BEETHOVEN, EL MÚSICO SORDO, ERIK, EL ERIZO CALVO Y LA NIÑA MÁS LISTA DEL MUNDO
Estoy asustado: el próximo día 23 de abril en el colegio Atargi de Villava, me han invitado a leer unos fragmentos de mi libro «Beethoven, el músico sordo» ante niños de entre 6 y 12 años. Aunque ese libro está dirigido a niños de esa edad, aproximadamente, yo nunca me he enfrentado a un público tan importante, a lo cual se suma mi reconocida incapacidad para leer sin aturullarme. Creo, de todos modos, que más que leer intentaré contarles la historia de Beethoven, y acompañarla con algunos pasajes del libro. Igual me animo también y pruebo con un cuento infantil inédito, que se titula Erik, el erizo calvo. Y que dios nos coja confesados.
La otra invitación es de la ONG Alboan, para participar con un relato en un libro colectivo en la La gran lectura, una campaña mundial por la educación y alfabetización. Yo he escrito un cuento titulado La niña más lista del mundo, sobre una pequeña que conocí en el basurero de Payatas, en Manila. En realidad es una traducción de un cuento, que escribí originalmente en euskera (hay que ver, ¡hubo un tiempo en el que era capaz de escribir en euskera!) y he sudado de lo lindo para que en castellano quedara hilvanado. Se ve que es cierto eso de que cada lengua tiene su ritmo, su música. ¡Ah, los traductores -los buenos-, que grandes personas!
Os dejo con la sinopsis y el primer capítulo de «Beethoven, el músico sordo»:
A partir de 9 años
ISBN: 978-84-96751-41-5
Encuadernación: Rústica, con solapas.
128 páginas
8,50€
Capítulo 1
El día que murió Beethoven, el 26 de marzo de 1826, nos dieron fiesta en el cole.
-Vaya, y yo que creía que solo era un chiflado- recuerdo que pensé.
Pero claro, entonces yo todavía no había empezado a investigar en su vida y en su obra, hasta convertirme en todo un experto, y para mí solo era aquel pobre loco al que algunos de mis compañeros perseguían y hacían burla, cuando nos lo encontrábamos paseando por las calles de Viena*.
Beethoven solía caminar sin rumbo fijo, moviendo sus brazos como si dirigiera una orquesta de músicos invisibles y tararaeando unas melodías muy extrañas. Tacha tachán. A veces se paraba de golpe y porrazo, sacaba un cuaderno de un bolsillo de su abrigo, y hacía unos garabatos muy extraños. Otras veces, si se encontraba con algún conocido, se metía la mano en el otro bolsillo y le entregaba otro cuaderno distinto, en el que quienes hablaban con él escribían lo que querían decirle. Porque Beethoven estaba sordo como una tapia.
Yo lo descubrí que un día que entró en nuestra tienda de sombreros.
-¡QUIERO ESA CHISTERA!-dijo. Y hablaba muy, pero que muy alto, y también se enfadó cuando papá le dijo el precio y él no le entendió.
Beethoven eligió un sombrero de copa alta, aterciopelado, morado, muy elegante, aunque algo llamativo. Debió de gustarle mucho, porque la llevaba siempre en sus paseos por la ciudad, y con el paso del tiempo acabó por perder el color y convertirse en una especie de chapiñón gigante y algo pocho que había crecido en su cabeza, que ya de por sí era grande y redonda.
La verdad era que Beethoven parecía un vagabundo, porque además tenía el pelo largo y blanco y a veces se dejaba crecer una barba como un matorral. Con aquellas pintas, resultaba muy difícil imaginarse que era un hombre importante, y todavía mucho menos un gran músico.
-¿Un músico sordo? Imposible- pensaba yo.
Pero lo cierto es que todo el mundo en su funeral repetía cosas como:
«Hemos perdido un gran artista», «Pasarán siglos hasta que vuelva a nacer un compositor como él», o «¡Era el mejor!», (y esto último era lo que más me llamaba la atención, porque también lo decían algunos de mis compañeros de clase, aquellos que solían pitorrearse de Beethoven).
Supongo que, como a mí, les impresionó su funeral, el más importante que se recordaba en Viena, al que acudieron miles de personas: actores, nobles, banqueros, que se daban codazos, se empujaban para llevar durante un rato el ataud, pero también, tenderos, lavanderas, maestros (al mío lo distinguí entre el gentío y me pareció que lloraba como un niño pequeño)… Todos querían despedir al músico, y arrojaban una flor a su paso, o se quitaban el sombrero en señal de respeto.
Imaginaros cuánta gente había que la comitiva, encabezada por un gran coche de caballos, tardó casi dos horas en recorrer… ¡trescientos metros!, la distancia que separaba la Iglesia de la Trinidad de la casa de Beethoven; o «la casa del español moreno», como la llamaban algunos, porque Beethoven, por su aspecto, pequeño, robusto, con el pelo y los ojos negros, y la piel oscura, más que alemán, parecía un gitano andaluz.
Yo no pude entrar a la iglesia, pero desde fuera oí por primera vez en mi vida la música de Beetohven, que una pequeña orquesta interpretó para darle el último adiós.
Y fue en ese mismo momento cuando decicí que tenía que saber todo sobre aquel hombre tan misterioso y tan genial, capaz de imaginar, incluso siendo sordo, una música tan hermosa como aquella, que me puso los pelos de punta.
-Hablaré con todas las personas que lo han conocido- me propuse, y esa noche mi papá, al que le conté mi idea, y al que le pareció estupenda, me dijo:
-Mañana mismo, Otto, mi pequeño investigador, te presentaré a alguien que conoció a Beethoven cuando solo era un niño.
-Vaya, y yo que creía que solo era un chiflado- recuerdo que pensé.
Pero claro, entonces yo todavía no había empezado a investigar en su vida y en su obra, hasta convertirme en todo un experto, y para mí solo era aquel pobre loco al que algunos de mis compañeros perseguían y hacían burla, cuando nos lo encontrábamos paseando por las calles de Viena*.
Beethoven solía caminar sin rumbo fijo, moviendo sus brazos como si dirigiera una orquesta de músicos invisibles y tararaeando unas melodías muy extrañas. Tacha tachán. A veces se paraba de golpe y porrazo, sacaba un cuaderno de un bolsillo de su abrigo, y hacía unos garabatos muy extraños. Otras veces, si se encontraba con algún conocido, se metía la mano en el otro bolsillo y le entregaba otro cuaderno distinto, en el que quienes hablaban con él escribían lo que querían decirle. Porque Beethoven estaba sordo como una tapia.
Yo lo descubrí que un día que entró en nuestra tienda de sombreros.
-¡QUIERO ESA CHISTERA!-dijo. Y hablaba muy, pero que muy alto, y también se enfadó cuando papá le dijo el precio y él no le entendió.
Beethoven eligió un sombrero de copa alta, aterciopelado, morado, muy elegante, aunque algo llamativo. Debió de gustarle mucho, porque la llevaba siempre en sus paseos por la ciudad, y con el paso del tiempo acabó por perder el color y convertirse en una especie de chapiñón gigante y algo pocho que había crecido en su cabeza, que ya de por sí era grande y redonda.
La verdad era que Beethoven parecía un vagabundo, porque además tenía el pelo largo y blanco y a veces se dejaba crecer una barba como un matorral. Con aquellas pintas, resultaba muy difícil imaginarse que era un hombre importante, y todavía mucho menos un gran músico.
-¿Un músico sordo? Imposible- pensaba yo.
Pero lo cierto es que todo el mundo en su funeral repetía cosas como:
«Hemos perdido un gran artista», «Pasarán siglos hasta que vuelva a nacer un compositor como él», o «¡Era el mejor!», (y esto último era lo que más me llamaba la atención, porque también lo decían algunos de mis compañeros de clase, aquellos que solían pitorrearse de Beethoven).
Supongo que, como a mí, les impresionó su funeral, el más importante que se recordaba en Viena, al que acudieron miles de personas: actores, nobles, banqueros, que se daban codazos, se empujaban para llevar durante un rato el ataud, pero también, tenderos, lavanderas, maestros (al mío lo distinguí entre el gentío y me pareció que lloraba como un niño pequeño)… Todos querían despedir al músico, y arrojaban una flor a su paso, o se quitaban el sombrero en señal de respeto.
Imaginaros cuánta gente había que la comitiva, encabezada por un gran coche de caballos, tardó casi dos horas en recorrer… ¡trescientos metros!, la distancia que separaba la Iglesia de la Trinidad de la casa de Beethoven; o «la casa del español moreno», como la llamaban algunos, porque Beethoven, por su aspecto, pequeño, robusto, con el pelo y los ojos negros, y la piel oscura, más que alemán, parecía un gitano andaluz.
Yo no pude entrar a la iglesia, pero desde fuera oí por primera vez en mi vida la música de Beetohven, que una pequeña orquesta interpretó para darle el último adiós.
Y fue en ese mismo momento cuando decicí que tenía que saber todo sobre aquel hombre tan misterioso y tan genial, capaz de imaginar, incluso siendo sordo, una música tan hermosa como aquella, que me puso los pelos de punta.
-Hablaré con todas las personas que lo han conocido- me propuse, y esa noche mi papá, al que le conté mi idea, y al que le pareció estupenda, me dijo:
-Mañana mismo, Otto, mi pequeño investigador, te presentaré a alguien que conoció a Beethoven cuando solo era un niño.