No lo puedo evitar. Cada cierto tiempo
tengo un arrebato de nostalgia y —como me sucedió recientemente con Los
enanos de Concha Alós— compro un
libro Reno, una de aquellas novelas que se publicaban en los años sesenta,
setenta u ochenta y que venían a ser la versión celtibérica de la literatura pulp,
es decir, libros baratos, cuyas páginas amarilleaban pronto, al tiempo que
las cubiertas (magníficas, por otra parte: parecían carteles de cine) se
arrugaban y hacían jirones. Pulp alude, de hecho, a la pulpa de celulosa
con que se editaban, que solía ser de muy baja calidad. Los libros Reno, sin
embargo, no eran propiamente lo que conocemos como literatura de quiosco
(novelas de género, policiacas, del oeste, románticas, escritas como churros y
firmadas por autores como Marcial Lafuente
Estefanía, Corín Tellado o Silver
Kane); no, los libros Reno pretendían “difundir por medio de ediciones
económicas los éxitos más señalados de la literatura contemporánea y la obra de
los autores más famosos. El precio de venta de cada una de estas colecciones
las convierte en las más asequibles de cuantas se publican en idioma
castellano; y si se considera la extensión media resulta evidente que son
igualmente baratas, sin que lo barato sea, en este caso, sinónimo de inferior
calidad”.
Y tanto, porque en la colección de libros
Reno uno podía encontrarse con títulos como Trampa 22 de Joseph Heller, Hambre de Knut Hamsun, El enamorado de la osa
mayor de Sergiusz Piasecki… o Los
enanos de Concha Alós.
¡Escándalo! El recorrido literario y
vital de esta escritora valenciana, su auge y caída y auge de nuevo, podría
asemejarse al devenir de un libro Reno, a esas páginas que tras gozar de gran
popularidad acaban otoñándose en librerías de segunda mano, sepultadas por la
esplendorosa irrupción cada año de miríadas de obras maestras y autores que, si
hacemos caso a las fajas promocionales de sus novelas, subirán en cohete al
Olimpo literario.
La hasta hace bien poco olvidada Concha Alós ganó el Premio Planeta en dos ocasiones, una en 1962, con el libro que hoy comentamos —galardón del que, no obstante, fue despojada, pues al parecer había comprometido los derechos del libro anteriormente con una editorial rival— y otra dos años más tarde, con Las hogueras. Se le auguraba, pues, una carrera prometedora, finalmente truncada, que acabó conduciéndola a una injusta desmemoria como consecuencia de un cúmulo de circunstancias. Por una parte, su propia peripecia vital. Tras casarse con Eliseo Feijoó, director del diario mallorquín Baleares, se enamoró de un por entonces joven tipógrafo —once años más joven que ella, ¡escándalo!— con el que acabaría dejando la isla para establecerse en Barcelona, donde él se convertiría en un laureado escritor, en buena medida gracias a Concha Alós, que sacrificó * su propia carrera para ejercer de agente de Baltasar Porcel, ese era el nombre del tipógrafo. Por otra parte, los temas que abordaba Alós en sus novelas no eran nada complacientes con la moral de la época: prostitución, aborto, homosexualidad… Y mucho menos si quien se ocupaba de ellos era una mujer. La fama de Concha Alós se desvanecería así poco a poco. Incluso ella se olvidó de sí misma. Murió enferma de alzhéimer, y a su funeral, cuenta la necrológica de El País, titulada Concha Alós, escritora del lado oscuro de la sociedad, los únicos nombres de la cultura que acudieron fueron la cantante María del Mar Bonet y el fotógrafo Toni Catany.
Una novela enorme Sin embargo, del mismo modo que los libros Reno no han resultado en realidad de una calidad tan ínfima (de hecho, todavía sesenta años después, aunque con la camisa desgarrada y la ictericia en la piel de sus páginas, se conservan en relativo buen estado), Los enanos resucita en una reciente reedición de La navaja suiza que vuelve a poner de actualidad y reivindica la importancia de la autora en la literatura española.
Los enanos es, efectivamente, una novela enorme. En
ella se retratan, en una serie de estampas que pueden adscribirse al realismo
social, las vidas de varios huéspedes de una humilde pensión barcelonesa: una
antigua artista de variedades, la prostituta Sabina, Mohatá, el boxeador marroquí
que pierde todos los combates… Novela coral, las historias de todos ellos se
entrecruzan en un destino común patético y desesperanzado, del mismo modo que
en las pensiones las conversaciones, los gemidos de los colchones, las toses y
ventosidades, atraviesan las paredes. En la pensión Eloísa todos saben todo de
todos y se comparten, además del retrete, las mezquindades y los pequeños
sueños (como por ejemplo tener piso propio, incluso cuarto propio).
Las páginas de Los enanos huelen a
puchero y orinal y se acercan a veces al tremendismo (en ellas nos vamos a
encontrar, por ejemplo, con un niño al que dan de beber vino, con ratas que
trepan por las paredes del patio o con una patrona que enseña un cuarto a
posibles nuevos clientes durante el velatorio del anterior huésped). Pero a la
vez, junto a toda la sordidez que rezuman esas páginas, se trufan otras
escritas por una de las inquilinas de la pensión con un tono más luminoso, más
poético, y en las que la autora desliza algunas experiencias autobiográficas,
como la antes referida: su fuga por amor, por un amor proscrito para la
mentalidad de la época, desde Mallorca a Barcelona. Estos capítulos
alternativos de la novela dan a la misma cierto hilo argumental que en las
escenas referidas a la vida cotidiana de la pensión es deslavazado, casi
costumbrista, y se compone de fotogramas robados a la vida de puertas adentro
en la España de mediados del siglo XX, la España de los sabañones, la botella
de anís escondida en la alacena o el hueso de jamón zambullido en la sopa.
La
literatura de las cosas pequeñas y feas En Los enanos,
además de todo eso, también es posible encontrarnos con frases tan desasosegantes
y hermosas como esta: “Junto a la carne fofa sintió un rítmico latido, como si
estuviera apretada contra un buey muerto que se hubiera tragado un reloj”; o
con pequeños mecanismos literarios a los que se da cuerda de una manera casi
imperceptible en un capítulo y se ponen en marcha en otro, muchas páginas más
adelante, cuando ya nos habíamos olvidado de ellos (el niño al que emborrachan
con vino, por ejemplo, empuja y olvida un pequeño taburete por toda la casa, y
es con ese taburete con el que más adelante tropieza y se descalabra el huésped
del cuál ofrecen la habitación estando todavía este de cuerpo presente).
Concha Alós narra con maestría, pero su
principal virtud es la de conseguir hacer literatura de las cosas pequeñas y
feas, de los personajes insignificantes, los desheredados y los torpes, los
vapuleados por la vida, como Mohatá, el boxeador marroquí, flaco y desnutrido,
que pierde todos los combates, y que funciona como metáfora de los perdedores,
de esos enanos a los que hace alusión el título. “Somos enanos rodeados de enanos, y los
gigantes se esconden para reírse”, encabeza la novela la autora (antes, al
menos —apostillamos nosotros— los
gigantes tenían cierta vergüenza, ahora se ríen de nosotros sin disimulo, de
manera ostentosa).
Toda la novela tiene, en definitiva, una luz tenue, triste, de bombilla desnuda y titilante, pero también entra de vez en cuando el sol por las ventanas del patio, espantando a las ratas, y Concha Alós no arrebata por completo a sus personajes la oportunidad de levantarse de la lona, de modo que al final el boxeador Mohatá, o Sabina, la prostituta, también podrán huir de la pensión Eloísa, burlar al destino, del mismo modo que lo hacen, sesenta años después, la propia autora y su novela, Los enanos, una novela enorme que ha pasado demasiado tiempo malviviendo olvidada en una pensión de mala muerte.
*Sobre esto, al contrario de lo que señalan otros artículos y necrológicas, el periodista y escritor Sergio Vila-San Juán, autor de la biografía de Baltasar Porcel El joven Porcel nos matiza que si bien Concha Alós tradujo algunas obras del escritor ni fue su agente ni sacrificó su carrera por él. Al contrario, dice, le ayudó a ganar el Planeta en dos ocasiones.
Publicado en magazine ON (diarios de Grupo Noticias), 03/09/21
La imagen que
todos tenemos de Frankenstein, es decir, la de ese monstruo un poco lerdo,
inocentón, de color verde, y con dos tornillos en el cuello, tiene en realidad
poco que ver con la que la escritora Mary W. Shelley dibuja en su famosa
novela. Para empezar, Frankenstein no es en realidad el monstruo, sino el
nombre de su creador, el doctor Victor Frankenstein. Pero es que además el
monstruo de Frankenstein es un ser de inteligencia despierta, capaz de
expresarse en un lenguaje culto, que ha aprendido de manera autodidacta leyendo
libros como El paraíso perdido, de Milton, el Wherter de Goethe
o Vidas paralelas de Plutarco, lo cual ya es el triple
de lecturas que la de muchos de esos tertulianos de la tele que saben de todo.
El año sin
verano
Frankenstein, que lleva por subtítulo El moderno
Prometeo (es decir, aquel titán de la mitología griega que robó el fuego a
los dioses y lo entregó a los humanos) tampoco se escribió, como se asegura a
menudo, durante aquel verano sin sol que Mary Shelley pasó acompañada de su
esposo, Percy Bysshe
Shelley, y
de John Polidori, el médico de Lord Byron, en la villa que este
último tenía en Suiza. Frankenstein, de hecho, no es una novela que se lea en
una sentada, ni en dos, con lo cual tampoco es factible que su escritura se
llevara a cabo en unos pocos días. Sí es cierto, en todo caso, que la chispa
que prendió el fuego creador se produjo durante aquel retiro, después de que
Byron retara a sus invitados a imaginar un relato de terror con el que
entretener el encierro, pues fuera de la mansión llovía a mares y las
tormentas, los rayos y centellas, se sucedían sin tregua, creando el ambiente
idóneo para contar alrededor de la chimenea historias de fantasmas, aparecidos
o vampiros.
Todo ello sucedió en 1816, el llamado año sin verano, en el que debido a la erupción del volcán Tambora, en Indonesia y otros fenómenos metereológicos, el cielo se oscureció durante semanas, sumiendo al hemisferio norte en una estación anormalmente fría. Por entonces Shelley era una joven de solo 19 años, que ignoraba todavía el éxito que alcanzaría la novela que inspirada en aquellas veladas escribiría durante los meses siguientes y que podríamos decir que fue pionera en el género de la ciencia ficción, si no fuera porque desde mucho tiempo antes ya estaba escrita la Biblia. El encierro de aquellos jóvenes románticos y letraheridos, en todo caso, fue realmente fructífero, pues además de Frankenstein, en él se gestó El vampiro, de Polidori, que fue probablemente el primer relato de vampiros, anticipándose casi 80 años al Drácula de Bram Stoker.
El origen del
mal
En lo que
concierne a Frankenstein, la novela es mucho más que una novela de terror o de
ciencia ficción, en ella se reflexiona sobre temas como la culpa (el monstruo
de Mary Shelley, a diferencia de otros, tiene remordimientos), el determinismo,
la rebelión ante el destino, la crueldad humana, el rechazo, el origen del
mal…
Estructurada en
forma de caja china, es decir, un relato que alguien cuenta a alguien que
alguien cuenta a alguien, etc., utiliza
recursos como cartas o confesiones en primera persona (buena parte del libro,
por ejemplo, es la narración del propio monstruo a su creador, cuando vuelven a
encontrarse, después de que el doctor lo abandone, aterrorizado por la
insoportable idea de haber creado a un ser abominable). Y quizás sea esa,
precisamente, la parte más atractiva de la novela: el monstruo —sabemos a
través de su propio testimonio— es originalmente un ser bondadoso, que busca el
amor de los humanos, pero solo obtiene de ellos rechazo, como consecuencia de
su aspecto horrible y desmesurado (el doctor Frankenstein revela en el libro
que fabricó a su vástago en tamaño XL porque le resultaba más sencillo de
montar), lo cual poco a poco va generando en la criatura un sentimiento de odio
y de venganza hacia su creador, al que culpa de su soledad en un mundo, el de
los humanos, poco piadoso con el extraño, el diferente, el difícil de ver….
Son lo demás quienes lo convierten, pues, en un monstruo, no es su propia
naturaleza.
Refugiado en una
cabaña, desde la que puede espiar sin ser visto los movimientos de una familia
y escuchar sus conversaciones, el monstruo de Frankenstein aprenderá por su
propia cuenta primero a hablar y después a leer (a leer a Plutarco,
recordemos), nada de lo cual, sin embargo, le servirá para acercarse a ningún
ser humano sin despertar en él recelo o temor. Atormentado por ello, busca al
doctor Frankenstein y le exige que cree para él una compañera, con la que atemperar
su dolor, de lo contrario, lo amenaza, destruirá todo lo que el doctor ama. Victor
Frankenstein accede en un primer momento, pero finalmente desecha la idea de
dar vida a una monstrua, la monstrua de Frankestein, aterrorizado por la idea
de que los dos engendren monstruitos, es decir, creen una nueva raza que
destruya a la humanidad. Como consecuencia de esa negativa, el monstruo,
despechado, decide llevar a cabo su horrible venganza.
Y hasta ahí
puedo leer.
Como vemos, el monstruo de Frankenstein no tenía el cerebro sujeto por tiritas, sino pegado a su ser con toda la hondura de las contradicciones, los temores, las necesidades afectivas de cualquier ser humano. Se podría decir, incluso, que se convierte en monstruo por una sobredosis de humanidad.
Frankenstein en el cine
La imagen icónica, el monstruo tontorrón de cabeza cuadrada y atornillada, zapatos como barcas y al que el traje le tira de la sisa, comenzó a pergeñarse en la adaptación cinematográfica de 1931 El doctor Frankenstein, dirigida por James Whale,en la que el gran Boris Karloff interpreta al desdichado ser. Desde entonces (y antes, en realidad) han sido muchas las interpretaciones que se han hecho de Frankenstein. Por ejemplo, otro de los grandes actores del cine de terror, Christoper Lee, dio vida a un Frankenstein más humano, aunque con más cicatrices (tal vez por eso mismo; aunque quizás el cambio de imagen solo se debiera a que el maquillaje de Karloff era una marca registrada y no se podía imitar). Más recientemente, será otro monstruo (este de la interpretación), Robert de Niro, quien encarne a la terrible criatura en Frankenstein de Mary Shelley, de Kenneth Branagh. Y también hay películas en las que el monstruo ni siquiera aparece, como Mary Shelley, de Haifaa al-Mansour, que se centra en la figura de la escritora y narra lo acontecido aquel año sin verano en la mansión de Lord Byron y las vicisitudes que la autora hubo de pasar para demostrar que ella, y no su marido, era la autora de la magistral novela.
No nos podemos olvidar de otra adaptación algo más carpetovetónica, como la que José Carabias hacía en El monstruo de Sancheznstein, el programa-concurso infantil de RTVEcon guión de Guillermo Summers, en el que el menudo actor (la elección de Carabias, que medía un metro y medio, fue sin duda arriesgada) hacía el papel de un remedo de Franskenstein llamado Luis Ricardo, cantidubi dubi dubi cantadubi dubi da (esta era la pegadiza tonadilla que acompañaba sus apariciones).
Aunque sin duda el Frankestein más entrañable es Herman Munster, el padre de aquella estrambótica familia de monstruos buenos y felices en cuyo hogar lo sobrenatural, lo extravagante, lo terrible era normal; aquella familia, los Monster, que simbolizaba todo lo que al pobre Frankenstein de Mary Shelley le fue negado por nosotros, los monstruosos humanos con nuestros temores incontrolados y aborrecibles prejuicios.
LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS, de Emilio Carrere
Publicado en magazine On (diarios Grupo Noticias) 28/08/2
A La torre de los siete jorobados podríamos calificarla, para entendernos más que nada (porque en realidad es una novela incalificable, rara, excéntrica en la que confluye el folletín, lo policiaco, el humor, lo fantástico, incluso lo cabalístico…), como una novela de misterio. Empezando por su propia autoría. Pues aunque esta se atribuye (podríamos decir también que para entendernos) a Emilio Carrere, uno de los más destacados escritores de la bohemia madrileña de finales del siglo XIX y principios del XX, parece cada vez más claro que, tal como demuestra Jesús Palacios en el prólogo a la edición de 1998 de la editorial Valdemar, en realidad el cogollo del libro fue escrito por un autor algo menos conocido: Jesús de Aragón, alias Capitán Sirius, que fue además quien ideó toda la trama que particulariza a esta rara avis de la literatura española, es decir, la siniestra y criminal banda de jorobados que protagonizan la obra y la ciudad subterránea que estos habitan bajo las calles de Madrid.
Carrere y la vida bohemia Pero vayamos por partes, como diría el descuartizador de Boston (he aquí otro ejemplo de usurpación de la personalidad, pues esta expresión se atribuye habitual y erróneamente a Jack el destripador): ¿Quién era Emilio Carrere?
Carrere, como hemos adelantado, formó parte de toda aquella pléyade de estrellados escritores (los hermanos Sawa, Pedro Luis de Gálvez, Armando Buscarini, Eugenio Noel…) que con el cambio de siglo rimaron hambre y poesía; aquellos que pululaban como almas en pena, desgreñados y con los zapatos con agujeros, por las redacciones de los periódicos, ofreciendo sus versos escritos a golpe de sabañón, o por las casas de putas, los cafés, las comisarías, dando sablazos, o pena, acarreando, por ejemplo, una caja de zapatos con el cuerpo de un hijo recién nacido y muerto y pidiendo ayuda para su entierro (el tan conocido como macabro pasaje que se atribuye a Pedro Luis de Gálvez y del que da cuenta Valle Inclán en Luces de bohemia, la obra que sin duda mejor inmortalizó a aquel grupo de artistas del hambre; otras son La novela de un literato, de Cansinos Assens o más recientemente Las máscaras del héroe de Juan Manuel de Prada).
A Carrere, por
ejemplo, no se le caía la cara de vergüenza, porque más cornadas da el hambre
(y porque en realidad buena parte de estos escritores dedicaban más tiempo a
la vida bohemia que a la literaria, es
decir, a escribir), a la hora de ofrecer a editores y directores de los
periódicos artículos repetidos, refritos de otras obras anteriores, novelas a
las que solo cambiaban el título, incluso novelas inconclusas, armadas con poco
más que las tapas.
El Julio Verne español Es el caso de La torre de los siete jorobados. Parece ser que Carrere vendió a un editor (Juan de Palomeque, si hacemos caso a las memorias de Cansinos Assens), una novela ya publicada previamente con el título Un crimen inverosímil, que engordó marrulleramente por la mitad con varias páginas en blanco o fragmentos inconexos de otras obras. Fue esta parte de la “nueva” novela, en realidad, más de la mitad de la misma, la que Jesús de Aragón, el Capitán Sirius, un hoy olvidado autor de novelas de ciencia ficción y misterio (al que, sin embargo, se conoció en su época como el Julio Verne español), tuvo que recomponer por encargo del estafado editor, imitando el estilo de Carrere y llevando el gusto por lo estrambótico y lo arcano de este hasta el feliz extremo de inventar la secta de los jorobados y ese Madrid de galerías bajo tierra por las que este negro literario nos conduce con una luminosa antorcha en la mano.
Jesús Palacios
coteja concienzudamente en el prólogo citado anteriormente los pasajes de la
novela que se pueden atribuir a un autor y a otro. La suma da como resultado
una novela extravagante, un alocado folletín de aventuras, una novela de
misterio escrita por una especie de Edgardo (así se referían a su admirado Edgar Allan Poe) chulapo, que mantiene
al lector con la boca abierta y la respiración contenida, pues por La torre
de los siete jorobados desfilan aparecidos, resucitados, alquimistas…
todo ello contado a la vez con un tono zumbón, que da la impresión a veces de
mostrarse descreído con la propia y fantástica trama, pero sin que esta se
resienta en ningún momento.
Tortugas humanas Ese tono castizo y siniestro, esa mezcla de azucarillos, ratas y aguardiente, lo mantiene otro Edgar, Edgar Neville, en la adaptación al cine que realizó en 1944 en una película igualmente excepcional por su rareza dentro de la cinematografía española. En ella, Neville muestra cierta conmiseración con los malvados jorobados de la novela, pues sugiere que si crean esa ciudad subterránea de galerías y abismos que solo ellos conocen se debe a que allí pueden sentirse plenos, libres, a salvo de las burlas y las miradas de los “normales”, de todos aquellos que únicamente los quieren para frotar por sus chepas los billetes de lotería o las fichas del casino (“Estas simpáticas y tristes tortugas humanas llevan en su mochila el talismán de la buena ventura”, escribe Carrere).
Lizarraga, artista en el exilio Pero antes que Neville hubo otros intentos por llevar al cine La torre de los siete jorobados que a pesar de resultar infructuosos es de justicia mencionar, como el del artista pamplonés Gerardo Lizarraga, a quien recientemente han reivindicado Blanca Oria y Juan Zapater con un documental (Estrellado), diferentes estudios y conferencias y una magnífica exposición (Gerardo Lizarraga. Artista en el exilio) que ha permanecido meses en el Museo de Navarra. Lizarraga, pintor, publicista, muralista…, se codeó a lo largo de su vida con artistas de la talla de Julio Romero de Torres, Salvador Dalí, Leonora Carrington, Ernest Hemingway o Remedios Varo (con la que estuvo casado), pese a lo cual y a la calidad y variedad de sus propias obras es —o ha sido hasta hace poco— un artista silenciado y desconocido. Tras el golpe militar del 36 huyó y fue internado en el campo de refugiados de Argelès-sur-Mer (de donde consiguió salvar milagrosamente varios de los dibujos e ilustraciones que allí realizó) y posteriormente se exilió a México. Lizarraga estuvo, además, vinculado durante toda su vida artística al mundo del cine. Participó, por ejemplo, en la adaptación cinematográfica de Fiesta, la novela de Hemingway, para la cual pintó decorados y cuadros taurinos, además de protagonizar un cameo junto a Ava Gardner, dándose la casualidad de que entre el atrezzo de la película se reencontró con un cartel festivo (el que anunciaba los sanfermines de 1930) que él mismo había pintado años atrás. Y también años atrás —es a lo que íbamos— Lizarraga proyectó dirigir La torre de los siete jorobados, atraído sin duda por los escenarios surrealistas y fantásticos que se describen en la novela (y que Neville reprodujo muy atinadamente en su película, sobre todo con una impresionante escalera curvilínea de estilo expresionista que se hunde en las profundidades de la tierra de cartón-piedra). Lizarraga, por el contrario, hubo de desistir en su empeño por culpa del estallido de la guerra civil.
Novela frankenstein La torre de los siete jorobados es, en definitiva, una novela rara, cuyo proceso de escritura —y sus adaptaciones al cine— son en sí mismo otros folletines; una novela frankenstein (de la novela de Mary Shellie, por cierto, también hablaremos en la próxima entrega) cuyas costuras y cicatrices dan como resultado una obra tan inquietante como gozosa que hará las delicias de los lectores más bizarros, en todos sus sentidos, es decir, de los más extravagantes, pero también de los más valientes. Anímense.
EL TRIUNFO, de FRANCISCO CASAVELLA y otras novelas quinquis
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 21/08/21
El Vaquilla, José Luis Manzano, Sonia Martínez, Dum-Dum Pacheco, los supermirafioris, los tirones, El Pico, Perras callejeras, El Pico 2, los chutes de heroína en primer plano, los navajeros, nuestras madres apuntándonos a judo para defendernos de los navajeros… ¿Quién no recuerda a los quinquis y el cine que los reflejó, las películas de Eloy de la Iglesia o de José Antonio de la Loma?
Aquel fenómeno social, aquella realidad de los años setenta y ochenta fruto de un desarrollismo salvaje que arrojaba a la cuneta, a los descampados, poblados y barrios de aluvión, a cientos de jóvenes de clase trabajadora —condenados, no obstante, al desempleo, la heroína, y la delincuencia, en ese orden— fue documentada fielmente por el cine quinqui, cuyas películas eran a menudo interpretadas por los propios delincuentes juveniles, convertidos de ese modo en héroes populares y trágicos, con tristes finales en la mayoría de los casos. El cine quinqui se reivindicó como un subgénero en sí mismo, que también tuvo su banda sonora: Los Chichos, los Chunguitos, Los Calis, La banda trapera del río, Burning…
Un
escritor sobrado La
literatura, sin embargo, apenas se ocupó de estos bandoleros de extrarradio,
con honrosas excepciones, como la primera y brillante novela de Francisco Casavella, El triunfo (1990),en la que se narra la historia de cuatro rateros de poca monta
atrapados en el fuego cruzado entre dos bandas que se disputan el dominio del
Barrio (entiéndase el barrio chino de Barcelona).
Francisco Casavella, escritor enorme y malogrado (murió con
45 años, apenas unos meses después de recibir el Premio Nadal por Lo que sé de los vampiros, y tras haber
escrito obras descomunales como la trilogía El
día del Watusi), se llamaba en realidad Francisco García Hortelano, es
decir, compartía apellidos —que no parentesco— con otro famoso escritor, Juan García Hortelano, lo cual le llevó
primero a leer sus obras y después a dedicarse a la literatura. Es como si te
llamas Guillermo y te apellidas Séspir, con esas gracias no te queda otra que
probar suerte escribiendo, suerte que en el caso de Casavella le fue favorable.
Su primera novela, El triunfo, tenía de hecho un título premonitorio y reveló que nos encontrábamos ante un escritor de fuste. En ella, como decimos, se cuenta la vida de Palito (el narrador), el Topo, el Tostao y el Nen, cuatro jóvenes rumberos barceloneses que asisten a una guerra entre la vieja guardia, un grupo de legionarios que ha controlado el hampa del Raval, y los nuevos kies, los “moros” y los “negros”, que irrumpen con fuerza en el barrio. Junto a la narración en primera persona de Palito, que podía ser la extrapolación a la literatura de El Torete o el Pirri interpretándose a sí mismos en el cine, y que se vale de la jerga y el buen oído del autor (algo fundamental a la hora de escribir novelas quinquis), aunque sin despreciar una elaboración literaria o poética del discurso… junto a esa narración de Palito, decíamos, en la novela se intercalan una serie de capítulos en los que el Ghandi, el capo del barrio, expone su visión de la jugada, en este caso con un lenguaje más lírico, incluso arcaico, en un contraste que parece un alarde de Casavella, mostrando de partida todas sus cartas de escritor sobrado (de talento).
El
triunfo es mucho más que una novela sobre quinquis, rebasa con
creces el carácter documental, y en ella también late una tragedia clásica, el
enfrentamiento entre un hijo (el Nen) que intenta desagraviar la memoria de su
padre, y aquel que se lo arrebató, el Ghandi, quien representa la fuerza bruta,
la ley del más fuerte y de la costumbre; y es, además, una novela que junto con
la oralidad, el lenguaje callejero, bebe de fuentes clásicas, de Shakespeare (a
quien se cita al inicio) o del Diablo Cojuelo (el Nen y los rumberos buscan
refugio a menudo en los tejados, sobrevuelan su destino trágico en la tierra,
observando la ciudad desde las alturas y alejándose de ella, de su violencia y
su crueldad, mientras cantan rumbas y beben vino).
La
lírica lumpen
Tal vez sea El triunfo de Casavella la
primera, o una de las primeras novelas quinquis, si bien es cierto que en la
literatura española existe una larga tradición de obras sobre el hampa o la
pequeña delincuencia, que va desde la literatura picaresca (¿qué es sino una
novela quinqui Rinconete y Cortadillo?),
pasando por las novelas de los bajos fondos de Madrid de Baroja (la trilogía de La
lucha por la vida) o Galdós (Misericordia, Nazarín…) hasta el
Pijoaparte de Marsé, la Cecilia Ce
de Mercè Rodoreda o Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos.
Y, hablando de literatura quinqui, no podemos desde luego
obviar algunas de las novelas —posteriores a la de Casavella— de Montero Glez, como Manteca Colorá, Talco y bronce o
Sed de champán (con aquella primera frase memorable: “El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era lo único en
el mundo que jamás le daría por el culo”).
Montero
Glez, como Casavella, cuenta en ellas historias de soldados rasos, pobres
diablos reclutados por la fuerza o por las circunstancias para guerras entre
narcos o grupos de delincuencia organizada… Por esas trincheras de barrio bajo
pululan prostitutas, pequeños camellos, ladronzuelos, pícaros… Y como
Casavella, Montero Glez posee por una parte el don del oído, la capacidad de
captar la voz de la calle, de los barrios, el nuevo y cambiante lenguaje de
germanía, y por otra de convertir toda esa materia prima en una suerte de afinada
lírica lumpen o rumba literaria.
Otras novelas quinquis
Algo de lo que, en mi opinión, adolece Javier
Cercas en Las leyes de la frontera,
con la que intentó acercarse al fenómeno quinqui, y en su caso a la figura de
El Vaquilla, emulada a través del Zarco, el protagonista de la novela, a la
cual le falla el tono, como le falla el oído al autor (el resultado viene a ser
como cuando alguien intenta imitar a un rapero colocándose una visera al
revés).
La novela de Cercas, según él mismo ha reconocido, parte de una visita que hizo en su juventud a un poblado de barracas en Girona y la impresión que le causó, por una parte, y, por otra, de una exposición que el CCCB (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona) dedicó a los quinquis y cuyo catálogo, titulado Quinquis de los ochenta, es un buen compendio de esa subcultura, en el que se recogen testimonios, carteles de películas, carátulas de discos y casetes… No hay, sin embargo, apenas alusiones a la literatura (excepto a Los mundos marginados. Poemas de la cárcel, de David González, que ya citamos aquí en otra ocasión).
De haber sido así, de haberse dedicado un apartado a los libros, además de las novelas de Casavella o Montero Glez, podríamos haber incluido en él, entre otros (a la hora de citar siempre se corre el riesgo del olvido o la ignorancia, pido disculpas) a Paco Gómez Escribano (Yonqui, Manguis, etc.), Eduardo Romero y su Autobiografía de Manuel Martínez o a Gabriel Oca Fidalgo, un tan magnífico como desconocido autor leonés, que además de haber conocido de primera mano los infiernos de la heroína, se ha inyectado en vena también a escritores como Celine, Bukowski, Burroughs o El Ángel, y se nota, vaya que si se nota, en sus recomendables novelas La carretera muerta, Ansiedad o la última de todas ellas titulada, precisamente, Una novela quinqui.
DIEZ DÍAS EN UN MANICOMIO, de NELLIE BLY y otros libros sobre locos
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 14/08/21
La isla de Roosevelt, entre Manhattan y Queens, a la que además de en metro se puede llegar en teleférico, es hoy un barrio tranquilo en el que viven unos diez mil neoyorkinos, una especie de remanso de paz dentro de la locura que gusanea la Gran Manzana; pero eso no siempre fue así, al contrario, en un tiempo Roosevelt, que entonces se llamaba Blackwell (pozo negro) fue una escombrera humana, el lugar en el que la ciudad arrojaba todo lo que consideraba sus despojos. Y así, en ella se estableció un penal, varios asilos para pobres, un reformatorio, un hospital para enfermedades contagiosas y — aquello por lo que fue más conocida—un terrible manicomio por el que pasaron miles de pacientes, abandonados a su suerte, además de, para dar cuenta de ello, algunos escritores y periodistas de relumbrón como Charles Dickens, que habló sobre aquel lugar en su libro Apuntes sobre América (su paso por la isla lo ficciona Vanessa Monfort en La leyenda de la isla sin voz) y, sobre todo, la reportera Nellie Bly, que escribió la impresionante crónica Diez días en un manicomio, la cual se convertiría en pionera del periodismo gonzo y con la que conseguiría cambiar, gracias a la denuncia que con ella hizo, las lamentables condiciones de vida de los locos (muchos de los cuales no lo eran) encerrados en ese siniestro centro psiquiátrico.
Cuanto más cuerda, más loca Nellie Bly, seudónimo de Elizabeth Jane Cochran, fue una de las primeras mujeres periodistas. Se inició en el oficio de un modo casi casual, respondiendo en un periódico de Pitssburgh a una columna de tono machista con una airada carta al director que llamó la atención de este, quien decidió contratarla como redactora; posteriormente, Nellie viajó a Nueva York, donde solicitó empleo en The New York World, dirigido por un tal Joseph Pulitzer, que fue quien, allá por 1887, le encargó el famoso reportaje de incógnito sobre el manicomio de la isla de Blackwell.
Para ser internada en este, Bly se alojó en una pensión para mujeres trabajadoras, en el que fingió un comportamiento lunático —aunque sin recurrir a estridencias, no se arrancó mechones de pelo, ni profirió carcajadas demoniacas, ni se comió sus propias heces— consiguiendo de todos modos que de un día para otro, con un superficial examen médico, la enviaran a Blackwell, donde se encontró con un panorama aterrador: hacinamiento, frío, maltratos físicos… Hay dos detalles que ilustran todo aquel horror. El primero: tras conversar con algunas de sus compañeras la periodista descubrió que algunas de ellas habían sido enviadas a aquel lugar por razones de lo más peregrinas, por ejemplo, por hablar alemán; y el segundo: una vez que llegó al manicomio, Nellie Bly dejó de fingirse loca y se comportó como lo hacía habitualmente, lo cual, en lugar de despertar dudas sobre su enfermedad mental, reafirmó esta. “Cuanto más sensatamente actuaba y hablaba, más loca me consideraban todos”, escribe. Por fortuna, Nellie Bly había pactado con Pulitzer ser rescatada de la institución al cabo de unos días y pudo salir de aquel pozo negro, a diferencia de otras pacientes, condenadas a ahogarse en él a menudo por culpa de malentendidos o arrebatos pasajeros y comunes de furia, que en el caso de las mujeres automáticamente se asociaban con demencia.
Precursora del periodismo gonzo La publicación por entregas del reportaje de Nellie Bly tuvo un gran impacto entre los lectores. A pesar de lo cual —tal y como señala Vanessa Monfort— muchos de quienes fueron enviados en los años posteriores a los diferentes presidios de Blackwell continuaron llegando hasta allí de manera abusiva, acusados de obscenidad y corrupción moral, en el caso, por ejemplo, de la actriz Mae West (es decir, por estrenar en Broadway una obra de teatro titulada Sex), o — por citar otra ilustre huésped de Blackwell— la cantante Billie Holiday—, por prostitución, cuando solo tenía 13 años (sobre Billie Holliday, quien precisamente escuchó en Blackwell por primera vez los discos de Louis Amstrong o la gran Bessie Smith, hay una recomendable y espeluznante autobiografía, Lady sings the blues, en la que la cantante narra su atormentada vida —drogadicción, hambre, racismo…—).
Como hemos señalado antes, Diez días en un manicomio fue precursora del periodismo gonzo, es decir, aquel en el que el periodista se convierte a sí mismo en protagonista y vive en carne propia aquello sobre lo que escribe, narrándolo en primera persona. Algunos de los autores más conocidos adscritos al género son Hunter S. Thompson que narró desde dentro sus experiencias con los ángeles del infierno (hasta que los motoristas descubrieron que era un infiltrado y lo apalizaron), su propia candidatura como sheriff (una de sus promesas fue despenalizar las drogas) o el psicotrópico viaje a bordo de un autobús fletado por Ken Kesey, el autor de Alguien voló sobre el nido del cuco, que se dedicaba a ofrecer catas de LSD por los pueblos de la América profunda; otro ejemplo de escritor gonzo es el alemán Günter Wallraff, autor de Cabeza de turco, en elque, tras disfrazarse durante meses de inmigrante turco, narraba las humillaciones y racismo al que era sometido en la Alemania de mediados de los ochenta.
Más libros sobre manicomios Pero volviendo a Nellie Bly, su nombre es solo uno más dentro de una larga lista de autores que han escrito sobre la locura o desde la locura: Antonin Artaud, Alejandra Pizarnik, Leopoldo María Panero (sobre el cual, a propósito de biografías recomendables y terribles, J. Benito Fernández escribió la magnífica El contorno del abismo), Sylvia Plath, Jean-Jacques Rousseau (que tenía manía persecutoria), Friedrich Nietszche, Jonathan Swift — el autor de Los viajes de Gulliver—… Por no hablar de novelas que transcurren en manicomios o están protagonizadas por enfermos mentales: El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza, Los renglones torcidos de Dios, de Torcuato Luca de Tena, Memorias de abajo, de Leonora Carrington (un dietario sobre los cinco días que pasó en un sanatorio de Santander, sometida a todo tipo de vejaciones), Antes del huracán, de Kiko Amat, Perorata del insensato de Miguel Sánchez-Ostiz, Cada cuervo en su noche, de F.L. Chivite o la propia Alguien voló sobre el nido del cuco, de Ken Kesey. Pero si hay un autor en cuya obra podemos seguir paso a paso el proceso de la locura, la aparición de los primero síntomas y el avance de la enfermedad, es Guy de Maupassant, que acabaría sus días en una clínica psiquiátrica tras diferentes episodios de pánico, alucinaciones, problemas nerviosos e intentos de suicidio. Maupassant reflejó todo ello, así como el terror ante la percepción de su propia locura, en cuentos memorables como ¿Quién sabe?,El loco, o El Horla, un diario en el que el personaje principal anota su inquietud por la irrupción en su vida de un ser invisible y misterioso que lo controla y lo vampiriza mientras duerme. “¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia?”, se pregunta el protagonista del cuento. Una desazón que, sin duda, ha llevado a muchos de los autores a interesarse por la enfermedad mental y a no pocos a sucumbir en ella y que tal vez no tenga respuesta, ni siquiera después de pasar diez días en un manicomio. Nellie Bly —tal y como señala en una nota cuando su reportaje, publicado inicialmente por entregas, apareció en formato de libro— consiguió al menos que las condiciones de los pacientes de Blackwell mejoraran notablemente, pues como consecuencia de su denuncia la ciudad de Nueva York destinó cada año un millón de dólares adicional al cuidado de sus enfermos mentales.