El salmón y otros crímenes perfectos (o por qué me gusta Calamaro)
Este artículo apareció en Diario de Noticias el pasado mes de junio, cuando Calamaro dio un concierto en la Universidad Pública de Navarra.
A él no sé, pero a los demás las sustancias con las que Andrés Calamaro engrasa (o engrasaba) la jukebox que tiene empotrada en el corazón, nos sientan muy bien. Hablo, sobre todo, de los tiempos de aquel salmón extraño, sembrado en la tierra fértil de la creatividad y el genio melena al viento ( salpicada de rizos, de canciones rebosantes de curvas peligrosas y nudos en los que rascar), aquel salmón de escamas como diamantes, nadando contra la corriente de la industria discográfica, la que fabrica «productos» y menosprecia el talento; la de los discos peinados a raya con gomina ultrafuerte y canciones con códigos de barras, preparadas para pasar por la máquina registradora de las radiofórmulas (aunque nos piten los oídos); esa a la que Calamaro y su honestidad brutal le estamparon una galleta quintuplicada en toda la cara.
El Salmón es un disco que incluso a algunos calamaromaniacos les parece excesivo. Yo, sin embargo, todavía de vez en cuando me polintoxico con sus 104 temas. Me gusta ese Calamaro en estado de gracia, componiendo compulsivamente, una, dos, diez canciones cada día, componiendo con la misma naturalidad con que respira, vacía sus tripas o se hace una paja con una mano mientras con la otra se lleva el mate a los labios. Calamaro es entonces el artista total, puro, dispuesto a sacrificar su salud, a empeñar su cordura con tal de cometer crímenes perfectos contra Dios, para robarle y regalarnos al resto de los mortales polaroids de un paraíso en el que solo se oye rocanrol y tango.
Pero no nos pongamos estupendos. Andrés Calamaro también me gusta porque me imagino a la muchachada nuí dedicándole un Celebrities: Hoooooy… ¡Bob Dylan!… Uy, perdón, Andrés Calamaro…
Y porque lo mismo que mata dioses, Andrés los resucita -como a Maradona- y los pone a hacer los coros en una ranchera de las de cantar bien borrachos, enganchados de los hombros, mientras rememoramos lo cerca que estuvimos de hacer la revolución en los bares de San Cristóbal de las Casas.
Me gusta Calamaro porque en sus canciones a veces se pone violento y quiere cortarle los huevos a un general, y porque otras se tranquiliza, sentado en la cocina de su mamá a comer del puchero, allá en Buenos Aires.
Me gusta porque me gustan Los Rodríguez, y porque en Los Rodríguez estaba Ariel Rot, que también estaba en Tequila, el primer grupo con el que el rock se me metió en el cuerpo como un licor fuerte.
Me gusta Calamaro porque hizo una versión de “Mañana será igual”, de Barricada, y ellos son mi debilidad.
Y me gusta porque su música me ha mantenido en pie cuando he tenido que volver a brindar con extraños o he sentido lo que es tener el corazón roto.
Me gusta Calamaro, en fin, porque cada vez que oigo Crímenes perfectos, empiezo a sangrar por dentro un esperma que mata, desinfecta todos mis gérmenes (excepto el de la envidia cochina) y hace nacer cada mañana las cosas sencillas por las que merece la pena vivir: una cerveza fría, un beso ardiente, una buena canción.
El Salmón es un disco que incluso a algunos calamaromaniacos les parece excesivo. Yo, sin embargo, todavía de vez en cuando me polintoxico con sus 104 temas. Me gusta ese Calamaro en estado de gracia, componiendo compulsivamente, una, dos, diez canciones cada día, componiendo con la misma naturalidad con que respira, vacía sus tripas o se hace una paja con una mano mientras con la otra se lleva el mate a los labios. Calamaro es entonces el artista total, puro, dispuesto a sacrificar su salud, a empeñar su cordura con tal de cometer crímenes perfectos contra Dios, para robarle y regalarnos al resto de los mortales polaroids de un paraíso en el que solo se oye rocanrol y tango.
Pero no nos pongamos estupendos. Andrés Calamaro también me gusta porque me imagino a la muchachada nuí dedicándole un Celebrities: Hoooooy… ¡Bob Dylan!… Uy, perdón, Andrés Calamaro…
Y porque lo mismo que mata dioses, Andrés los resucita -como a Maradona- y los pone a hacer los coros en una ranchera de las de cantar bien borrachos, enganchados de los hombros, mientras rememoramos lo cerca que estuvimos de hacer la revolución en los bares de San Cristóbal de las Casas.
Me gusta Calamaro porque en sus canciones a veces se pone violento y quiere cortarle los huevos a un general, y porque otras se tranquiliza, sentado en la cocina de su mamá a comer del puchero, allá en Buenos Aires.
Me gusta porque me gustan Los Rodríguez, y porque en Los Rodríguez estaba Ariel Rot, que también estaba en Tequila, el primer grupo con el que el rock se me metió en el cuerpo como un licor fuerte.
Me gusta Calamaro porque hizo una versión de “Mañana será igual”, de Barricada, y ellos son mi debilidad.
Y me gusta porque su música me ha mantenido en pie cuando he tenido que volver a brindar con extraños o he sentido lo que es tener el corazón roto.
Me gusta Calamaro, en fin, porque cada vez que oigo Crímenes perfectos, empiezo a sangrar por dentro un esperma que mata, desinfecta todos mis gérmenes (excepto el de la envidia cochina) y hace nacer cada mañana las cosas sencillas por las que merece la pena vivir: una cerveza fría, un beso ardiente, una buena canción.
Patxi Irurzun