Siempre, cuando presento un libro o participo en algún sarao
literario, cuento el mismo chiste: “A mí la literatura nunca me ha dado de
comer”, digo, y a continuación añado: “Menos una semana que me invitaron de
jurado al concurso de pintxos de la Txantrea”. Jajá. Lo que me callo es que a
quienes lo hicieron se les escapó que lo habían hecho porque no habían
encontrado a otro. Yo debía de ser para ellos una especie de segundo plato, un
jurado de segunda división que fue además descendiendo de categoría hasta
regional preferente a medida que pasaban los días y se daban cuenta de que mis
papilas gustativas sufrían algún tipo de atrofia.
A mí mi incultura culinaria al principio me daba algo de
vergüenza, pero esta se fue atemperando cuando comprobé que estábamos empates,
pues en realidad allí nadie había leído ninguno de mis libros ni sabía muy bien
quién era yo (recordé, de hecho, que cuando me llamaron por teléfono para
proponerme participar dijeron también: “¿Tú eras escritor o algo, no?”).
Por otra parte, las degustaciones que hacíamos, unas ocho o
diez cada tarde, venían siempre acompañadas de una copa de vino, con lo cual a
mitad de las mismas todos estábamos trompas perdidos y ni siquiera el más
experto gourmet entre quienes
formábamos aquel jurado era capaz de distinguir un frito de pimiento de un
cruasán.
A mí, de todos modos, aquello me provocaba un acusado sentimiento
de culpa. Me parecía una desfachatez por mi parte haber aceptado participar. Me
consideraba además un hipócrita, pues en otras ocasiones me había tocado ser
miembro de algunos jurados literarios contra los que había despotricado porque
mi voto tenía el mismo valor que el de alguien cuyo autor de cabecera era
Alfonso Ussía o Dan Brown o que reconocía sin pudor que no solía leer habitualmente
porque se cansaba y se le ponía enseguida el culo carpeta, pero que estaba allí
porque era “famoso” o primo de alguien.
Quiero decir que, en general, estoy en contra de este tipo
de jurados, y también, dicho sea de paso, de los jurados populares, que por lo
visto solo son aplicables cuando se refieren a asuntos culturales. Nadie
propone, por ejemplo, una votación popular para decidir, qué sé yo, dónde se
pone una rotonda o qué juez debe llevar un caso en la Audiencia Nacional.
Claro que, volviendo al concurso de pintxos, ¿quién podía
negarse a pasarse gratis toda una semana comiendo croquetas de hongos y
macerándose en vino crianza? Yo me apunté con todo mi morro, y eso que en una
ocasión intenté comerme una navaja con su cáscara y todo (al principio me
pareció que el nombre de este manjar era muy apropiado, pero después me di
cuenta de lo poco acostumbrado que estaba a las mariscadas) o que otra vez,
mientras cataba unos edamames tardé
casi un cuarto de hora en darme cuenta de que lo que estaba zampándome eran las
vainas que antes habían chuperreteado los otros comensales y dejado en un
platito tras extraer de su interior lo que realmente había que comer, las
habas.
En fin, supongo que confesar esto me cierra puertas y ya
nunca podré volver a emular a Chicote o a Jordi Cruz, pero prefiero tomármelo
por el lado bueno y seguir soñando y esforzándome para que algún día la
literatura me dé de comer por sí misma, aunque para eso ustedes tendrán que
comprar mis libros y no los que escriba un cocinero, una presentadora de la
tele o un juez de la Audiencia Nacional.
“Me pregunto si Berta soy yo, un alter ego que siempre va estar presente”
Laura Chivite debuta con Gente que ríe, relatos con toques futuristas y experimentales y una protagonista común, Berta, que han sido recibidos muy favorablemente por crítica y público.
Gente que ríe, el primer libro de Laura Chivite (Iruña, 1995), publicado por Caballo de Troya, reúne varios relatos con un personaje recurrente en todos ellos, Berta, al que nos encontramos en diferentes etapas de su vida, algunas de ellas en un futuro próximo. La ciencia ficción, la experimentación (hay un cuento escrito en imperativos, una apuesta arriesgada de la que sale airosa), la televisión (Chivite reconoce su fascinación, la intriga o incluso el terror que le provocan programas como First Dates, en el que se inspira otro de los relatos), el cine… son materiales que la escritora iruindarra maneja para componer este prometedor debut literario, en el que se reconoce deudora de autoras como Lorrie Moore, Lydia Davis o Bonnie Jo Campbell, de las que sobre todo toma la libertad para escribir y dar a la suya una voz propia, con mucho que decir.
¿Cómo
ha sido su recorrido hasta llegar a este debut literario, ha escrito siempre, escribía
para sí misma, se veía un poco condicionada dentro de una familia de escritores
como es la suya?
Sí, no sé si condicionada por mi familia —mi aita (Fernando
Chivite) y mi hermana (Beatriz Chivite) son escritores, mi ama (Isabel Ezkieta)
también publicó de joven—, pero sí es
cierto que he escrito desde pequeña. Empecé a leer relativamente tarde, a los dieciséis,
pero desde siempre escribía historietas fantasiosas. Luego en 2017 gané un
premio por un relato corto y eso, el hecho de tener un reconocimiento, me animó.
Y a partir de ahí he ido ganando otros premios que me han dado más confianza,
dentro de la inseguridad que siempre existe. Es decir, siempre he escrito, tenía muchas cosas escritas
sueltas, no como para ser publicadas, sino porque me salían, y cuando finalmente
empecé a plantearme hacer un libro reuní algunas de esas historias y escribí
otras que dieran más forma a este libro de cuentos o novela o como lo queramos
llamar. Así es como surge Gente que ríe.
Me
llama la atención lo que comenta, que empezara a leer tarde, a pesar de vivir
en una familia lectora. ¿Hay algo de rebeldía en ello?
Yo creo que sí, que lo hacía un poco por rebeldía, siempre
he ido a contracorriente, me gustaba mucho más el cine, y mi educación ha
estado más ligada a él. Mi padre me ponía una película cada día, y empezamos
desde el principio, cine clásico y de ahí hasta la actualidad. Estaba mucho más
nutrida por ese lenguaje cinematográfico y creo que eso ha influido mucho en mi
literatura. Luego a los quince años me fui a Estados Unidos con una familia y
en esa soledad, con mucho tiempo libre para llenar, empecé a leer, de todo,
literatura buena, mala, sagas… Así empezó mi gusto por la lectura, después hice
bachillerato de artes y ahí leí a los rusos, es esa etapa en quieres abarcarlo
todo… Y hasta ahora.
Para su
primera obra elige el relato corto, aunque las historias de Gente que ríe se entrecrucen o formen un
ente mayor, casi una novela. ¿Tenía querencia por ese género del cuento?
La verdad es que cuando empecé a leer leía novelas, me
encantan las novelas clásicas, pero luego seguí con los cuentos, Chejov,
Bolaño, Borges… y también muchas escritoras estadounidenses, Lorrie Moore,
Lucia Berlin, Lydia Davis, Bonnie Jo Campbell,
las menciono casi automáticamente porque me han influido mucho. El
relato me pareció una forma más accesible, pero es verdad que yo ya tendía a
ello, en bachillerato escribía historias de dos o tres páginas, a los que ni
siquiera llamaba cuentos, sino historietas… No sé si un día me atreveré con una
novela como tal.
Los
cuentos de Gente que ríe tienen un
punto futurista. ¿Hay en ello un intento de evadirse de una realidad que no le
convence?
Sí, yo siempre he tendido a evadirme, vivo en otro mundo, bastante
lejos de este. El primer cuento del libro R.A.L.A., surge además en un contexto
tan negativo como el de la pandemia, lo que me lleva a imaginar un futuro
alternativo. Lo futurista siempre me ha
gustado, la ciencia ficción, la fantasía, es un género que bien hecho puede
decir muchas cosas
Precisamente
ha comentado alguna vez que de autoras que ha mencionado antes tomó sobre todo
la libertad para no tener miedo a experimentar,
a escribir con libertad, a buscar su propia voz literaria…
Yo creo que eso es lo que me han dado principalmente esas
autoras, más que identificarte con los personajes (porque sí es cierto que la
literatura te hace sentir menos sola, te da una salida, una luz), pero en este
caso, además de esto me dan “herramientas”. Son autoras que además de darte
alivio te ofrecen alternativas…
Por
ejemplo, en su libro hay experimentación y alguna apuesta arriesgada, como
escribir un cuento con imperativos.
Sí, yo había leído algunos relatos escritos así, pero
cortos, de dos o tres páginas, pero este, que es uno de mis favoritos, es más largo. Hay experimentación, pero
también detrás cientos de ejercicios fallidos, desechados, estructuras en las
que se ve demasiado el artificio, eso es lo más difícil, que no se vea al
artificio ni al autor diciendo “¡Voy a sorprender con esto!”…
El
personaje de Berta, que aparece en todos los cuentos, en diferentes épocas de
su vida, ¿es en realidad un personaje en construcción, al que usted va
descubriendo, frente a esa idea clásica de que el autor tiene que conocer todo
sobre sus personajes?
Esto es la primera vez que lo digo, pero en realidad hice un
poco trampa. El núcleo del libro con el que me planteo hacer algo más grande es
R.A.L.A., el primer relato del libro, antes de este cuento había algunos
relatos y luego otros. En este cuento Berta ya es mayor, tiene sesenta y cinco
años y de hecho no se llamaba Berta, era Marisa. Pero me doy cuenta, revisando
los otros relatos, de que hay personajes
con características semejantes a Berta, y a partir de ahí decido arrojar más
luz sobre este personaje que no había creado a consciencia. Es decir, hice como que lo había creado de una manera
premeditada, pero el punto de partida no era la idea de crear un personaje en diferentes
momentos de su vida, sino que es algo accidental, no había plan.
¿Recuperará
a Berta más adelante?
No lo sé, ahora estoy escribiendo teatro y hay alguna obra
en la que la protagonista podría ser Berta, por sus características, lo cual,
esa recurrencia, me hace preguntarme si
Berta soy yo, una especie de alter ego que siempre va estar presente.
Hablando
de proyectos futuros, ahora, con una obra ya publicada, en una editorial
importante, y que además está recibiendo
buenas críticas, ¿le condiciona, siente más responsabilidad o presión?
Condiciona mucho, y da miedo, porque ya tienes esa sombra, ese yugo. Yo creo que la salida más fácil es pasar a otra cosa, de momento, como he dicho, estoy con el teatro y además con una serie de televisión, una comedia… Voy a seguir escribiendo, claro, aunque todavía no sé muy bien con qué expectativas, pero lo he hecho desde pequeña y creo que lo seguiré haciendo siempre.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 10/06/22
¿A quién no le ha pasado? De
repente un conocido, un vecino, un compañero de trabajo deja de hablarnos o
empieza a mirarnos mal, sin que sepamos por qué. Son los malentendidos. Tal vez
ese vecino está convencido, equivocadamente, de que has sido tú quien le ha
hecho una raya en el coche, o alguien le ha contado a alguien que alguien una
vez mató un perro y por el camino, en ese teléfono roto, eres tú —que nunca has
matado una mosca— el que te has convertido en un mataperros. Los malentendidos
crean realidades paralelas, personas, situaciones, mundos que no existen pero
están en este.
Ha habido, incluso,
malentendidos históricos que han desatado guerras, acabado con civilizaciones,
cambiado el curso de la historia.
En 1853, en Trabubu, una
pequeña isla de Indonesia, se desató una guerra genocida entre dos tribus por
culpa de un error de traducción. Los ortanchibiri, habitantes de las montañas,
vivían tradicionalmente aislados de sus vecinos, los majajachi, a quienes los
primeros atribuían prácticas como la antropofagia y la zoofilia poliamorosa.
Entre ambas tribus había existido siempre una ojeriza secular y una falta de
comunicación irresoluble, entre otras cosas porque los ortanchibiri hablan un
idioma incomprensible, casi secreto, basado sobre todo en modalidades tonales.
Un pequeño, apenas inapreciable matiz en la entonación cambia completamente el
significado de una palabra o una frase. Y así, durante una hambruna que asoló
la isla, cuando a los ortanchibiri no les quedó más remedio que bajar de las
montañas y pedir ayuda a los majajachi, el traductor de esta tribu, la cual
había decidió auxiliar a sus vecinos acabando de ese modo con su enemistad
ancestral, no consiguió sin embargo pronunciar correctamente la expresión “miraamaajaauu”
(que quiere decir “daremos de comer a vuestros niños”) y en lugar de eso dijo
“miramajau” (que quiere decir “nos comeremos a vuestros niños”). Ello desató un
enfrentamiento encarnizado que acabaría exterminando a los pacíficos majajachi,
más acostumbrados a hacer el amor —aunque fuera con cabras— que la guerra.
Los malentendidos históricos
han afectado también al mundo del deporte. En el último partido de los play-offs de la NBA de 1948, el alero de
los St. Louis Bombers, Milton Tolaba, consiguió que el base rival, Jhon Kee, de
los Providence Steamrollers, le pasara por error el balón en la última y
decisiva jugada llamándole por un apelativo íntimo: Sugarcube (terroncito de azúcar). Jhon Kee creyó que quien le pedía
el balón era su compañero y por entonces pareja sentimental, el pivot Bary
Able. Lo que John Kee desconocía era que a su vez Bary Able era amante de
Milton Tolaba, a quien tenía la fea costumbre de revelar las intimidades de Sugarcube, el base de los St. Louis
Bombers. Total, que John Kee erró su asistencia y fue así como un enrevesado
triángulo amoroso decidió el título de aquel año.
Aunque para malentendidos,
estos reales, los referidos a la pasada visita del rey emérito, de quien nos
cansamos de escuchar que había venido a competir en unas regatas, al tiempo que
veíamos cómo lo llevaban de un lado a otro en tacataca o tenían que subirlo al
Bribón en grúa. No puede tratarse más que de un malentendido pretender que ese
hombre es un atleta. Eso o que la vela es un deporte muy poco exigente.
Claro que en realidad el error, la anomalía democrática, el anacronismo intolerable, está en la propia existencia de la monarquía. Eso sí que es un malentendido histórico.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 28/05/22
Todo empezó hace unos meses, en una extraña presentación de La verdad es aburrida, mi última novela.
No vino mucha gente. Bueno, eso no es extraño, lo extraño esta vez fue que los
organizadores colocaron entre el público algunos maniquís y muñecas hinchables
para hacer bulto. El presentador no se había leído el libro —lo cual tampoco es
raro— así que hizo un refrito de algunas reseñas que habían aparecido en
prensa. Y, como en ellas, dijo que mi obra aborda una problemática tan peliaguda
como el suicidio.
Yo, por no contrariarle, me callé, igual que cuando se destacaba en algunas de esas reseñas la maestría con la que había tratado el asunto. Lo cierto es que en mi libro, que yo sepa, no se suicida nadie. Pero cuando se publicó, un conocido crítico mencionó el tema entre otros de los que sí se ocupa la novela —la locura, la muerte, la enfermedad— y con los que al parecer el suicidio pega. Era evidente que el crítico tampoco había leído el libro, pero como la crítica no era mala (desde luego era mucho mejor que la que hicieron en otro periódico en la que escribieron mal, yo creo que adrede, el título de la obra: La verdad, es aburrida) tampoco entonces dije nada.
Y a partir de ahí en el resto de reseñas y críticas que
vinieron comenzaron a repetirlo como un mantra: una novela sobre el suicidio,
el suicidio en el último libro de Valentín Tineo, etc.
La cuestión es que en aquella extraña presentación, entre los maniquís y las muñecas hinchables había también un catedrático de psiquiatría y que al final del acto me invitó a participar en un simposio sobre conductas suicidas que se celebraría en unas semanas. Acepté. Pagaban bien (bueno, pagaban) y, en realidad, mi intervención no ofrecía demasiadas complicaciones, pues por suerte o por desgracia había un buen número de escritores suicidas sobre cuya obra podía disertar: Hemingway, Alfonsina Storni, Mishima, Pérez-Reverte (vale, este último no se ha suicidado, pero sí sienten ganas de hacerlo quienes lo leen, ja, ja… Perdón, es un chiste que suelo hacer en mis conferencias).
Y es que mi intervención en el simposio fue un éxito, y a
partir de entonces comenzaron a llamarme para más encuentros, ciclos, charlas, tertulias… Me he hecho famoso. El otro día, sin ir más
lejos, me practicaron una colonoscopia y la doctora me preguntó si era el que
había escrito “esa novela sobre el suicidio”. Le contesté que sí, un poco avergonzado,
pues pensé que a partir de entonces esa doctora se acordaría de mí y de mis
profundidades cada vez que me viera en la tele o en alguna entrevista o leyera alguno
de mis libros.
Bueno, en realidad he llegado a la conclusión de que nadie lee mis libros, o de que todos mis lectores son maniquís y muñecas hinchables. Pero intento no darle demasiada importancia. De hecho, acabo de acordar con mi agente que mi siguiente novela ni siquiera voy a escribirla, ni a publicarla, ¿para qué?, será una novela fantasma, como la anterior, pero nadie se dará cuenta, nadie la leerá —obviamente— a pesar de lo cual la presentaré, saldrán reseñas, participaré en simposios, aumentará mi popularidad… Todavía no sé sobre qué irá, eso sí. Da igual. Ya se lo inventará algún crítico. Lo único que sé y me hace falta de momento es el título. Se va a llamar La mentira es la que manda y va a ser un éxito, estoy convencido.
“Discopático es un disco de música alegre y letras reflexivas” Nico Lieutier, bajista de La Vela Puerca
El
grupo uruguayo regresa a Euskal Herria después de tres años con disco nuevo
bajo el brazo, Discopático, publicado
por el sello navarro El Dromedario Récords. Tocarán el viernes 27 en la sala
Santana de Bilbao y el 28 en la Tótem de Pamplona
A sus espaldas hay veinticinco años de recorrido y una
docena de discos, pero sus nuevas canciones suenan frescas. Vienen de reventar
estadios en su Montevideo natal, pero en Euskalherria se sienten como en casa.
Aquí tienen también cientos de seguidores, un buen puñado de amigos, e incluso
la discográfica de este nuevo trabajo.
Reconocen, además, haber mamado
de grupos como Barricada y La Polla. Su regreso es una buena oportunidad para
reencontrarse con ellos y para bailar sus nuevas canciones y corear los viejos
himnos. Hablamos con Nico Lieutier “Mandril”, bajista de la banda.
¿De dónde
viene el extraño título de este nuevo disco, Discopático?
Este disco fue compuesto de una manera diferente a los
anteriores donde nosotros arrancábamos siempre de la melodía de la voz para
componer la música. Esta vez al Enano, el cantante, que es quien por lo general
suele hacer esas melodías, se le ocurrió arrancar desde la música afro, desde
un tipo de música que hace como líneas de bajo que crean un ambiente mantra. Él
tenía varias ideas que había grabado con la voz en su móvil, se reunió conmigo,
y así empezamos haciendo las bases. Por eso el nombre inicialmente quería
referirse a la música negra o afro, pero buscando esa palabra derivó hacia otra
cosa, surgió un poco el chiste, cuando
el Enano tuvo problemas en la espalda, no podía doblarse, y al ir al médico le
dijo que tenía una discopatía, y él le contestó que eso él ya lo sabía, porque
eso debía de ser la enfermedad por los discos. Así fue como surgió esa palabra,
que en realidad no existe pero elegimos porque reunía varias cosas que nos
gustaban.
Discopático fue grabado entre agosto del año pasado y
febrero de este, supongo que esos meses todavía de pandemia habrán afectado a
la composición, la producción del disco…
En realidad nos empezamos a juntar para este disco en marzo
de 2020, apenas había empezado la
pandemia, y en dos meses ya estaba todo ese trabajo prácticamente hecho, es
decir cuando empezó todo las bases ya estaban y la música no se vio tan
afectada. Las letras fueron escritas al final y sí tienen alguna reminiscencia,
pero en realidad como todos los discos son letras bastante atemporales, son
reflexiones, vivencias, del Enano, sobre todo, que es quien más escribe…
Es un
disco con canciones bastante vitalistas, optimista.
Me gustó más la palabra que empleaste primero, vitalista que
optimista, vitalista es el rescate de la vida, como oposición a la muerte, algo
que rescata la alegría pero puede incluir también en ese rescate la tristeza, o
sea, la vida como es. Vitalista me
parece más realista que optimista. De hecho, en realidad este disco alegre no
es, se puede decir que es un disco de música alegre y letras más bien
reflexivas, con el que te puedes encontrar lavando los platos y moviendo la
patita, pero estás cantando una cosa que es bastante oscura. Puede ser esa
mezcla.
Es un
disco con ritmos muy bailables, pero también hay medios tiempos, canciones más
rockeras ¿Han intentado incluir todos los gustos e influencias del grupo?
Yo creo que hay como cinco o seis canciones que son el eje
de disco, que salen de esa línea de bajo que comentaba antes, y que le dan un
tempo bastante bailable, después hay unas pinceladas por aquí y por allá de
otras cosas, una lenta, un rock más furioso, alguna que no sabría cómo
definirla… Pero en general el disco está bastante equilibrado siempre alrededor
de esa idea del bajo.
En el
sonido, tan contundente y a la vez tan cristalino supongo que habrá tenido
mucho que ver la producción de Ale Vázquez
Fue un placer trabajar con Ale Vázquez, el argentino, siempre
es un desafío encontrarte con alguien que no conoces, alguien que nos habían
recomendado. Hasta que no estás en la cancha no sabes cómo va a funcionar, pero
lo hizo de manera óptima, en lo humano fue increíble, supo dejar a cada miembro
de la banda contento, lo cual es casi un milagro, y en lo musical, sobre todo
en el sonido, fue un paso adelante, porque en los últimos discos veníamos
haciéndolo nosotros y es un salto de calidad. Él también creo que nos fue
descubriendo y adaptándose, se creó una linda simbiosis. Además, Ale fue un trabajador incansable,
llegó a acostar una noche al Enano, que es “inacostable”, a las seis de la
mañana…
Hay
varias colaboraciones en el disco, como Andrea Echeverri, de Aterciopelados, ¿qué
nos puede contar sobre ellas?
Lo de Andrea surgió en el último momento, habíamos hecho
todo el disco solitos y nos pareció que podíamos darnos el lujo de invitar a
alguien a quien admirábamos. Contactamos con ella y enseguida le gustó la idea,
y la verdad es que estuvo buenísimo, porque la canción venía por otro lado,
pero ella la llevó a su mundo, a su terreno, le dio su rocanrol, y se transformó
en una canción nueva, mejor. Luego está Diego Arquero, que es un colega muy
joven montevideano, que vive muy cerca de donde ensayamos y de donde grabamos,
un rapero, muy amigo del Enano, que se crió en Sevilla, por eso tiene ese
acento. Su participación fue muy natural. Y a ultimísimo momento llamamos a
Tito de Molotov, a quien conocemos de hace muchos años, por si quería meter su
guitarra y puso un solo muy histriónico, muy suyo, al final de un tema. Son
colaboraciones muy escuetas, pero que le dan mucho nivel al disco.
¿Cómo
es regresar a Euskalherria, donde La Vela Puerca tiene tantos seguidores y
amigos, y cómo van a ser los conciertos?
Para nosotros ir a tocar al País Vasco siempre tiene un sabor muy especial, porque cuando formamos el grupo veníamos muy influenciados por grupos como Barricada, La Polla, y todos esos grupos que hicieron tanta historia, por la forma de hacer las cosas, las letras. Cuando teníamos veinte años mamábamos de todo eso, con un respeto impresionante, así que la primera vez que vinimos a conocer el País Vasco y su gente nos enamoraron, luego hemos vuelto más veces, no es por pasarles la mano, pero es un lugar que amamos, tenemos amigos, y es como otra casa para nosotros. En cuanto a los conciertos que venimos haciendo, no presentamos todo el disco porque recién ha salido y no nos parece que la gente se tenga que comer doce canciones que igual todavía no conoce, haremos seis y también canciones viejas. Es una gira de reencuentro. Después de tres años que no venimos, creo que la gente quiere bailar y divertirse, más que a apreciar temas nuevos, así que serán una mezcla de las dos cosas.