el más zote de los alumnos, como demuestra esta engorrosa proliferación de paréntesis, cuando de lo que se trataba era de cómo hacer de la sencillez una obra maestra).
La lista nació, pues, con vocación de convertirse en el canon de un futuro premio nobel y por eso me salió pulcramente académica, sin tachones (de hecho, todavía sigue vigente) ni anotaciones al margen. Hoy, sin embargo, dos décadas después, sé que en ella falta un buen número de influencias que si bien no son estrictamente literarias, han determinado tanto o más mi modo de escribir. Falta, por ejemplo, Maki Navaja, pegándole con la recortada de su jerga de barrio chino un trallazo al diccionario de la RAE o desgarrando con el sirlazo de su humor social esos manuales de literatura engordados con escritores sebosos, aburridos y pedantes. Falta el humor absurdo de Faemino y Cansado. Y la poesía callejera de Extremoduro. Faltan los dibujos demoledores de Juan Kalvellido. Y faltan todos los colegas que he ido conociendo por el camino, mis vecinos de papel en fanzines y ediciones alternativas, a los cuales no puedo dejar de citar, porque así está pactado entre nosotros y también porque son mis auténticos autores de cabecera, aquellos con los que me duermo y ronco el humo de los bares, la espuma de la cerveza de barril, los demonios de esta sociedad en las que quienes no aparecen en las listas de los suplementos literarios no existen. Lean, en definitiva, a Delibes, a Baroja, a Mendoza, pero lean también, si se atreven, a mis compadres David González, Vicente Muñoz, Kutxi Romero, Oscar Beorlegui… Y ya puestos, léanme a mí, que soy un escritor de culto (es decir al que adoran un reducido número de fieles: mi madre, mi mujer y media docena de chalados y despistados) y estoy como loco por evangelizar a nuevos lectores. Amén.