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DENTRO DEL CÍRCULO DE ILUMINACIÓN

Jun 15, 2009   //   by admin   //   Blog  //  1 Comment


Eva Orúe, en su sección de Divertinajes, Círculo de Iluminación, hace un extenso repaso de la pasada Feria del libro de Madrid. Ella fue la moderadora del debate sobre El libro peor vendido, y también habla de él en La resaca, como se titula su artículo, en el que cortesmente (puesto que yo mismo le envié la información) cita mis frustrados intentos por figurar en esa dudosa categoría de los worstseller. Esto es lo que dice: 

En otra división

Tal y como les conté la semana pasada, el miércoles día 10 moderé una mesa redonda en la Feria del Libro en torno a la cual cinco editoriales querían reflexionar sobre su fracaso más sangrante, su worstseller.

Pues bien, no sé qué repercusión tendrá en las ventas de esas obras, pero la iniciativa despertó el interés de los medios, que siempre compran una buena idea: Cadena SER (Hora 25), TVECuatro, El País, ABC y Público, entre otros, informaron de la cita, si bien alguno lo que hizo fue aprovechar la convocatoria para escenificar uno de los cara a cara más improbables de feria: Carlos Jiménez-Arribas, autor del worstseller Viaje al ojo de un caballo, frente a Ildefonso Falcones.

Por gracioso que resulte, no me parece un titulo envidiable, ese de autor que menos vende. Y sin embargo, hay varios candidatos. Con fair play y sentido del humor, Patxi Irurzun presenta sus credenciales en su blog Ajuste de cuentos. Y al hacerlo nos recuerda que hay muchos escritores de talento que por la razón que sea no han tenido el reconocimiento que merecen.


Aunque lo que de verdad tiene chicha, en mi opinión, de este artículo de Eva Orúe es lo siguiente:


Es costumbre, tal vez lo sepan, que el miembro de la familia Real que participa en ese acto sea obsequiado con libros por los responsables de las casetas en las que se detiene. Casetas que, previamente, han sido visitadas por un trabajador de la Casa Real para sondear las intenciones de los feriantes. Luego, cuando el royal de guardia se aleja, otro enviado pasa y pregunta: «¿Qué se debe?». Excuso decirles que, normalmente, le responden que nada. Como me dijo uno en esta feria, «me contento con ser Proveedor de la Casa Real».

Pero, a veces hay alguien que rompe la norma no escrita. Este año, un grupo de expositores respondió a la pregunta, a lo que ser ve retórica, presentando la factura. Y en pago recibieron la devolución de los libros que habían entregado a la infanta

HE ESCRITO UN LOSER-SELLER

Jun 12, 2009   //   by admin   //   Blog  //  8 Comments


Ni siquiera para worstseller. Como dije hace unos días había propuesto La polla más grande del mundo para el debate que con ese argumento, los libros peor vendidos, se iba a celebrar en la Feria del libro de Madrid, y envié para ello una carta a mis editores de Baile del Sol, que participaban en el debate y que me prometieron leer. Sin embargo, no hay rastro de La polla en ninguna de las numerosas notas y noticias que hablan sobre este debate en diferentes medios y el escritor Carlos Jiménez Arribas y su Viaje al ojo de un caballo me han usurpado la antigloria, merecida y esforzadamente, eso sí. Dando la cara.  Por cierto, el libro de Jiménez tiene muy buena pinta y también su blog Veinte días en Mongolia.

Un nuevo fracaso, el mío, pues, pero creo que coherente, tratándose del libro peor vendido no habría sido justo un efecto rebote o aparecer en el telediario. Yo diría, pues, que ‘La polla más grande del mundo’ –y el resto de mis libros- es más que un worstseller un loser-seller (si es que eso existe). Os dejo con mi carta:

 

¿Y no podías haberle puesto otro título?

 Mi libro La polla más grande del mundo -no sé si por suerte o por desgracia para mí- no es autobiográfico. Es algo que tengo que aclarar cada vez que lo presento, o hablo o me preguntan sobre él. Y también que no es un libro pornográfico. Está claro que elegir un título como ese no fue una decisión del todo acertada. Y mira que mi madre  me lo advirtió: ¿No podías haberle puesto otro título, hijo? Según ella, con ese título sus amigas no podrían preguntarle al librero si tenía La polla más grande del mundo.

¿Por qué lo hice, pues, porque elegí un título tan chabacano? Por marketing. Porque quería que todas las miradas se volvieran hacia mí. Como el niño que está venga hacer monerías en mitad de una habitación llena de gente  y de repente alza la voz para gritar teta-culo-pedo-pis. Pensé que de ese modo, por fin, me harían caso, y entonces podría mostrarles de lo que era capaz. Una operación publicitaria, en definitiva, en toda regla, aunque un tanto inmadura y sin duda fracasada, que ha tenido efectos contrarios a los deseados: en los periódicos no han reseñado el libro, las librerías lo han escondido… Y todavía recuerdo la pasada feria del libro de Pamplona, cómo por los altavoces todos los libros presentados eran voceados con sus correspondientes títulos y al mío era simplemente «el último de Patxi Irurzun» (y eso que el spiker era un muchacho con rastas, con un aspecto de los más transgresor).

Todos estos inconvenientes los intenté sortear con acciones de guerrilla promocional, como sacar mi polla aprisionada bajo las pilas de novedades y colocarla sobre  pijamas de rayas. También quise hablar de él en una columna que tenía en una edición local del periódico ADN,  una columna que no llegó nunca a publicarse (ni esa ni ninguna más), en teoría porque la había usado para autopromocionarme (también hice alguna alusión a la familia real y al Diario de Navarra, grupo que pertenecía la mismo grupo informativo que ADN, pero ese no era el problema, me dijeron).

Está claro que un título como este, además de inapropiado, estaba gafado. Y que, desde luego, no es ilustrativo respecto al contenido del libro. La polla más grande del mundo es solo uno de los 70 cuentos, de todo tipo y estilo, que lo componen y ni siquiera ese es un cuento autobiográfico o pornográfico, sino que hace referencia a una gallina de dimensiones monstruosas. Un chiste, vamos, que ya explica la portada de Kalvellido

El escritor Miguel Sánchez-Ostiz, por su parte,  ya puso por escrito la inconveniencia de un título como este:

Patxi Irurzun acaba de publicar unos relatos tan duros como hermosos, Ajuste de cuentos, y no hace mucho otros reunidos en La polla más grande del mundo, que es un título que invita a no leerlo o a despreciarlo. Y sin embargo en sus páginas late un humor zumbón y una forma de mirar más pacificadora que otra cosa, en un mundo hostil para quien parece estar condenado a ser un perdedor. Junto al vitriolo, Irurzun expresa un sentido de la belleza de lo cotidiano y pequeño, una emoción común y compartible.  

Creo por todo eso que La polla más grande del mundo es un digno aspirante a Libro peor vendido, aunque en mi defensa y la de mi puesto de trabajo (trabajo en una agencia de publicidad), la estrategia de marketing no era tan descabellada y el blog del mismo título que que abrí para promocionar el libro se acerca ya a las 200.000 visitas. No me pregunten, eso sí, cómo ni por qué llegan hasta ese blog,  los pajilleros, perdón los internautas.

TRIGESIMOQUINTA CRISIS (Cuento inédito).

Jun 11, 2009   //   by admin   //   Blog  //  3 Comments

JUAN KALVELLIDO

Pa-paaa-parabá….

La alarma del móvil suena todos los días a las 8 de la mañana.

Parapa-papaaa-parabá.

«Satisfaction». El tema peor elegido para un momento como ése. He terminado por aborrecerla, pero no tengo ni idea de cómo cambiar la melodía. Soy un desastre.

Pa-paaa-parabá….

Isabel siempre remolonea varios minutos. Yo entonces suelo mirarla. Me gusta mirarla. Es muy guapa y creo que nunca me acostumbraré ello. A veces me pregunto qué hago yo junto una mujer como Isabel. Sé que ella también suele preguntarse qué hace con un tipo como yo. Pero lo hace de otro modo.

Isabel suele despertarse de buen humor, a pesar de todo. La oigo cantar en la ducha, mientras hago la cama. Vivimos en una habitación de un piso compartido y para abrir los armarios antes hay que recoger la cama plegable. Todo muy confortable.

Cuando Isabel vuelve a la habitación y comienza a vestirse la tumbo desnuda sobre el colchón y abro sus piernas, o la abrazo por detrás y coloco mi pene entre sus nalgas. Hace unos días fui yo quien remoloneó un poco y cuando ella volvió de la ducha se metió otra vez en la cama y echamos un polvo memorable. Pero normalmente ya nunca sucede nada. A no ser que Isabel se enfade, que se queje de mi halitosis o que me diga que es tarde y vamos a perder el autobús. Apenas hacemos el amor, últimamente, o cuando lo hacemos la noto distante, deseando que termine cuanto antes. Eso me hace desgraciado. Intento creerla cuando dice que no se siente cómoda porque los compañeros de piso pueden oírnos, que todo cambiará en cuanto tengamos nuestra propia casa, pero sé que algo se ha roto o se ha perdido entre nosotros y que ya nunca volverá a ser igual. Lo más curioso de todo es que, precisamente ahora que apenas tenemos relaciones sexuales, Isabel lleva un par de semanas de retraso.

—Nada —dice, al volver de la ducha. —Sólo he manchado un poco.

Nos quedamos en silencio. Hemos hablado muchas veces de tener hijos. Nos hemos reído imaginándolos, pero ahora no es el momento. No tenemos dinero, ni casa. Yo ni siquiera tengo trabajo.

Isabel es dependienta. Suelo acompañarla todos los días a la tienda. Después recorro las oficinas del paro y las ETT. Cuando me echaron del periódico creí que conseguir trabajo sería más fácil. Que sería como hacía unos años. Entonces entraba en una ETT y salía con la dirección de una fábrica o un almacén para empezar esa misma tarde. Pero ahora tengo 35 años, estoy en el límite para trabajar como operario, y sólo me llaman para vigilante por 600 euros al mes. Brutos.

—Con las horas extras puedas llegar a los 800—suelen decir.

Yo les contesto que no me interesa. Llevo ya casi 3 meses en paro, vivo en un piso compartido y dentro de poco seré padre, pero no estoy tan desesperado.

Así que sigo buscando trabajo. Suelo empezar el recorrido por las oficinas del paro. En ellas apenas renuevan las ofertas pero la desidia de los funcionarios me resulta menos hiriente. Es lo que cabe esperar de ellos. Pero en las ETT de vez en cuando me entran ganas de escupir a alguna de esas niñatas que te piden los datos si mirarte a la cara. Voy de una oficina a otra de mala gana. Después me dedico a callejear, como un vagabundo. Entro en las tiendas de discos y en las librerías. Me siento mal, como si estuviera perdiendo el tiempo, escondiéndome, engañando a alguien… Después compro el periódico y lo abro por la página en la que iba mi columna. La leo y pienso que yo la habría escrito mucho mejor. Eso me hace sentirme maltratado.

Al mediodía voy a buscar a Isabel a la tienda. Cada vez me cuesta más.

—¿Qué tal ha ido? —me pregunta.

—Mal —le contesto, encogiéndome de hombros.

Ella no dice nada, pero yo sé que se disgusta. Cree que no lucho lo suficiente. Y tal vez tiene razón. Pero estoy cansado. He luchado mucho, durante muchos años, por lo que de verdad me interesa. Para nada. Así que me parece lógico no esforzarme todo lo que debiera por algo que no me interesa en absoluto. Lo cual no evita que me sienta culpable por ello.

Yo ya ni siquiera le pregunto qué tal le ha ido a ella. Isabel odia su trabajo. Tampoco hablamos mucho, últimamente, porque cada vez que lo hacemos terminamos discutiendo y empeorándolo todo todavía un poco más. Al menos seguimos sentándonos uno junto al otro cuando comemos juntos fuera de casa. Solemos hacerlo dos o tres veces por semana, en algún chino. Necesitamos estar a solas de vez en cuando, aunque sea para sentir que todavía estamos el uno al lado del otro. El piso compartido nos ahoga.

Yo, de todos modos, regreso a él por la tarde e intento escribir. Pero no lo consigo, siempre termino releyendo lo que escribí hace tiempo. La semana pasada volví a casa de mi madre a coger algunas cosas y revolviendo en mis armarios encontré varias carpetas con las redacciones del colegio, los cuentos y pequeños reportajes que escribía cuando era un niño. Al principio me parecieron muy graciosos, pero luego me entraron ganas de llorar, con esas lágrimas que se derraman hacia dentro como cuchillos. Me sentí estafado por la vida. Escribir ha sido lo único que he hecho durante toda ella y todo lo demás siempre ha estado determinado por eso. Pero ahora me parece que no he hecho más que perder el tiempo, que no sé hacer otra cosa —ni siquiera cambiar la melodía del móvil— y que escribir sólo ha servido para apartarme de la vida real. Incluso cuando la vida real ha sido escribir: me echaron del periódico por un cuento en el que aludía en términos «inapropiados» a alguien, por lo visto, demasiado poderoso. Ni siquiera llegaron a publicarlo, pero discutí con el redactor jefe. Todo lo demás vino rodado. Primero mis reportajes dejaron de interesar. Después me quitaron la columna. Y finalmente me despidieron. Eso fue hace tres meses. Desde entonces me pongo frente al ordenador y experimento un rechazo casi físico. Sólo consigo escribir historias en las que yo soy el protagonista y me compadezco de mí mismo. Son, en realidad, las mismas historias que cuando tenía 15, 20, 30 años y me encontraba triste, solo y asustado. He escrito el mismo cuento 35 veces, pero ahora ya no sirve, no es suficiente. De modo que casi siempre termino tumbándome en la cama, esperando a que Isabel vuelva del trabajo, o aprovecho para ducharme tranquilo, sin miedo a que se gaste el agua caliente. También me lavo los dientes. No me gusta que Isabel me diga que me huele la boca. Me siento sucio y repulsivo, como si hubiera un cadáver en mi interior, como estuviera muerto para ella. Me froto la lengua con energía y contengo las arcadas. Y a pesar de todo, cuando Isabel vuelve no consigo que me bese como antes.

Después de cenar vamos al cuarto de estar. El televisor siempre está encendido así que yo suelo aprovechar para leer un poco. Isabel y yo tenemos que compartir un pequeño sofá. Ella se tumba y coloca sus piernas sobre las mías, que permanezco sentado. Le masajeo los pies y de vez en cuando intercambiamos alguna broma. Es uno de los mejores momentos del día, pero los dos sabemos que tal vez no sería así si en el cuarto no estuvieran también los compañeros del piso. Es como si tratáramos a toda costa de ocultar las grietas que empiezan a dibujarse en nuestra relación. Después, cuando nos vamos a la cama, es distinto. Todavía seguimos acostándonos en la misma cama, pero cada vez nos giramos antes hacia nuestro lado. A veces cuando ella lo hace primero le acaricio el pelo, la espalda, y a ella le gusta, pero si intento ir más lejos noto que se incomoda. Algunas veces discutimos y a veces hasta lloramos, y la mayoría de las veces no es porque nos hagamos daño el uno al otro, sino por nosotros dos, porque estamos asustados, porque todavía nos queremos pero sabemos que algo no va bien.

Cuando eso sucede me siento terriblemente desgraciado, maltratado y estafado por la vida.

Y sin embargo todas las noches, justo antes de dormirme, enredo durante varios minutos en el móvil y me duermo convencido de que al día siguiente, a las 8 de la mañana, en él sonará una melodía distinta, más satisfactoria.

Patxi Irurzun, 2004. 

BARRICADA, ANIMALES CALIENTES

Jun 9, 2009   //   by admin   //   Blog  //  No Comments
Foto Oskar Montero
Hoy se ha entregado el Premio Príncipe de Viana, el galaradón más pomposo de la cultura en Navarra, para el que los pasados años se presentó la candidatura de Barricada, sin que prosperara e igual ni falta que hacía, los Barri ya tienen bastante premio con sus discos (por cierto, están grabando en Finlandia, ni más ni menos, el próximo, que promete, pues todas sus canciones van a versar sobre la guerra civil, y bien versados, pues me consta que El Drogas se ha leido un centenar de libros sobre el tema; algunas de esas canciones, apuntan alto, como Matilde Landa, que tocaron en acústico hace unos días en el homenaje a los presos del penal del Fuerte de San Cristóbal); decía que los Barri ya tienen bastante premio con sus discos, sus 25 años de carrera, sus canciones que para muchos de nosotros son como himnos, o con ser tan majos como son. El caso es que postularlos para el Premio Príncipe de Viana era una manera de reivindicar el ROCK como Cultura con mayúsculas. Esta fue mi pequeña contribución, un artículo para Diario de Noticias que los Barri incluyeron además en su caja ’25 años de rocanrol’, con gran regocijo para mí. Como dice el compadre Kutxi, quien no quiere a los Barri no quiere a sus padres.

BARRICADA, ANIMALES CALIENTES

La primera cinta que me compré fue una de Tequila. Me costó veinte duros en el Rastro de la Txantrea, aunque en realidad valía el doble. El tipo que me la vendió se armó la picha un lío con las vueltas porque en realidad estaba más atento a otro grupo que en ese momento tocaba en la Plaza del Félix, unos jóvenes melenudos y que daban mucho yuyu, venga romper televisores y con un cantante feo como él solo, que se cubría la cara con una capa mientras se reía a carcajadas y vociferaba no se qué sobre una silla eléctrica. Hoy no existe el Rastro y nadie escucha cintas de caset, pero aquellos desconocidos —25 años y 20 discos después— siguen hechos unos chavales. Ya no dan miedo, eso sí, pues son casi como de la familia, los autores de la banda sonora de nuestras vidas, que se dice. Efectivamente estoy hablando de Barricada, ahora es fácil adivinarlo, pero entonces tuve que esperar aún unos meses para saber quiénes eran. Primero fue aquella canción: Esta es una noche de rocanrol. Solían pincharla una y otra vez en Radio Paraíso, o en alguna de aquellas emisoras piratas que mi hermano mayor sintonizaba de vez en cuando con una radio antediluviana que, sin embargo, era capaz de rastrear también las comunicaciones internas de la policía: “Charli 2 a Bravo 1, barricada de fuego en la Txantrea”.
Barricada. Unos días más tarde, junto al título de aquella canción, vi por primera vez escrito ese nombre. En la portada de su disco de debut, aparecían los melenudos del Rastro echando una partida en un billar que no tardaría en descubrir que era el del Viana, bar-catacumba de la calle Jarauta, que las madrugadas de los fines de semana convertía sus paredes de piedra en enormes y sudorosos músculos; músculos que se tensaban, se estiraban prodigiosamente para hacer hueco a todos los náufragos de la noche (o al menos a los que llevábamos elásticos).
Las canciones de los Barri también estaban llenas de músculos y todavía hoy cuando escucho sus primeros discos son capaz de poner en movimiento fardos de recuerdos: las chicas de pelo cardado y chupas de cuero y cremalleras, las partidas de futbolín en el Primi, los multitudinarios conciertos en el Anaita, las pelotas de goma estrellándose contra las persianas de los bares, los bolsillos vacíos al volver a casa, el pelo largo y limpio, las botas sucias…
Pronto los Barri se convirtieron en héroes locales. Los subimos a los altares, que en nuestros casos eran las aceras del txino, sus barras de los bares (donde sus canciones se coreaban como himnos –ese tipo de himnos que en lugar de dejar en la boca el sabor de la sangre tenían regusto a cerveza de barril—). Superhéroes de barrio a los adorábamos por su música y, sobre todo, porque eran unos los nuestros; porque sólo se ponían la capa para subir al escenario, y cuando se bajaban de él (aunque se dejaban puestas las mallas) te los podías encontrar tomándose una caña en Calderería, o haciendo cola en la parada de la villavesa. Los Barri no eran orgullosos, pero nos daban orgullo a los demás (sobre todo a los que vivíamos en el “barrio conflictivo”), y también esperanza, nos enseñaban que se podían tocar las estrellas con la punta de los dedos. Aunque fuera reflejadas en un charco. Para mí fueron, en ese sentido, siempre un referente, los admiraba porque habían conseguido ganarse la vida, haciendo lo que les gustaba, sin complejos, sin grandes aspavientos… Yo quería ser como ellos, un «barri» de la literatura. Supongo que por eso, cuando años más tarde publiqué una de mis primeras novelas, le pedí a El Drogas que me acompañara en la presentación.
Recuerdo muy bien la primera vez que hablé con él. El Drogas estaba pegado al escaparate de Xalbador, con los ojos clavados como un anzuelo en el último libro de Leopoldo María Panero y creo, no estoy seguro, todavía llevaba el pelo largo (tal no recuerdo tan bien aquel primer encuentro; nos hemos acostumbrado pronto al pañuelo pirata de El Drogas, del mismo modo que antes a su melena). El caso es que yo me acerqué a él y me presenté. Estaba muerto de lacha, pero a la vez me daba vidilla saber que hacía unos días, un amigo común, Kutxi Romero, le había pasado algunos cuentos míos. Me moría por saber qué le habían parecido… Y El Drogas no sólo me reconoció, sino que me dijo que los relatos le habían gustado. Tal vez no debía haberlo hecho, porque me crecí y le lié en unas cuantas embarcadas más: una charla, unas líneas para otro libro… Y lo mismo que yo otros tantos, grupos que empezaban y le pedían una colaboración en su disco, una charla en su instituto, su firma, su apoyo para alguna iniciativa social o cultural… El Drogas nunca sabe decir no (excepto cuando hace falta, cuando los demás, la mayoría, los que nunca se atreverían a dejarse el pelo hasta el culo o calzarse un pañuelo pirata, sólo se atreven a decir sí). El Drogas, y los Barri, han sido por ello, unos activos agitadores de la cultura navarra. Muchos de nosotros estamos en deuda con ellos y tal vez una buena forma de pagárselo de una vez sea apoyar la candidatura al Príncipe de Viana de la Cultura que ha promovido en su favor el Ayuntamiento de Villava.
No tengo ni idea de qué piensa el propio grupo (supongo que, cuando no es la primera vez que les proponen, no harán ascos), y en realidad el premio no les hace ninguna falta, son el mismo grupazo de rocanrol con o sin él, pero yo creo que es necesario, para desacartonar ese concepto de cultura domesticada, aburrida, clonada… El primer paso, desde luego, sería una ceremonia —no me la perdería por nada del mundo— en la que los galardonados no se visten de pingüinos sino con camisetas negras o a rayas y no agachan la cabeza ni hacen reverencias ante nadie, por muy alto que sea; una ceremonia en la que no hay bandera alguna que nos ponga de pie, ni otra patria que la suela de nuestras botas; una ceremonia en el que el premio no es para quien lo concede, sino para el que lo recibe: para los Barri y en consecuencia para todos nosotros, para todos los que alguna vez hemos sentido pasión por el ruido, para los que alguna vez hemos estado contra la pared, para las ovejas negras, para los animales calientes.

VIAJES (II): METROMANILA, UN INFIERNO CON GOTERAS

Jun 7, 2009   //   by admin   //   Blog  //  No Comments
Foto: Christian Razukas

El premio del concurso «El viajero«, de El País-Aguilar, que conseguí con mi relato «Poetas muertos«, consistía en 6.000 euros, que había que gastar en un único viaje. Por aquella época, yo había conocido al fotógrafo Joseba Zabalza (al que había entrevistado para un periódico, y que me invitó a escribir algunos textos para su libro sobre el basurero de Guatemala, El árbol del zope). Joseba tenía un proyecto sobre basureros de los cinco continentes y, medio en serio medio en broma, me propuso ir a Manila, donde estaba uno de los vertederos a cielo abierto más grandes del mundo. A mí me pareció una buena idea y me embarqué con él en un viaje que nos llevaría, primero a Filipinas, y después a Papúa Nueva Guinea. Este es el reportaje que escribí sobre Manila, que no llegó nunca a aparecer en ningún medio.

METRO-MANILA:UN INFIERNO CON GOTERAS

Metro-Manila, como todas las megalópolis (su censo «oficial» cifra en 12 millones las almas que habitan la capital filipina, pero todos convienen en que pueden llegar hasta 16) es una ciudad de contrastes. El cielo y el infierno. El infierno su trafico disparatado, el calor y la polución asfixiante, la lluvia torrencial… El cielo, su gente, a pesar de todo ello, tranquila, amable, risueña…

Montañas de basura y rascacielos

Dicen que desde algunos de los ministerios de Quezon City, uno de los 18 municipios que componen Metro-Manila, es posible ver la gran montaña de basura de Payatas, donde cada día 10.000 trabajadores («scarvengers») se ganan la vida escarbando entre los desechos y que en julio del año 2000 se hiciera tristemente famosa como consecuencia de un derrumbamiento que sepultó a 200 de ellos. Sin embargo, resulta imposible encontrar en un mapa este lugar, y todavía mucho menos conseguir que las autoridades concedan un permiso para visitar la hoy férreamente controlada zona a la que va a parar el 80% de la basura de Metro-Manila (siempre cifras «oficiales», en realidad hay mas «Smoky-Mountains», como la de Tondo).
Es como si Payatas no existiera, como si desde esos ministerios lo único que se pretendiera ver fueran los rascacielos de Makati, la vieja ciudad colonial de Intramuros o los grandes centros comerciales de Ortigas. Y todo ello a pesar del carácter de los filipinos, quienes consideran de mala educación una respuesta negativa. De nuevo los contrastes: en una ciudad aparentemente caótica, cualquier trámite viene precedido de desazonadoras formalidades, interminables reuniones en las que, de todas maneras, probablemente dilatando el terrible momento del NO, las decisiones varían en lo que le cuesta a un jeepney, uno de los taxis colectivos, hacer su recorrido suicida por cualquiera de las palpitantes arterias de esta ciudad-monstruo.

Tráfico desmesurado

El jeepney es, sin duda, junto con los trycicle, cuyos recorridos son mas cortos, el medio de transporte más popular en Manila. El aspecto de estos en su origen vehículos militares, remodelados de manera que en su interior puedan viajar apretujadas hasta 20 personas (más alguna que otra colgada en el exterior) se asemeja a la habitación de un adolescente de familia rígidamente católica al que se le empiezan a desperezar las hormonas, de tal modo que en su estrafalaria y colorida animación alternan lemas religiosos con Pikatxus mutantes o retratos picantes de Britney Spears. En cuanto a su funcionamiento, puede resultar algo complicado al principio, primero porque el precio varía en función de la calidad del vehículo (la «calidad» puede consistir en un atronador equipo musical torturándote con cualquier canción de éxito en las melosas listas de éxitos filipinas), la longitud del recorrido, etc, y segundo porque es cada viajero quien decide cuando subir a bordo, haciendo una seña al conductor y cuando apearse, golpeando el techo o gritando «¡Para!» (tal cual, el tagalo comparte un buen número de palabras con el castellano, los días de la semana, las horas y otras de uso común -vaso, plato, periódico…- ). En todo caso, un viaje en jeepney siempre resulta económico, sobre todo si lo comparamos con otros deportes de riesgo. Y es que el tráfico en Manila es una locura: miles de vehículos de todo tipo se adueñan de las calles, se cruzan de improviso, casi se rozan… En una ciudad en que semáforos, intermitentes, pasos de cebra son una broma de mal gusto, sólo hay algo más arriesgado que montar en un jeepney: cruzar la calle.
Metro-Manila es una ciudad diseñada para el automóvil, hasta tal punto que a menudo ni siquiera existen aceras o que los peatones parecen aceptar con resignación asiática llevar siempre consigo un pañuelo o toallita con el que proteger sus vías respiratorias de la polución que produce todo este tráfico desmesurado.

La Manila colonial…

Afortunadamente el clima tropical divide en dos las estaciones, una seca, de noviembre a mayo, y otra húmeda, de junio a octubre, en la cual, al anochecer es posible ver recortado en el haz de luz de los faros de los automóviles cómo una cortina de agua limpia la nube de humo negro y espeso que envuelve Manila.
Manila, o mejor dicho Metro-Manila, porque la ciudad de Manila es en realidad sólo uno de esos 18 municipios que componen la megalópolis, si bien es cierto que en la vieja ciudad colonial se encuentran la mayoría de los lugares de interés turístico: Intramuros, con su muralla de 6 metros de longitud, los patios de estilo español…; la catedral o la iglesia de San Agustín con la tumba del conquistador Legazpi; la bahía y sus espectaculares atardeceres, aunque, todo hay que decirlo la bahía en si se corresponde con una ciudad-basura como Manila, en la cual los desperdicios no sólo se encuentran en las montañas de Payatas o Tondo, sino amontonados sin orden ni concierto junto a mercados, puestos callejeros de comida (encontrar un contenedor, una papelera en Manila añade todavía un grado de dificultad a cruzar a pie sus avenidas) y también en la Bahía, cuyo oleaje arrastra miles y miles de botellas, bolsas, latas, y sobre todo, en una imagen que resulta inquietante, como si se tratara de los restos de un naufragio descomunal, chancletas. Hasta tal punto es desmedida la basura en el mar que también a sus orillas es posible encontrarse con «scarvengers».
Ermita y Malate, centros de la animada vida nocturna, también pertenecen a la vieja Manila, así como el Parque Rizal, uno de los pulmones de la ciudad con varios jardines, chinos y japoneses, a los que los manilenses no ponen reparos en entrar pagando con tal de tomarse un respiro, de sacudirse por un momento, merendando, durmiendo la siesta o jugando al ajedrez, el aliento del monstruo.

…y la Manila que no sale en las guías

La Manila colonial, y también Makati, un pequeño Manhattan cuyos rascacielos no se iluminan por la noche (muchos de ellos porque antes de finalizar su construcción quebraron -acaso por culpa de un presupuesto dilapidado en numerosas reuniones y comidas de trabajo previas-, quedando de esa manera convertido en fantasmas de hormigón), y también los grandes centros comerciales de Ortigas, son la cara amable y moderna de Metro-Manila.
Pero hay otra Manila que no aparece en las guías turísticas (ni en los planos, como Payatas): las precarias chabolas construidas por «squaters» llegados de provincias a orillas del río Pasig, o de las vías del ferrocarril; el impresionante hormiguero humano que es el puerto de Navotas, el mayor de Asia, donde trabajan miles de personas, entre ellos 400 niños que descargan barcos, acarrean hielo, bucean en la bahía en busca de objetos de valor…; ni siquiera es necesario ir a las zonas más deprimidas de la ciudad para encontrarse con esta otra cara de la capital filipina. El mismo tráfico, especialmente nocturno, por ejemplo en Aurora Boulevard, una de las calles principales de Cubao, la zona comercial de Quezon City, se asemeja a la escena de una película futurista, apocalíptica (de hecho podría tratarse de cualquier fotograma de «Blade Runner»): grandes puentes de cemento de los que caen riadas de agua, aceras mal iluminadas en las que la gente se acurruca dentro de cajas de cartón, o vocea sus mercancías, los destinos de miles de autobuses, taxis, jeepneys, trycicles…
Metro-Manila no es, en suma, un lugar apropiado para el turista que vaya en busca de relax (a no ser que busque otro tipo de «relax» -en numerosos bares de Malate no es raro ver extrañas parejas: occidentales panzudos que de repente se vuelven atractivos a los ojos de despampanantes bellezas filipinas, abuelitos colgados del brazo de quinceañeras…). Manila, más bien, es un destino recomendado para viajeros aventureros, que gusten de tomarle el pulso a monstruos, si bien es cierto que entre el cielo y el infierno siempre hay un purgatorio y esta ciudad también puede convertirse en una solución intermedia para quien por unos días desee experimentar algo parecido a la fama: desconocidos que le saludarán como si fuera Robert de Niro («¡Hey, Jou!»), todas las miradas convirtiéndole en una diana hacia la que sólo se dispararán sonrisas, camareros que le rellenarán el vaso de cerveza y le darán lumbre, a veces aunque usted no fume…
Porque el infierno de Manila es, a fin de cuentas, un infierno con goteras, excavadas por la amabilidad, la alegría, la tranquilidad del pueblo filipino. Un infierno poblado por 15 (12 según los datos «oficiales») millones de ángeles.

Despiece :Sin vergüenza

El pueblo filipino es, al menos a la hora de divertirse, algo sin vergüenza. Sin complejos, entiéndase, lo cual no deja de ser curioso en una sociedad a menudo demasiado pendiente de su sentido del ridículo (un filipino, por ejemplo, siempre evitará una negación rotunda, o un enfrentamiento personal directo que contraríe o ponga en evidencia a su interlocutor). Cuando se trata de su ocio, sin embargo, los filipinos no han tenido ningún reparo en convertir en el deporte nacional uno para el que, evidentemente, no están cualificados: el baloncesto. En Manila aparecen canastas en los lugares más insospechados, y en el Coliseo Araneta se disputan cada semana varios partidos, con sus animadoras, sus jugadores americanos y en ocasiones sus peculiares hinchadas. Una de ellas, por ejemplo, está, en buena parte, compuesta por travestidos que piropean a los jugadores, los manosean si pueden… No es, por cierto, extraño en Manila cruzarse con hombres vestidos de mujer, sin que nadie se gire, se ría o los ridiculice. Tampoco se avergüenzan los filipinos a la hora de cantar. El karaoke, o videoke (se denomina así si aparecen fondos, por lo general de señoritas occidentales ligeras de ropa) esta presente en centros, bares, y casas, por humildes que sean… Y los filipinos cantan, cantan mucho, cantan bien o mal, no importa, tampoco nadie se ríe porque por lo general cantan para si mismos. ¡Stupid Love! (la canción de moda, un rap en tagalo-english), Bon Jovi, Julio Iglesias… Cantan, y juegan al billar, y se toman unos vasos de ron, o unas San Miguel (que por cierto, es una cerveza filipina que se bebe aquí, y no al revés), y vuelven a cantar… Tom Jones, Scorpions, La bamba…

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