Publicado en magazine On (diarios Grupo Noticias) 19/12/20
“¿Qué libro me llevaría a una
isla desierta? Mientras sea uno de Traven me da lo mismo”. Eso es lo que decía Albert
Einstein sobre el autor que nos
ocupa hoy en este club de lectura que vuelve a las páginas de ON —vamos a chulear un poco— por aclamación
popular.
El Traven al que se refiere
Einstein es Bernard Traven, pero también podríamos llamarlo Hal Croves, Ret
Marut, Traven Torsvan, entre otros muchos seudónimos, e incluso Esperanza
López Mateos, es decir, el nombre de una de sus traductoras al español, la
cual también se llegó a especular que fuera —además de la hermana de uno de los
presidentes de la república mexicana— la autora oculta tras los seudónimos de
este misterioso escritor. Hay incluso algunas desmelenadas hipótesis que
identifican a Traven con el mismísimo Jack London, que habría
escenificado su suicidio para reencarnarse en el autor de El
tesoro de la Sierra o El barco de los
muertos.
En
realidad, a menudo era el propio Traven quien se encargaba de sembrar la
confusión y hacer crecer el misterio en torno a su persona, empeñado —quizás
con una estrategia equivocada— en reivindicar la importancia de las obras por
encima de la del autor.
No
se sabe mucho, en todo caso, sobre B.Traven. Parece consensuado por la mayoría
de sus biógrafos que entre las firmas que empleó en sus diferentes obras la de
Red Marut es la que responde con más fiabilidad a su identidad real. Al menos
eso fue lo que aseguró su viuda, Rosa María Luján, si bien esta añadió a
continuación que en la cabeza de Traven “estaba todo tan hecho bolas que él
mismo desconocía la realidad”.
Red Marut versus Bernard Traven
Red Marut nació, presuntamente, en 1882 en la por entonces ciudad alemana, hoy polaca, de Schwiebu. En su juventud fue mecánico, actor de teatro ambulante, activista político… Acusado de incitar a la rebelión en periódicos anarquistas o de participar en las consejos revolucionarios de la República de Baviera, fue condenado a muerte, pero lograría huir a Inglaterra primero y más tarde a México, donde pasaría el resto de sus días y donde escribiría sus libros, en uno de los cuales, por cierto, mató a un personaje que se llamaba… ¡Red Marut! ¿Intentaba acaso borrar de ese modo su pasado? Quién sabe, lo cierto es que la cabra siempre tira al monte y en México Marut/Traven frecuentaría a destacados artistas y revolucionarios, como Diego Rivera, Frida Kahlo o un mecánico nicaragüense apellidado Sandino, a favor de quien recolectaría fondos cuando este acabara convertido en el famoso rebelde nicaragüense.
Red
Marut, es decir Bernard Traven, murió en
Ciudad de México en 1969 y sus cenizas fueron esparcidas en el río Jatajé, en
la selva de Chiapas, donde se estableció durante algunos años y sobre la que
escribió obras como La rebelión de los colgados.
Su
obra más conocida es, no obstante, El tesoro de la Sierra Madre, y es
curioso, porque más arriba comentábamos que la estrategia de la confusión de
Traven para fijar la atención en los libros en lugar de en quien los escribía
no fue quizás del todo acertada y, de hecho, hemos llegado hasta aquí sin
comentar todavía nada sobre esta novela de aventuras, más interesados en la
misteriosa identidad de quien lo escribió.
Una montaña maldita
El tesoro de la Sierra Madre nos cuenta la historia de Fred Dobbs, un norteamericano que vagabundea por Tampico mendigando y buscando trabajo en los pozos petrolíferos, y a quien la suerte sonreirá de manera rocambolesca con un billete de lotería premiado, gracias al cual financia una expedición en busca de una mina de oro, junto con otros dos compatriotas. No obstante, la Sierra Madre, en la que los tres buscavidas buscan fortuna, está maldecida por los indígenas desde que los españoles los esclavizaron para vaciar su vientre dorado, y la empresa no tendrá un final feliz. La novela es, en fin, una historia sobre la codicia, sobre cómo esta corrompe a los seres humanos. Es la avaricia, viene a decirnos Traven, y no las maldiciones o supersticiones, la que destruye nuestros ideales.
No
sabemos qué sucedió en su caso, porque El tesoro de la Sierra Madre se
convirtió inmediatamente en un éxito internacional, al cual además contribuyó
la famosa adaptación cinematográfica que hizo John Huston con Humphrey
Bogart en el papel principal. El propio Traven asesoró al director
norteamericano haciéndose pasar por su representante o agente literario, Hal
Croves, quien decía conocer muy bien al autor de la novela, y trasladó algunas
de sus caprichosas indicaciones a Huston, por ejemplo que uno de los actores
(el padre del director) debía despojarse de su dentadura postiza para rodar.
Como
curiosidad cabe señalar que Bobby Blake, el actor que interpreta en El
tesoro de la Sierra Madre al niño que vende el fatídico boleto de lotería
al protagonista acabaría interpretando
años después (además de al detective Baretta) a un misterioso personaje en Carretera
perdida, la película de David Lynch escrita junto con el novelista
Barry Gidford; un personaje que aparece y reaparece o está en dos sitios a
la vez, como si del mismo Bernard Traven se tratara.
Otros escritores
enigmáticos
Traven
no es, de todos modos, el único escritor enigmático o esquivo que ha tratado de
ocultar su identidad. Ni siquiera el más famoso, pues junto a él nos encontramos
con otros como Salinger, el autor de El guardián entre el centeno,
Thomas Pynchon, o más recientemente la italiana Elena Ferrante,
que se ha convertido en todo un fenómeno editorial y que comparte con Traven la
misma idea de que lo verdaderamente importante es el texto, si bien en
ocasiones da la impresión de que en realidad lo que se esconde tras todo esto
no es algo tan secreto como parece y se reduce a lo mismo de lo que hablaba
Traven: el vil metal, es decir, una mera maniobra comercial o de marketing (de hecho, en España hay alguna sospechosa e
incluso patética réplica del caso Ferrante).
Traven, eso sí, es seguramente el escritor desconocido que mejor ha sabido dotar de atractivo, con sus sucesivas invenciones, muertes y resurrecciones, al anónimo personaje tras el que se ha escondido y que perfectamente podría haber sido —de hecho lo fue en el caso de Red Marut— uno de los protagonistas de sus magníficas novelas de aventuras.
Monroeville, Alabama. Años veinte (del pasado siglo). Un pueblito de apenas unos miles de
habitantes. Dos de ellos, con el tiempo, se convertirán en dos de los grandes
nombres de la literatura norteamericana. Como si, por poner un ejemplo, en Cascante
hubieran nacido Ana María Matute y Miguel Delibes (bueno, en Cascante,
donde nacieron Lucio Urtubia o el
bandido Sanchicorrota igual no
habría sido tan raro —¿qué les dan de comer en Cascante, por cierto, en qué
marmita con la pócima de la rebelión se caen sus niños al nacer?—). Pero
volvamos a Monroeville. En este pequeño pueblo de la América profunda se
criaron juntos Truman Capote y Harper Lee, la autora de Matar un ruiseñor. Fueron ambos niños
raritos y prodigio, con lo cual, en realidad, no resultaba extraño que
compartieran sueños, confesiones, lecturas, ni que se retroalimentaran
creativamente. De hecho, se ha especulado mucho sobre si Truman Capote fue
quien realmente escribió Matar un
ruiseñor, entre otras cosas porque el propio y presuntuoso Capote nunca se
molestó demasiado en desmentirlo, a pesar de que en realidad solo hiciera
algunas correcciones y sugerencias a la novela, del mismo modo que tampoco se
molestó nunca demasiado en reconocer la aportación de Harper Lee a su obra
maestra, A sangre fría. Volveremos
después sobre eso
Racismo, pobreza, violencia
Matar un ruiseñor (¿o Matar a un ruiseñor? Delas dos maneras lo hemos visto escrito en las diferentes ediciones de la novela), nos narra el juicio contra un joven negro acusado injustamente de una violación, al que defiende el inolvidable y noble Atticus Finch — a quien siempre pondremos el rostro de Gregory Peck, que lo interpretó en la magnífica adaptación cinematográfica—, todo ello en el ambiente violento, racista y opresivo de un pueblito del sur de los Estados Unidos. Pero la novela es, en realidad mucho más que eso, es a la vez una novela de iniciación, y una novela del gótico sureño (género en el que podríamos incluir a autores como Tenesse Willians, Willian Faulkner o incluso algunas obras de Stephen King; novelas con escenarios asfixiantes, decadentes, protagonizadas por personajes perturbadores, aunque en Matar un ruiseñor todo esto se atempera con la visión de Scout, la narradora, una niña de 9 años), y es también a ratos una novela feminista, en la que Scout se rebela ante el papel que, por su condición de mujer, el futuro parece depararle… Una novela, en suma, que trata temas universales de la literatura como el despertar a la vida, la perdida de la inocencia, la educación o la defensa de la ética, del respeto a los seres humanos, valores encarnados en esa figura casi épica que es el personaje de Atticus Finch-Gregory Peck (a quien, por cierto, dedicó una maravillosa canción Iñigo Muguruza en uno de sus últimos grupos, Lurra); de hecho, Harper Lee tomó el nombre de su protagonista del orador romano Cicerón, llamado Titus Pomponious Atticus, conocido, según la escritora, como “un hombre sabio, culto y humano”.
La desaparición de Harper Lee
La novela se nutre en parte de la propia experiencia biográfica de la autora, cuyo padre, como Atticus, era viudo, abogado y defendió a un padre y su hijo negros acusados del asesinato de una dependienta blanca. El personaje de Dill, por otra parte, el amigo de Scout, es evidentemente un trasunto de Truman Capote. Y tras la historia de Boo Ridley, el enigmático ser que viven encerrado en una casa vecina y deja de vez en cuando mensajes y pequeños regalos a los niños en el hueco de un árbol, hay también una historia real, la del hijo de una familia de Monroeville al que esta mantuvo oculto, por vergüenza, durante 24 años tras tener algún problemilla con la justicia.
La propia Harper Lee
se convirtió en una especie de Boo Ridley, es decir, en una ermitaña, tras la
publicación de la novela (que estuvo a punto de perderse para siempre cuando
tras dos años y medio escribiendo bocetos, en un acceso de inseguridad, arrojó
el manuscrito por la ventana de su modesto apartamento en Nueva York). Matar
un ruiseñor fue, sin embargo, un éxito inmediato: ganó el Premio Pulitzer, la
adaptación cinematográfica obtuvo tres Oscar y a lo largo del tiempo la novela
ha vendido más de treinta de millones de ejemplares. Pese a lo cual fueron mínimas las apariciones públicas de Harper Lee, quien no volvió a
escribir, o al menos a publicar ninguna otra obra (Ve y pon un centinela es anterior a Matar a un ruiseñor, y en realidad uno de esos bocetos de esta, que fue recuperado en una operación de
marketing editorial apenas un año antes de que la escritora muriera, con casi
noventa años).
A sangre fría
Todo lo contrario a esta actitud misántropa de Harper Lee fue la mantenida por su amigo Truman Capote, a quien la fama, la vanidad y la vida social lo perdían, y al que le reconcomía saber que Harper Lee había ganado un premio como el Pulitzer, que él siempre anheló y nunca consiguió, ni siquiera con A sangre fría, a la que, como decíamos más arriba, también contribuyó en cierto modo la escritora de Monroeville. Truman Capote (que, por cierto, tomó su apellido de su padre adoptivo de origen canario) viajó hasta Holcomb, un pequeño pueblecito de Kansas para investigar el truculento asesinato de una familia y lo hizo acompañado de su íntima amiga, la autora de Matar un ruiseñor, quien fue quien rompió el hielo entre los recelosos vecinos, poco acostumbrados a tratar con personas como el estrafalario escritor, quien, homosexual, deslenguado y con la voz pituda, debía de ser en Holcomb un perro verde (aquellos primeros días de Harper Lee y Truman Capote juntos en Holcomb aparecen reflejados en la película Capote, de Bennet Miller).
Fue, pues, Harper Lee quien inició las investigaciones, aunque el carácter magnético de Capote no tardaría en imponerse y tomar el mando del trabajo, que sufrió un giro decisivo cuando el escritor pudo conocer e intimar con los dos autores de la matanza, condenados ambos a muerte, de quienes nos describe tanto su vida antes del asesinato como sus últimos días, hasta componer ese gran reportaje, es monumental novela de no ficción que es A sangre fría. El papel de Harper Lee, sin embargo, no parece limitarse al de rompehielos, como demuestran algunas revelaciones periodísticas que hizo uno de sus biógrafos, tan solo dos meses después de la muerte de esta, cuando hizo público un artículo sobre el asesinato de Kansas que Lee había escrito para una revista del FBI. Por lo demás, Harper Lee también intentó escribir su propio A sangre fría, pues durante algún tiempo estuvo investigando un caso similar, el de un reverendo que había asesinado a varias personas para cobrar su seguro de vida y que posteriormente sería asesinado por el hijo de una de las víctimas, un proyecto del que finalmente desistiría (aunque uno de sus amigos cercanos asegura que en realidad escribió el libro, con lo cual cualquier día nos llevamos otra sorpresa, u otra decepción), como desistió literariamente de todo lo demás, seguramente atenazada por la imposibilidad de superar una de las novelas más destacadas e inolvidables del siglo XX, como es Matar un ruiseñor.
Es curioso, Raymond Carver está considerado uno de
los maestros del género del cuento o el relato corto y entre sus virtudes se
destaca siempre su minimalismo, la austeridad, la económica precisión de sus
narraciones, en las que elude las descripciones innecesarias, los adornos y
fuegos de artificio, hasta conseguir esos cuentos fibrosos y desapasionados,
como una cuchillada limpia y certera, en la que la sangre brota una vez acabada
la lectura; y, sin embargo, todo ello no se lo debemos a él, si no a Gordon Lish, el editor de sus primeros
libros de relatos, como De qué hablamos
cuando hablamos de amor, quien, corrigió, cambió los finales con frases propias
y podó los relatos de Carver hasta eliminar en ocasiones el setenta u ochenta por
ciento de lo que el escritor de Oregón le había entregado.
Los relatos
originales de De qué hablamos cuando
hablamos de amor fueron publicados (en España por Anagrama) tiempo después bajo
el título igualmente original de Principiantes
(esto también es curioso, que el barroco Carver eligiera un título corto y
el podador Lish uno tan largo), de modo que quien sienta curiosidad por la
vivisección puede comparar los respectivos trabajos y juzgar.
Dos versiones del mismo cuento
Veamos, por ejemplo, uno de los relatos más famosos de Raymond Carver, El baño (o Parece una tontería en la versión original). En él, una madre encarga para el cumpleaños de su hijo un pastel, pero el chico es atropellado por un coche y la fiesta debe ser suspendida, pese a lo cual, mientras el niño permanece en coma en el hospital, el pastelero, que desconoce esa circunstancia, reclama insistentemente por teléfono a la familia que pasen a recoger su pastel. El relato de Carver-Lish (¡atención, spoiler! — aunque, de todos modos, los suyos no son cuentos cerrados, que se resuelven con un giro sorprendente, sino más bien escenas cotidianas bajo las cuales se adivina una grieta, un latido del horror; en el caso de El baño, por ejemplo, ese teléfono terrorífico repiqueteando—),el relato de Carver-Lish, decíamos, finaliza precisamente con una de esas llamadas, en la que no sabemos muy bien si quien llama (“Se trata de Scotty”, dice) lo hace desde la pastelería o desde el hospital. En el cuento de Carver-Carver, por el contrario, esta escena final se alarga de tal modo que sabemos que Scotty, el niño, finalmente morirá e incluso vemos más tarde al pastelero reuniéndose con la familia.
Es evidente que Gordon Lish talla el diamante en bruto hasta convertirlo en una piedra preciosa lo cual no quiere decir que Carver carezca de talento. Gordon Lish descubre con su poda una voz, un estilo propio. Sin su trabajo de edición probablemente Carver nunca habría sido Carver, pero también es cierto que cuando este, frustrado, se rebeló contra su editor y decidió plantarse, obligarle a respetar su trabajo, dio a la imprenta trabajos notables como Catedral.
El cuento y sus decálogos
Carver, además, teorizó a menudo sobre el género del cuento, demostrando que conocía perfectamente sus mecanismos y secretos (la importancia de un inicio y un final contundentes, la necesidad de mantener la intensidad, el ritmo y la unidad…).
Son muchos
los autores de relatos, además de Carver, que han reflexionado sobre un género
cuya mejor definición quizás sería que un buen cuento es aquel que se escabulle
de todas las definiciones (algo que, por lo demás, se puede aplicar a la
novela, la música, la pintura…). Cortázar,
por ejemplo, decía en un decálogo sobre el género que “no
existen leyes para escribir un cuento, a lo sumo puntos de vista”. Y fue
Cortázar también quien, en las Clases de
literatura que impartió a regañadientes en la Universidad de Berkeley dijo
que, extrapolándolo al lenguaje del cine,
si una novela era la película, un cuento era la fotografía (o, llevándolo
al mundo del boxeo, que “la novela gana siempre por puntos, mientras que el
cuento debe ganar por K.O.”).
Los decálogos sobre el
cuento son un subgénero por sí mismos, que han cultivado autores como García Márquez (“Cuenta un cuento que
te gustaría leer”), Julio Ramón Ribeyro (“El
cuento debe solo mostrar, no enseñar”) u Horacio
Quiroga (“No adjetives sin necesidad”)… A este último, por cierto, la
escritora argentina Silvina Bullrich
contestó con una refutación en la que, por ejemplo, detecta dos adjetivos
prescindibles en una frase de un cuento del escritor uruguayo.
Por el rabillo del ojo
Otra escritora, autora de grandes cuentos, Flannery O’Connor, reflexiona sobre el género en un texto titulado El arte del cuento en el que señala que este es “una de las formas más naturales y básicas de la expresión humana”. Y, si lo pensamos bien, estamos constantemente contando cuentos. Un chiste es un pequeño cuento. Cada vez que le explicamos a alguien por qué hemos llegado tarde a una cita, con quién nos hemos encontrado en la calle, qué hicimos el fin de semana, estamos contando un cuento y utilizando inconscientemente los recursos y estructuras del género: un inicio que atrape su atención, un discurso que mantenga la tensión, un final que resulte revelador, sorprendente o cómico o que deje en el tejado de nuestro interlocutor la pelota…
Joseba Sarrionandia, por su parte,
escribió un cuento reivindicándolos en el que decía que son cuentos lo que los
niños piden a sus padres cuando van a dormir, no novelas. Lo cual, nos lleva a
aclarar algo que a los cuentistas nos preguntan a menudo —incluso en
entrevistas— y que encajamos con una sonrisa glacial: “¿Pero lo que usted
escribe, son cuentos para niños?”. Esperamos que a estas alturas del artículo
todos quienes los estén leyendo comprendan que no, o que igual también sí, pero
que eso es otra cosa, y estamos hablando de relatos, historias cortas, de un
género literario (o un subgénero, si nos ponemos quisquillosos), porque si no,
corremos el riesgo de que alguien vaya a la librería y se lleve para su hijo de
seis años un libro de Bukowski.
Volviendo, para acabar, a Raymond Carver, en su artículo Escribir un
cuento señala: “La definición que da V.S.
Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo” otorga a
la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina
un instante susceptible de ser narrado”.
Algo que nos sirve para concluir con una definición, de nuestra propia cosecha, que puede servir para aproximarse a este género tan escurridizo y que tanto nos apasiona y que vendría a decir, en fin, que el cuento es como encender una cerilla en un cuarto a oscuras: todo aquello que se ve mientras permanece encendida la llama.
PATXI IRURZUN Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 22/08/2020
Publicado en magazine On, suplemento semanal de diarios de Grupo Noticias (15/08/20)
Uno de los
libros más emocionantes y bonitos que he leído es, sin duda, Capitanesde la arena, de Jorge Amado.
Pero no me hagan mucho caso. Lo que a uno le parece bonito a otros les puede
parecer un horror. Tengo comprobado, además, que hay un nada despreciable (en
cuanto a número) grupo de lectores a los que no les gustan los libros que
hablan sobre desgracias (es decir, el ochenta por ciento de la literatura
universal), a los cuales les recomiendo que no sigan adelante con este artículo
en el que, además de esta novela del escritor brasileño Jorge Amado, vamos a
hablar de literatura sobre sintecho o escrita por sintecho.
Capitanes de la arena cuenta las peripecias de una banda de
niños de la calle, de meninos da rua
de Salvador de Bahía (el libro se publicó en 1937, pero, por desgracia, sigue
siendo terriblemente actual), sus temores, sus sueños y las razones que les
llevaron a la marginación y la delincuencia. Las novelas de Jorge Amado, el
gran narrador de la ciudad de Bahía, pobladas por prostitutas, vagabundos,
campesinos, obreros, siempre lo hacen, siempre nos enseñan que tras cada una de
esas historias hay una injusticia y que nadie nace ni se hace pobre por
vocación. En el caso de Capitanes de la
arena, por ejemplo, hay dos momentos de la novela que resumen perfectamente
la misma: la escena de los meninos da rua
subidos a un tiovivo en el que por unos momentos son capaces de olvidarse de la
miseria, la violencia, el hambre en la que viven sumidos; o el capítulo en el
que uno de ellos, Sin-Piernas, es
adoptado por una acomodada familia y se debate entre la misión por la que se
deja acoger por esa familia: marcar la casa y facilitar al resto de la banda el
asalto de la misma, y la felicidad que, repentina e inesperadamente, encuentra al
sentirse por una vez querido —más allá de la camaradería de sus compinches—.
Los niños de la calle, se puede concluir, son solo niños, y lo que le añade la
apostilla “de la calle” es la persistencia a lo largo de los siglos de miseria,
desigualdades y atropellos.
El pan desnudo de Mohamed Chukri Jorge Amado narra la historia desde una óptica cercana al realismo social e incluso socialista, y así algunos de los capitanes de la arena evolucionarán a lo largo de la narración hasta convertirse en una brigada de choque de lucha obrera. Todo ello sin que de las páginas de esta novela se borren nunca los trazos profundamente líricos con que es contada.
Al igual que en
las novelas de Jorge Amado, la literatura se ha ocupado en muchas otras ocasiones
de quienes no tienen nada: vagabundos, alcohólicos, mendigos…, a veces con un
halo romántico que se desvanece cuando los propios autores han sido sintecho y
han escrito sobre ello, como el escritor bereber Mohamed Chukri, que fue otro niño de la calle y escapó a la pobreza
a través de la literatura (aprendió a escribir con veinte años) dejándonos una
obra memorable, a la altura de Capitanes
de la arena como es El pan desnudo (o El pan a secas, así ha sido traducido en sus últimas ediciones).
Tom Kromer y Victor Hugo Viscarra Otro escritor sintecho
es el estadounidense Tom Kromer, autor
de Nada que esperar, un clásico de la
literatura de la Gran Depresión, que narra los cinco años que el autor pasó
deambulando por albergues, vías de ferrocarril, descampados o pensiones de mala
muerte.
La vida de los vagabundos estadounidenses de ese periodo (retratada también en otros libros, como el magnífico Tallo de hierro, de Willian Kennedy, adaptado al cine por Héctor Babenco e interpretada en su papel protagonista por Jack Nicholson), está escrita en Nada que esperar sobre papeles de fumar o en los márgenes de los folletos religiosos de los albergues cristianos. Kromer refleja la desesperanza de un ejército de pobres vencido por el hambre y el desempleo, sus triquiñuelas para pedir limosna, la muerte de algunos compañeros, desmembrados al intentar subir en marcha a trenes de mercancías, las palizas de la policía…
A las palizas de
la policía, precisamente, achacaba otro escritor vagabundo, el boliviano Víctor Hugo Viscarra, su ruina física,
en lugar de a los treinta años malvividos en las calles de La Paz, o al alcohol
trasegado durante todo ese tiempo. Víctor Hugo Viscarra, que murió en 2006 a
los 49 años cuando parecía que tenía 70, dejó títulos como Alcoholatum y otros drinks, en los que describe la vida de los
borrachos, delincuentes y vagabundos de La Paz, es decir, su propia vida: los
bares como pudrideros (bares con nombres como El pezón de la mariposa o El
Averno; bares en los que es posible encerrarse bajo candado para beber hasta
reventar, literalmente); el sexo indigente,
buscando calor en la pestilencia y la llaga; el mundo y el lenguaje del
pequeño hampa paceño… De Víctor Hugo Viscarra, una leyenda de la noche y de la
literatura maldita boliviana, se han ocupado más y mucho mejor otros autores
como Alex Ayala o Miguel Sánchez-Ostiz; y la editorial
gasteiztarra Mono Azul, con Jabo H.
Pizarroso al frente, publicó su título quizás más conocido y accesible, Borracho estaba, pero me acuerdo.
El escritor apestado, y Miquel Fuster El mexicano Carlos Flores Vargas no es propiamente
un escritor sintecho, pero sí se puede decir que vive y trabaja en la calle,
que la recorre cada día de arriba abajo con sus libros a cuestas, y con los
recortes de prensa que hablan de “su caso”. Ganador del prestigioso concurso
internacional de cuentos Max Aub en 1988, Flores firmó un contrato con la
editorial mexicana Diana, pero esta retuvo sus cuentos, dilató ad infinitum la publicación de los
mismos, ante lo cual el escritor inició una huelga de hambre frente a sus
oficinas e incluso amenazó con amputarse y comer su propio brazo si la
editorial no cumplía el contrato. La editorial finalmente indemnizó al escritor
pero su pequeña victoria fue a la vez su tumba, pues a partir de ese momento
ninguna otra editorial quiso publicar a un autor con fama de conflictivo como
Flores Vargas. Desde entonces, este vende de manera ambulante sus libros, que
él mismo edita bajo sello propio (El patito feo), por el Zócalo de México DF.
Por cada uno de ellos pide 0,60 pesos, y además tiene una página web, www.elescritorapestado.com, en las que se pueden leer algunas de
sus obras, como Cuentos de sexo o Estela y la sangre.
Un caso más cercano es el del dibujante e ilustrador barcelonés Miquel Fuster, que tras entrar como aprendiz con dieciséis años en la Bruguera y trabajar como ilustrador durante un tiempo en otras editoriales de prestigio, como Norma, o agencias de prestigio como Selecciones Ilustradas, se vio en la calle a causa de una acumulación de desgracias: una ruptura sentimental, el refugio en el alcohol, el incendio fortuito de su vivienda… Miquel Fuster pasó quince años viviendo al raso, sobreviviendo gracias a la mendicidad, hasta que en 2007 comenzó a publicar sus vivencias en un blog que finalmente se convertiría en una novela gráfica titulada Miquel, 15 años en la calle. Miquel mantiene además un blog (www.miquelfuster.com) en el que se pueden ver algunas páginas de este trabajo, y otras ilustraciones de trazo desgarrado y oscuro que dejan constancia de sus años como sin techo.
Fuster, Viscarra, Flores, Jean-Marie
Roughol, cuya autobiografía
se convirtió en un best-seller en Francia, los cuatro vagabundos polacos
autores de Invisible, un curioso
libro cuya tinta solo es visible bajo cero, de modo que quienes lo lean sientan
qué es vivir a la intemperie, el Diario
de una vagabunda de la japonesa Fumiko Hayashi…
Hay, en definitiva y por desgracia, muchos capitanes de la arena y, para
disgusto de esos “lectores” que citábamos más arriba, nos tememos que, como
decía el tango de Discépolo, puesto que “el mundo fue y será una
porquería” seguirá habiendo también
quien, afortunadamente, dé cuenta de ello en novelas crudas y hermosas como las
de Mohamed Chukri o Jorge Amado.
Cualquiera que disfrute husmeando en las librerías de segunda mano se topará en ellas con este título una y otra vez, en diferentes ediciones. Debieron de venderse en su día millones de ejemplares de Alguien voló sobre el nido del cuco y a ello, sin duda, contribuyó la exitosa versión cinematográfica de Milos Forman, con Jack Nicholson interpretando al rebelde MacMurphy. Ken Kesey, sin embargo, el psicotrópico autor de la novela, abominaba de esa película. Quizás no al extremo de Boris Vian con la adaptación de Escupiré sobre vuestras tumbas, quien falleció de un infarto sentado en la butaca de un cine que la proyectaba. Pero casi.
Kesey consideraba que el director de Amadeus había traicionado el espíritu de su novela (y así era, aunque lo hiciera de un modo magistral), cargando el protagonismo de la misma en MacMurphy-Nicholson y dejando en un segundo plano al narrador de la historia, el Gran Jefe Brondem y a su mundo interior. De hecho, mientras la novela está contada con la voz del Gran Jefe, en la película este no pasa de ser un secundario, a quien solo se escucha pronunciar una reveladora frase, pues hasta entonces todos lo habían considerado sordomudo (en una clara metáfora de la situación de los naciones indias en Estados Unidos). También contribuyó, claro, al rechazo de la película por parte de Kesey el hecho de que los productores del film desestimaran el guión propuesto por él o que el escritor, de todos modos, vendiera los derechos de su libro sin demasiado margen de maniobra para intervenir.
Los experimentos, con LSD
Alguien voló sobre el nido del cuco, recordemos, nos cuenta la lucha de un grupo de enfermos psiquiátricos contra el despótico trato de su enfermera, la todopoderosa Gran Enfermera Ratched, lucha que se desatará con el ingreso de MacMurphy, un pequeño delincuente, exveterano de la guerra de Corea, que simula trastornos mentales para eludir la prisión y los trabajos forzados. MacMurphy alentará al enfrentamiento y la desobediencia a sus compañeros — a veces con consecuencias funestas— en una historia tras la que palpita el cuestionamiento de una sociedad, como la de los Estados Unidos de los años 60 (la novela se publicó en 1962), conservadora, uniformadora, castrante y controladora.
La idea para escribir Alguien
voló sobre el nido del cuco, en la que una de las formas de sometimiento de
los pacientes es la farmacología, se le ocurrió a Ken Kesey tras participar
como cobaya humana en un experimento auspiciado por el gobierno de los Estados
Unidos sobre los efectos de los psicotrópicos, en el transcurso del cual el
escritor conoció el ácido lisérgico o LSD, de cuyas virtudes se convertiría en
uno de los principales profetas, dándose la paradoja de que una de las herramientas
de liberación de la contracultura, las drogas, se propagara desde la
administración (recordemos, además, que la propia CIA experimentó con el ácido
lisérgico como elemento de control mental, antes de que los beats primero y luego los hippies le
dieran un uso recreativo).
Un viaje fluorescente al Más Allá
Ken Kesey, uno de los abanderados, precisamente, de la generación beat —aunque quizás no tan conocido como Jack Kerouac, Willian Burrougsh o Allen Ginsberg— estuvo al frente de los The Merry Pranksters, los Alegres Bromistas, un grupo de jóvenes que en 1964 (es decir dos años después de la publicación de Alguien voló sobre el nido del cuco) recorrieron los Estados Unidos de costa a costa a bordo de un fluorescente autobús, al que bautizaron como “Further”, es decir, “Más allá”, en un psicodélico viaje en el que ofrecían catas públicas de LSD. El conductor del “Más Allá” fue Neil Cassady, el espídico muso de la generación beat, inmortalizado en la novela En el camino de Jack Kerouac, y a la tripulación se sumó también el grupo de música Greateful Dead. Tom Wolfe, por su parte, el autor de La hoguera de las vanidades, hizo la crónica del accidentado viaje (tan solo doscientos metros después de iniciarse el autobús se quedó sin gasolina) en Ponche de ácido lisérgico, uno de los libros señeros del llamado periodismo gonzo, aquel que hacía crónicas desde dentro, en primera persona y sin eludir la experiencia propia.
No fue el de Wolfe el único testimonio del lisérgico itinerario de los Alegres Bromistas, ellos mismos llevaban consigo algunas cámaras, aunque a la postre estas sirvieron más bien como elemento disuasorio cada vez que la policía les daba el alto, alegando que su comportamiento se debía a que estaban rodando un documental, pues las imágenes del mismo acabarían perdidas en un desván, del que finalmente las rescatarían y restaurarían Alison Elwood y Alex Gibney, que estrenarían en 2011 Magic Trip, en donde podemos ver —no resulta difícil encontrarlo en internet— a Kesey, Cassady y compañía en pleno viaje, nunca mejor dicho.
¿El libro o la película o los dos?
Volviendo a Alguien voló sobre el nido del cuco, el libro contiene uno de los finales más hermosos y redentores de la literatura, que no vamos a contar aquí, y que quien quiera conocer tendrá que leer, tras buscar la novela en alguna de esas librerías o ferias del libro de segunda mano. La abundancia de ejemplares de la misma en esos lugares, por cierto, no deja de resultarnos en este club de lectura de verano sorprendente. Se supone que si están allí es porque alguien se los has quitado de encima. Quizás la explicación se deba a que quienes se desprenden de ellos ya han visto la película, cuando lo lógico, en la mayoría de los casos debería ser lo contrario: “No, ya he leído el libro”, no vaya a ser que nos pase lo mismo que a Boris Vian al ver la adaptación cinematográfica. En el caso de Alguien voló sobre el nido del cuco, de hecho, si bien la película de Milos Forman es notable, la novela de Ken Kesey resulta imprescindible.