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EL AÑO DE LA LENGUA AZUL EN LA CIUDAD DEL MUNDO AL REVÉS (CAPÍTULO 5, Y ÚLTIMO)_

Jul 13, 2009   //   by admin   //   Blog  //  1 Comment

CUENTO SANFERMINERO POR CAPÍTULOS. TEXTO: PATXI IRURZUN. FOTOS: LUIS AZANZA
CAPÍTULO 5 (y último)
Aquellos sanfermines y los peculiares actos de su programa festivo fueron algo excepcional. En lo que se refiere a lo sucedido en el partido, sólo se les otorgó cierta relevancia al día siguiente, en el que, en efecto, la imagen del capitán merengue dando un beso de tornillo al escudo blaugrana, acaparó las portadas de todos los periódicos. Yo de hecho, madrugué, aquel 8 de julio, para comprar la prensa. Sin embargo, dado que me encontraba alojado en un hotel del casco viejo y faltaban sólo cinco minutos para las ocho, antes de dirigirme al kiosko decidí darme una vuelta por el recorrido del encierro. Lo hice por pura curiosidad, pues ya el día anterior, tras la fuga de las avestruces, el consistorio había anunciado la suspensión del resto de encierros e incluso el vallado había sido retirado por la tarde. Mi intuición, sin embargo, no me falló, ni a mi ni a otros miles de personas, que a pesar de todo, por una pura inercia festiva, se habían congregado en la cuesta de Santo Domingo, a la espera de que sucediera algo, no se sabía muy bien qué. Tras una espera de varios minutos la situación la resolvió espontáneamente la propia multitud adelantando el llamado “encierro de la villavesa”, el cual solía celebrarse el día 15 de julio, horas después de que concluyeran las fiestas. Éste heterodoxo encierro solía reunir a todos aquellos a los que nueve días de borrachera les sabían a poco. Solían ser lo mejor de cada casa y actuaban como si la no-fiesta no fuera con ellos, como si los sanfermines no hubieran finalizado y al igual que los días anteriores el encierro debiera celebrarse. La diferencia era que en lugar de correr —o más bien de hacer eses— ante las astas de los toros lo hacían delante de la primera villavesa (como llamaban en Pamplona a autobuses municipales) que aparecía por el recorrido del encierro.

Los chóferes de las villavesas solían disputarse el privilegio de conducir esa línea y yo lo entendí perfectamente aquella mañana, pues el espectáculo de una legión de borrachos ejecutando arriesgados recortes a un autobús municipal, cayendo de bruces ante sus ruedas o siendo heridos por los retrovisores, resultaba entre patético y sobrecogedor (y también un tanto pestilente, pues tras el paso de la procesión de dipsómanos impenitentes en el aire quedaba un vapor irrespirable, mezcla de vino peleón, orina y vómitos).

Durante el resto de las fiestas el encierro de la villavesa se repitió puntualmente, sin incidentes reseñables (excepción hecha del día en que un camión de reparto de barriles de cerveza se adelantó al autobús de línea y fue desvalijado por los corredores).
En realidad no tiene la menor importancia, lo cito sólo porque curiosamente mi mala suerte, el hecho de que me encargaran la guía turística de los sanfermines en el año de la lengua azul, me permitió ampliar la perspectiva, conocer en profundidad unas fiestas que según pude comprobar tenían muchos más matices, colores, o escenarios que aquellos por los que eran mundialmente conocidas: el encierro y las corridas de toros. Ello, por supuesto, repercutió en mi guía, que resolví como era habitual en mí con profesionalidad y elegancia, a pesar de las calamidades. Después de todo —esto, modesto que es uno, todavía no lo había contado—, por eso mismo me llaman “Güan”, que aparte de ser la transcripción fonética que delata mi origen malagueño, alude a mi solvencia como redactor. Y es que está mal que yo lo diga, pero un servidor es conocido como el número uno, el “One” de la profesión. Puede que sea un gafe, un malhadado, un malasombra o sombrón, un agorero, atrabiliario, infausto, en suma, un cenizo recalcitrante, pero al menos mis guías son capaces de devolver a los lugares que visito el encanto que le arrebataron tsunamis, epidemias y otras catástrofes. Por todo ello, insisto, soy el “Güan” (bueno por ello, y por cierto cachondeito a cuenta de mis problemas con el inglés y su pronunciación; por cierto, que mi próximo trabajo será un recorrido por Nueva Orleans, la ciudad del jazz y la música cajún, de la casa del sol naciente y la buena mesa).
Por lo demás, concluido satisfactoriamente mi trabajo en Pamplona sólo me quedó la espinita de ver cómo lo que allá había sucedido aquella tarde de julio nunca se reconoció en su justa medida. Ni siquiera a la mañana siguiente, cuando, una vez presenciado el encierro de la villavesa, compré los periódicos y pude leer algunos de los titulares que hacían referencia al partido: “Circo Romano”; “El color del dinero”, decían algunos; y los más radicales —la prensa deportiva—: “Infamia”, “Patochada”…

Han pasado ya varios días desde esa que estoy convencido, sin embargo, de que fue una fecha histórica. Los sanfermines finalizaron y la canícula estival derritió como un helado aquel acontecimiento sin par, dejando sólo el rastro inapreciable de algunos lamparones sobre una camisa que se limpiaba cada día. En la sequía informativa del verano se diluyeron también otras noticias: los pinchos de moda durante aquel verano en los bares de Pamplona incluían siempre entre sus ingredientes delicias, muslos, yemas de huevo de avestruz; y la cuarentena provocada por el mosquito culicoides inícola, la enfermedad de la lengua azul, fue levantada en agosto, tras constatarse que no se habían producido contagios, volviendo a celebrarse por todo el país corridas de toros y encierros de reses bravas.

Después, el sol de verano redujo a la categoría de anécdota lo sucedido—un Barça-Real Madrid con las camisetas de los jugadores intercambiadas— hasta convertirlo en cenizas esparcidas en la memoria colectiva. Yo, sin embargo, estoy convencido de que a la vez esas cenizas son el lecho del que renace el polluelo de un ave fénix, y de que aquel partido fue trascendental para la historia invisible de la humanidad, pues todos cuanto lo presenciaron por un momento fueron capaces de ponerse en la piel de su peor enemigo, de comprender que debajo de la camiseta del equipo rival hay otra camiseta que todos compartimos, nuestra piel, y bajo ella, un mismo corazón, en el que, en el fondo, las tradiciones, la fe, las banderas ondeando al viento se hunden por pura casualidad, menos arraigadas de lo que creemos, tan frágiles que la simple picadura de un mosquito puede ponerlas en cuarentena.

Estoy plenamente convencido. Aquel partido fue un hito secreto, una efemérides de culto, un mojón escondido tras el follaje en el camino hacia un mundo mejor. Algo, en suma, para lo que no encuentro calificativos. Ni siquiera en mi diccionario de sinónimos.

FIN
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