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VIAJES (II): METROMANILA, UN INFIERNO CON GOTERAS

Jun 7, 2009   //   by admin   //   Blog  //  No Comments
Foto: Christian Razukas

El premio del concurso «El viajero«, de El País-Aguilar, que conseguí con mi relato «Poetas muertos«, consistía en 6.000 euros, que había que gastar en un único viaje. Por aquella época, yo había conocido al fotógrafo Joseba Zabalza (al que había entrevistado para un periódico, y que me invitó a escribir algunos textos para su libro sobre el basurero de Guatemala, El árbol del zope). Joseba tenía un proyecto sobre basureros de los cinco continentes y, medio en serio medio en broma, me propuso ir a Manila, donde estaba uno de los vertederos a cielo abierto más grandes del mundo. A mí me pareció una buena idea y me embarqué con él en un viaje que nos llevaría, primero a Filipinas, y después a Papúa Nueva Guinea. Este es el reportaje que escribí sobre Manila, que no llegó nunca a aparecer en ningún medio.

METRO-MANILA:UN INFIERNO CON GOTERAS

Metro-Manila, como todas las megalópolis (su censo «oficial» cifra en 12 millones las almas que habitan la capital filipina, pero todos convienen en que pueden llegar hasta 16) es una ciudad de contrastes. El cielo y el infierno. El infierno su trafico disparatado, el calor y la polución asfixiante, la lluvia torrencial… El cielo, su gente, a pesar de todo ello, tranquila, amable, risueña…

Montañas de basura y rascacielos

Dicen que desde algunos de los ministerios de Quezon City, uno de los 18 municipios que componen Metro-Manila, es posible ver la gran montaña de basura de Payatas, donde cada día 10.000 trabajadores («scarvengers») se ganan la vida escarbando entre los desechos y que en julio del año 2000 se hiciera tristemente famosa como consecuencia de un derrumbamiento que sepultó a 200 de ellos. Sin embargo, resulta imposible encontrar en un mapa este lugar, y todavía mucho menos conseguir que las autoridades concedan un permiso para visitar la hoy férreamente controlada zona a la que va a parar el 80% de la basura de Metro-Manila (siempre cifras «oficiales», en realidad hay mas «Smoky-Mountains», como la de Tondo).
Es como si Payatas no existiera, como si desde esos ministerios lo único que se pretendiera ver fueran los rascacielos de Makati, la vieja ciudad colonial de Intramuros o los grandes centros comerciales de Ortigas. Y todo ello a pesar del carácter de los filipinos, quienes consideran de mala educación una respuesta negativa. De nuevo los contrastes: en una ciudad aparentemente caótica, cualquier trámite viene precedido de desazonadoras formalidades, interminables reuniones en las que, de todas maneras, probablemente dilatando el terrible momento del NO, las decisiones varían en lo que le cuesta a un jeepney, uno de los taxis colectivos, hacer su recorrido suicida por cualquiera de las palpitantes arterias de esta ciudad-monstruo.

Tráfico desmesurado

El jeepney es, sin duda, junto con los trycicle, cuyos recorridos son mas cortos, el medio de transporte más popular en Manila. El aspecto de estos en su origen vehículos militares, remodelados de manera que en su interior puedan viajar apretujadas hasta 20 personas (más alguna que otra colgada en el exterior) se asemeja a la habitación de un adolescente de familia rígidamente católica al que se le empiezan a desperezar las hormonas, de tal modo que en su estrafalaria y colorida animación alternan lemas religiosos con Pikatxus mutantes o retratos picantes de Britney Spears. En cuanto a su funcionamiento, puede resultar algo complicado al principio, primero porque el precio varía en función de la calidad del vehículo (la «calidad» puede consistir en un atronador equipo musical torturándote con cualquier canción de éxito en las melosas listas de éxitos filipinas), la longitud del recorrido, etc, y segundo porque es cada viajero quien decide cuando subir a bordo, haciendo una seña al conductor y cuando apearse, golpeando el techo o gritando «¡Para!» (tal cual, el tagalo comparte un buen número de palabras con el castellano, los días de la semana, las horas y otras de uso común -vaso, plato, periódico…- ). En todo caso, un viaje en jeepney siempre resulta económico, sobre todo si lo comparamos con otros deportes de riesgo. Y es que el tráfico en Manila es una locura: miles de vehículos de todo tipo se adueñan de las calles, se cruzan de improviso, casi se rozan… En una ciudad en que semáforos, intermitentes, pasos de cebra son una broma de mal gusto, sólo hay algo más arriesgado que montar en un jeepney: cruzar la calle.
Metro-Manila es una ciudad diseñada para el automóvil, hasta tal punto que a menudo ni siquiera existen aceras o que los peatones parecen aceptar con resignación asiática llevar siempre consigo un pañuelo o toallita con el que proteger sus vías respiratorias de la polución que produce todo este tráfico desmesurado.

La Manila colonial…

Afortunadamente el clima tropical divide en dos las estaciones, una seca, de noviembre a mayo, y otra húmeda, de junio a octubre, en la cual, al anochecer es posible ver recortado en el haz de luz de los faros de los automóviles cómo una cortina de agua limpia la nube de humo negro y espeso que envuelve Manila.
Manila, o mejor dicho Metro-Manila, porque la ciudad de Manila es en realidad sólo uno de esos 18 municipios que componen la megalópolis, si bien es cierto que en la vieja ciudad colonial se encuentran la mayoría de los lugares de interés turístico: Intramuros, con su muralla de 6 metros de longitud, los patios de estilo español…; la catedral o la iglesia de San Agustín con la tumba del conquistador Legazpi; la bahía y sus espectaculares atardeceres, aunque, todo hay que decirlo la bahía en si se corresponde con una ciudad-basura como Manila, en la cual los desperdicios no sólo se encuentran en las montañas de Payatas o Tondo, sino amontonados sin orden ni concierto junto a mercados, puestos callejeros de comida (encontrar un contenedor, una papelera en Manila añade todavía un grado de dificultad a cruzar a pie sus avenidas) y también en la Bahía, cuyo oleaje arrastra miles y miles de botellas, bolsas, latas, y sobre todo, en una imagen que resulta inquietante, como si se tratara de los restos de un naufragio descomunal, chancletas. Hasta tal punto es desmedida la basura en el mar que también a sus orillas es posible encontrarse con «scarvengers».
Ermita y Malate, centros de la animada vida nocturna, también pertenecen a la vieja Manila, así como el Parque Rizal, uno de los pulmones de la ciudad con varios jardines, chinos y japoneses, a los que los manilenses no ponen reparos en entrar pagando con tal de tomarse un respiro, de sacudirse por un momento, merendando, durmiendo la siesta o jugando al ajedrez, el aliento del monstruo.

…y la Manila que no sale en las guías

La Manila colonial, y también Makati, un pequeño Manhattan cuyos rascacielos no se iluminan por la noche (muchos de ellos porque antes de finalizar su construcción quebraron -acaso por culpa de un presupuesto dilapidado en numerosas reuniones y comidas de trabajo previas-, quedando de esa manera convertido en fantasmas de hormigón), y también los grandes centros comerciales de Ortigas, son la cara amable y moderna de Metro-Manila.
Pero hay otra Manila que no aparece en las guías turísticas (ni en los planos, como Payatas): las precarias chabolas construidas por «squaters» llegados de provincias a orillas del río Pasig, o de las vías del ferrocarril; el impresionante hormiguero humano que es el puerto de Navotas, el mayor de Asia, donde trabajan miles de personas, entre ellos 400 niños que descargan barcos, acarrean hielo, bucean en la bahía en busca de objetos de valor…; ni siquiera es necesario ir a las zonas más deprimidas de la ciudad para encontrarse con esta otra cara de la capital filipina. El mismo tráfico, especialmente nocturno, por ejemplo en Aurora Boulevard, una de las calles principales de Cubao, la zona comercial de Quezon City, se asemeja a la escena de una película futurista, apocalíptica (de hecho podría tratarse de cualquier fotograma de «Blade Runner»): grandes puentes de cemento de los que caen riadas de agua, aceras mal iluminadas en las que la gente se acurruca dentro de cajas de cartón, o vocea sus mercancías, los destinos de miles de autobuses, taxis, jeepneys, trycicles…
Metro-Manila no es, en suma, un lugar apropiado para el turista que vaya en busca de relax (a no ser que busque otro tipo de «relax» -en numerosos bares de Malate no es raro ver extrañas parejas: occidentales panzudos que de repente se vuelven atractivos a los ojos de despampanantes bellezas filipinas, abuelitos colgados del brazo de quinceañeras…). Manila, más bien, es un destino recomendado para viajeros aventureros, que gusten de tomarle el pulso a monstruos, si bien es cierto que entre el cielo y el infierno siempre hay un purgatorio y esta ciudad también puede convertirse en una solución intermedia para quien por unos días desee experimentar algo parecido a la fama: desconocidos que le saludarán como si fuera Robert de Niro («¡Hey, Jou!»), todas las miradas convirtiéndole en una diana hacia la que sólo se dispararán sonrisas, camareros que le rellenarán el vaso de cerveza y le darán lumbre, a veces aunque usted no fume…
Porque el infierno de Manila es, a fin de cuentas, un infierno con goteras, excavadas por la amabilidad, la alegría, la tranquilidad del pueblo filipino. Un infierno poblado por 15 (12 según los datos «oficiales») millones de ángeles.

Despiece :Sin vergüenza

El pueblo filipino es, al menos a la hora de divertirse, algo sin vergüenza. Sin complejos, entiéndase, lo cual no deja de ser curioso en una sociedad a menudo demasiado pendiente de su sentido del ridículo (un filipino, por ejemplo, siempre evitará una negación rotunda, o un enfrentamiento personal directo que contraríe o ponga en evidencia a su interlocutor). Cuando se trata de su ocio, sin embargo, los filipinos no han tenido ningún reparo en convertir en el deporte nacional uno para el que, evidentemente, no están cualificados: el baloncesto. En Manila aparecen canastas en los lugares más insospechados, y en el Coliseo Araneta se disputan cada semana varios partidos, con sus animadoras, sus jugadores americanos y en ocasiones sus peculiares hinchadas. Una de ellas, por ejemplo, está, en buena parte, compuesta por travestidos que piropean a los jugadores, los manosean si pueden… No es, por cierto, extraño en Manila cruzarse con hombres vestidos de mujer, sin que nadie se gire, se ría o los ridiculice. Tampoco se avergüenzan los filipinos a la hora de cantar. El karaoke, o videoke (se denomina así si aparecen fondos, por lo general de señoritas occidentales ligeras de ropa) esta presente en centros, bares, y casas, por humildes que sean… Y los filipinos cantan, cantan mucho, cantan bien o mal, no importa, tampoco nadie se ríe porque por lo general cantan para si mismos. ¡Stupid Love! (la canción de moda, un rap en tagalo-english), Bon Jovi, Julio Iglesias… Cantan, y juegan al billar, y se toman unos vasos de ron, o unas San Miguel (que por cierto, es una cerveza filipina que se bebe aquí, y no al revés), y vuelven a cantar… Tom Jones, Scorpions, La bamba…

VIAJES (1): Poetas Muertos 
(Catálogo estival de personajes parisinos)

Jun 2, 2009   //   by admin   //   Blog  //  1 Comment


En ‘La aventura de viajar’, Javier Reverte habla de cómo se convirtió en un escritor de viajes -sin querer-, de los buenos tiempos del oficio de periodista y de algunos géneros en vías de extinción, como la crónica y el reportaje (dice que para escribirlos hoy, una de dos, se debe ser rico o estar dispuesto a vivir entre los más pobres). Yo tampoco había imaginado nunca que escribiría un libro de viajes, como Atrapados en el paraíso -ni mucho menos una guía turística como la que hice sobre La Habana- llegué a todo eso, y a viajar durante algún tiempo gracias a lo que escribía, de modos algo rocambolescos, sin querer. Sí he querido o me habría gustado escribir reportajes y crónicas, pero casi todos los intentos que he hecho han resultado fallidos, en la prensa de hoy efectivamente no hay sitio para mirar desde puntos de vista diferentes o personales, ni importa demasiado cómo cuentes las cosas (bueno, importa que los cuentes cómo quiere el periódico, o sus accionistas, o sus anunciantes, y todos más o menos quieren igual). A veces me han tumbado reportajes con excusas que dan risa y un poco de grima, del tipo «a la gente no le gusta ver esas cosas los domingos mientras desayuna» o «prueba en alguna revista literaria». Ya no tengo esperanza alguna ni edad de convertirme en reportero (ni en realidad aptitudes, al menos para ser un reportero intrépido, para husmear, soy más bien un mirón, un «flaneur», alguien que pasa desapercibido -lo que también tiene sus ventajas). No sé, en definitiva, si volveré a escribir alguna vez un libro o un reportaje de viajes -ni si quiero, lo que quiero ahora es ser crítico de televisión o escribir sobre fútbol-, creo que la rueda que me llevaba de un viaje a otro -premios, encargos…- se ha detenido, y si vuelvo a hacerlo será de nuevo de casualidad, pero me gustaría ir dejando aquí el rastro que me puso en ruta durante algún tiempo. La historia es curiosa, y la iré contando a poquitos e introduciendo reportajes, cuentos, textos, de los diferentes viajes.

Todo empezó con estas estampas de abajo, sobre París, que escribí tras una viaje de tres días con mi madre y mi hermana, y que presenté a un concurso literario de El País-Aguilar:

 Poetas Muertos 
(Catálogo estival de personajes parisinos)

Tour Eiffel

El hombre se dispone a ejecutar algo muy importante, vital, una cuestión de supervivencia. De manera que, tras carraspear, sacudirse las pelusas y la caspa de las hombreras de la americana y retorcer el pescuezo a los gallos que se estiran quiquireando en su coronilla, se encamina muy digno, mientras a su alrededor pestañean los flashes de decenas de cámaras fotográficas, a hacer lo que debe hacer. No le cuesta demasiado encontrar en el cubo de la basura un trozo de pan. Y todavía mucho menos devorarlo compulsivamente. Sí, el hombre es un pobre, un pobre parisino, y los flashes fotográficos no le retratan a él sino, a sus espaldas, a la Torre Eiffel, el tótem de la vieja, rica y civilizada Europa.

 

Campos Elíseos

La vieja, rica y civilizada Europa está sentada ahora en un encantador restaurante de los Campos Elíseos. Es una frágil anciana con pelo purpureado de pantén color, gafitas y ropas vaporosas, vestigios de un pasado bohemio pero nada sórdido, con mucho charme. Habla con el camarero con una voz que es como una campanilla. Y además en francés. Él le trae ensalada y jamón de york y “cafeolé”. Cuando termina,nuestra ancianita suelta un eructo espantoso, tan espantoso que el resto de los clientes no nos atrevemos a volvernos, sólo a mirarla de reojo a través de los espejos de la pared, incapaces de creer que de ese cuerpo tan delicado hayan salido dragones con fuego en la boca, perros rabiosos, ristras de ajos y no, no puede ser cierto porque ella continúa allí sentada, tan entrañable. Hace sonar otra vez su campanilla para pedir al camarero un basito de agua, s’il vous plait.

 

Centro Pompidou

S’il vous plait, me dice una chica a la salida del centro de arte moderno Pompidou. Está haciendo una encuesta y me pregunta qué exposiciones he visitado. No he visitado ninguna: hay que pagar y sé que no me van a interesar tanto como para eso. De modo que me hago el sueco, le digo que no entiendo francés, me pregunta si soy italiano y, finalmente, me deshago de ella en español. Me da un poco de vergüenza admitir que no he entrado a ver las obras de Chagall, Matisse, Braque… pero creo que deberían sentir más vergüenza todos esos que han entrado y no han entendido nada, todos los que se rascan la barbilla en un gesto que pretenden interesante cuando únicamente trata de ocultar un bostezo. Afortunadamente, en la plaza que se extiende frente al Pompidou hay caricaturistas, tragafuegos y un grupo de vietnamitas imitando a los Beatles. Uno puede reconciliarse con la cultura dando un paseo entre ellos. Unos metros adelante un chaval que ronda los veinte años, bien alimentado y limpio, pide limosna. Está sentado en el suelo con un libro en las rodillas y lee ensimismado, ajeno a la riada de gente que pasa a su lado. Olé, pienso. Sé que no tiene hambre, que es un subversivo. Lo que en realidad está mendigando es que en las escuelas no nos enseñen las fechas de todas las guerras, sino a entender a Chagall, Matisse, Braque…

 

Montparnasse

…Baudelaire, Ionesco, Duras… Estos artistas, entre otros, están enterrados en el cementerio de Montparnasse, que es uno de los lugares que aparecen señalados en las guías turísticas. Sin embargo, para una visita fugaz a la capital francesa como la mía, es necesario seleccionar los recorridos, y el culto a los difuntos siempre me ha parecido una manera cobarde de enfrentarse al dolor, el amor, Dios y la muerte. Todo lo que nos hace insignificantes y nos condena a la soledad infinita del ser humano, la soledad que provoca el hecho de que ningún otro ser humano sea capaz de desvelarnos estos enigmas. Así que consideré prescindible el peregrinaje a dicho cementerio. Todo cambió cuando supe que, además de los mencionados escritores, en Montparnasse se encontraba enterrado Guy de Maupassant. Eso es otra cosa. Daría todos los besos ensalivados, todos los dulces tragos de licor, los días soleados que almaceno en mi memoria por uno de sus cuentos, tan redondos, tan directos, tan sorprendentes… tan perfectos. Quizás Maupassant, depresivo, suicida crónico, torturado por su incredulidad en el amor y muerto en un manicomio, hizo ese pacto con el diablo. Y quizás lo hizo para toda la eternidad porque, deambulando en busca de su tumba, aparecen ante mis ojos varios personajes de esos con los que al escritor normando se le encogía el corazón y que, a la vez, nutrían sus magistrales relatos. Entre unas cuantas lápidas grabadas con la Estrella de David pulula con el ceño fruncido un siniestro tipejo de cabeza rapada. Sobre un panteón descascarillado, moteado con plastones de musgo y mariquitas, una pareja se acaricia mórbidamente. Y, tan sólo a unos metros del lugar en que permanece enterrado Maupassant, un hombrecillo con una garrafa riega la tierra nerviosa y apresuradamente, como si atesorase el secreto que hace brotar flores de los ojos de las calaveras. La tumba del escritor, igual que la de los demás muertos célebres, es sencilla y pasa casi desapercibida. Pero a diferencia de Cortázar o Sartre, a quienes los visitantes dejan frases, poemas escritos sobre paquetes de tabaco o billetes de metro, sólo dos mensajes de letra agusanada y emborronada por la lluvia reposan sobre los restos de Maupassant. Recuerdo que los Goncourt, que asistieron a su entierro, dejaron constancia de que, durante el mismo, sus amigos habían contado chistes verdes y macabras anécdotas fúnebres. Entonces comprendo que no procede nada solemne sino, en todo caso, frívolo. Algo así como sacar una foto para después largarse. Y eso es lo que hago. No obstante, antes de salir del cementerio de Montparnasse, un gato negro se cruza en mi camino, clava sus ojos en mí y allá al fondo, como escombros hundidos en un charco del infierno, centellea la solución a todos aquellos enigmas: el dolor, el amor, Dios y la muerte. Pero es sólo una milésima de segundo, después el gato da un salto y desaparece tras una tumba sin nombre.

 

Mercado de las pulgas

I

El gato negro, pantera de mentirijillas, demonio enmascarado, bolsa de terciopelo con siete corazones, se mueve sobre la mesa de antigüedades en el Mercado de las Pulgas. A cámara lenta, desliza primero sus patas, las estira prodigiosamente, multiplicando su longitud por tres. Acomoda después la almohadilla en huecos invisibles y su espinazo se curva entonces dulcemente, como una ola muriendo en la playa. Y así avanza, cruza la mesa sin rozar siquiera las regaderas, los quinqués, las figuritas de porcelana que se amontonan desordenadamente sobre ella. El gato negro es arrogante y exhibicionista, podría saltar la mesa, o pasar por debajo, pero prefiere que todos veamos sus movimientos elegantes y precisos. El gato negro es un poeta salvaje.

 

II

Unos metros más allá de los puestos de antigüedades y ropa usada, en una  callejuela que limita el Mercado, hay grupos de hombres que hablan en susurros,  que miran en todas las direcciones con pupilas que parecen pelotitas de goma. Ofrecen radiocasetes con los cables pelados, carteras usadas, relojes y cadenas de oro rotas. Otros hombres con gusanos sanguinolentos en la nariz, con pelos y barbas como arbustos secos, hombres que huelen a sudor, vino y orina, venden ropas apelotonadas y sucias, sillas paticojas, una raqueta sin cordaje… cualquier cosa por el precio de una botella. Un tipo de bigote y tez aceitunada llega con un hatillo, lo extiende en el suelo y aparecen cintas de vídeo con fotos de mujeres desnudas. Llega otro como él, después otro, y después ya son cinco, diez, veinte… Se arremolinan, se empujan, gritan. Enfrente, en la otra acera, a algunos les esperan sus mujeres vestidas con caftanes floreados. Una de ellas lleva la cara cubierta por el chador.

 

Rue Mouffetard

Un joven obrero magrebí riega con una manguera la playa que, sí, está bajo las calles de París. Sobre la arena mojada, arrodillado, un compañero va colocando los adoquines en círculos. Algo más arriba, en la Place de la Contrescarpe, hay un par de viejos alcohólicos, un hombre y una mujer. Ella intenta bailar el cancán sin romperse en pedazos y después pasa la gorra a los turistas que beben cerveza en los cafés o esperan en los restaurantes griegos a que los camareros rellenen sus sandwiches con la carne picada de los enormes y giratorios trozos de vaca asada. El hombre está para menos trotes. Duerme la mona en un sillón polvoriento y desventrado. De repente, parece despertar de un mal sueño, se pone en pie tambaleante, se gira y expulsa los monstruos que pueblan su amago de delirium tremens con una cálida, dorada y prolongada meada. Los turistas sonríen, sacan fotos, alguno incluso aplaude. Lo que en las calles de sus pueblos o ciudades les parecería una marranada les parece bohemio en París.

 

Metro

París. Debo marcharme ya. Soy el único hombre blanco en la estación de metro. Sentada a mi derecha, hay una mujer con un punto rojo en el centro de la frente y dos niños hermosos, como sólo lo son los hindúes. A mi izquierda, un anciano negro da cabezadas y, de pie, una pareja de japoneses consulta un plano. Hay turistas con planos en todas las esquinas de todas las calles de París. Resulta difícil oír hablar en francés allá arriba. Los parisinos parecen haber huido del verano en la gran urbe hacia las playas. Abajo, en el metro, es más fácil, aunque siempre es un francés con acentos de colores. Como el de los camareros árabes, rumanos o italianos. O el de las chicas de la limpieza y el de los basureros negros. También son negros los cientos de emigrantes sin papeles que permanecen encerrados, varios de ellos en huelga de hambre, en la Iglesia de Saint Bernard, que está en un barrio que no aparece en los recorridos turísticos. La playa, para todos ellos, está debajo de los adoquines de París, capital de la vieja, rica y civilizada Europa.

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