Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 06/08/22
Por la mañana temprano hemos ido a andar. Hay tregua en
el infierno. La ola de calor ha dejado al retirarse una espuma de nubes grises
y estreñidas, que agradezco porque así no me tengo que vestir de Caillou, con
el pantalón corto y la visera. Habría pasado más desapercibido, de todos modos,
pues nos cruzamos con otras parejas de maduritos quechuas y dechlatones, muy
preparados para la vida moderna y andarina. Yo llevo puesta una camiseta del
Supermabo. Calculo que dentro de dos años será vintage y la venderán en el Zara, pero ahora resulta cutre. ¡Ay, qué
tiempos aquellos en los que las señoras salían a andar deprisa y con faldas de
tablas y los señores con las tetas al aire o con un paraguas colgando por
detrás del cuello de la camisa a cuadros!
Al volver, nos hemos cruzado con un empleado de limpieza
echando a los contenedores las bolsas que todos los cojonazos dejan por los
suelos. Me he acordado del verano que trabajé como barrendero. Recuerdo que era
invisible, o que quienes me miraban lo hacían con asco o con condescendencia. En
los barrenderos solo se fija el sol, que les clava sus rayos como machetazos en
la cabeza. Pero el sol no tiene la culpa, es su naturaleza. A los barrenderos
no los matan los golpes de calor, sino la indiferencia.
Antes de subir a casa hemos comprado algo en el súper. Al
pagar la cajera me ha preguntado si tengo tarjeta de cliente y yo le he dicho
en voz bajita el número de mi DNI, mientras controlaba de reojo si en la cola
había alguien con cara de hacker. La
cajera lo ha repetido cifra por cifra a grito pelado. Me ha pasado eso antes unas
quinientas veces más, pero merece la pena arriesgarse porque ahora tengo
acumulados 2,23 euros en la tarjeta.
Ya en casa he encendido el ordenador y he solicitado el
bono cultural para mi hijo, porque él, como el 90% de los chavales de dieciocho
años, no tiene DNI electrónico, ni Clave, ni ninguna de esas cosas que cuando
no te has olvidado la contraseña o el sistema no se cuelga o los SMS de
confirmación no se extravían sirven para hacerte la vida más sencilla. Ha sido
una cosa rápida, una o dos horas de nada, porque a mitad del proceso me han
pedido un documento de representación legal
que por lo visto cada cual debe autogestionarse. Cuando he ido a
imprimirlo, se ha acabado la tinta. Yo creo que cambié el cartucho hace un mes,
pero bueno… Por suerte tenía otro. Al sustituirlo, se han impreso tres o cuatro
páginas de prueba, con alineaciones y unos cuantos borrones bien oscuros y bien
empapados, y el cartucho ha vuelto a quedarse tieso.
Después de comer, hemos echado la siesta y luego hemos
salido otra vez a pasear, ya solo por el gusto de ponernos la chaquetica y
esnifar un poco de petricor, pues ha empezado a chispear. Hemos pasado junto a
las vallas de la piscina. No había nadie, solo un grupo de adolescentes
tumbados sobre la hierba mojada, con los cuerpos temblando después de salir del
agua o de jugar a verdad o atrevimiento. Me han dado envidia y también un poco
de pereza. Me he acordado de mí mismo, con esa edad, avergonzado de todo, por
ejemplo de mi aspecto físico. Algunas cosas ya las he superado, pero eso no.
Ahora yo soy esas señoras y esos señores que salen a andar deprisa, aunque
nunca seré capaz de hacerlo con las tetas al aire.
Luego hemos cenado, hemos intentado buscar algo en Netflix pero cuando llevábamos media hora intentando elegir nos hemos aburrido y nos hemos ido a la cama. En fin, mañana será otro día y todos seremos más viejos.
Todavía conservo mi primer Bukowski. Es una edición de La
senda del perdedor del Círculo de lectores (por cierto, con errata incluida
en su portada, pues el apellido del autor aparece escrito como Bukowsky). En mi
casa solía ser yo quien elegía los libros del Círculo. El vendedor, que pasaba
cada treinta días, traía junto con el libro seleccionado la revista con la
oferta para el próximo mes y la ficha para elegir la nueva compra. Esta
normalmente permanecía en blanco hasta el momento en que aquel vendedor volvía
a tocar el portero automático, con lo cual había que rellenarla a toda prisa en
el espacio de tiempo en que “el del Círculo” tardaba en subir las escaleras.
“¡Patxi, elige tú!”, me apremiaba entonces mi madre, pues yo era el único que a
lo largo de aquel mes se había tomado la molestia de ojear la revista. Aquello
tenía una ventaja, y era que las prisas impedían a mi madre supervisar mi
elección y desechar lecturas inapropiadas para mi edad. Por entonces tendría
trece o catorce años y los de Bukowski no eran precisamente libros juveniles —o
tal vez sí—.
Un
puñetazo en la mandíbula
Sea como fuere, recuerdo que La senda del
perdedor me impactó como un puñetazo en mi mandíbula lectora, desencajando
todo lo que yo hasta entonces entendía que era la literatura. Fue —extrapolándolo
a la música— como pasar de escuchar Parchís a los Sex Pistols. Sin transición. De Los Hollister, Julio Verne o El
pequeño Nicolás a todos aquellos autores a los que Bukowski abrió la puerta: Henry Miller, Céline, Hubert Selby J., los
beats… y John Fante, por supuesto.
“¿Pero se puede escribir así?”, recuerdo que me preguntaba mientras devoraba con ansiedad adolescente las páginas de La senda del perdedor. “¿Se puede hablar del sexo, la masturbación, el alcohol, el acné… —de todo aquello que a un adolescente le preocupaba— de este modo tan desenfadado, tan desabrido y tan divertido al mismo tiempo? ¿Se puede escribir de la misma manera que se lanza un uppercut o un corte de mangas?”
La pesadilla
americana Se
podía. Bukowski lo hacía en esa novela, que de todos modos probablemente sea su
novela más comedida, la menos y a la vez la más bukowskiana, porque en ella
está la precuela de todas las demás: Mujeres,
Cartero, Factotum… En las páginas de
todas estas novelas —que se publicaron antes que La senda del perdedor— el niño que mira con desconfianza el mundo
de los adultos o escucha sus conversaciones escondido debajo de la mesa camilla
—de esa magistral manera arranca la novela que nos ocupa— acaba convertido en
lo que siempre había sospechado: un fracasado que da tumbos de bar en bar, de pensión
en pensión, de un trabajo de mala muerte en otro…
La senda del perdedor, por el contrario, es una novela de iniciación, en la que Bukowski evoca su infancia y su primera y atormentada juventud; una novela en la que ya se advierte que el sueño americano es una pesadilla (hay una escena demoledora en la que durante una fiesta de graduación el protagonista va vaticinando el futuro que aguarda a cada uno de sus compañeros —lavaplatos, basurero, ladrón— mientras los profesores les entregan sus diplomas y peroran sobre la América de las oportunidades y el arcoíris al final del camino de baldosas amarillas); una novela, en fin, en la que se perfila el famoso alter ego del autor, Henry Chinaski, ese perdedor, solitario, borracho, fanfarrón, adicto al sexo y las apuestas de caballos, que odia el mundo y ama la música clásica y que escribe compulsivamente poemas y relatos para desahogar toda su perplejidad, su descreimiento y su ira.
Algo
más que folleteo y borracheras
El mundo de Bukowski/Chinaski, así visto, aparentemente no es muy atractivo
—excepto para todos aquellos que mostramos inclinación hacia lo sórdido y hacia
la épica del fracaso—, pero hay en su escritura algo hipnótico, un trozo de
cristal medio sepultado en un vertedero en el que se refleja el sol de una
manera deslumbrante.
Yo desde luego me sentí inmediatamente iluminado por esa luz
y comencé a seguirla con devoción, en la biblioteca, donde las fichas de los libros
de Bukowski aparecían manoseadas, mucho más que las demás, lo cual me
demostraba que había toda una legión secreta de bukowskianos que lo leían a
escondidas, pues lo cierto era que, según iría descubriendo, Bukowski era un autor
desprestigiado, al que los críticos ignoraban o desdeñaban, como una suerte de escritor
de segunda categoría, popular, para adolescentes o pajilleros, del mismo modo
que despreciaban a los escritores emergentes en los que la influencia del viejo
indecente era obvia, y a los que calificaban de imitadores o epígonos (en
realidad calificaban de epígono de Bukowski a cualquier escritor que
introdujera en sus novelas escenarios como una fábrica o un bar de barrio; y en
realidad si calificaban a esos jóvenes escritores de epígonos era porque
reconocían la originalidad de Bukowski). Aquellos críticos, en fin, se fijaban
más en el trozo de cristal del vertedero, que consideraban solo la esquirla de
una botella rota, que en la luz que desprendía, es decir, la poesía, la belleza
y la reflexión sobre la condición humana que a menudo se agazapaba tras el
realismo sucio y los relatos de borrachos y folleteo de Bukowski.
La admiración por Bukowski, por otra parte, se veía irremediablemente contenida por el innegable e hiriente machismo que rezumaban sus historias, que resulta indefendible, si bien, y sin que ello lo justifique, cabe decir que Bukowski no era solo un misógino sino también un misántropo, y que si en sus historias las mujeres a menudo se cosifican o se reducen a trozos de carne, los hombres tampoco salen bien parados, convertidos casi siempre —empezando por el propio Chinaski— en personajes embrutecidos, repulsivos o con el cerebro hecho puré por la batidora de la estupidez humana.
La
huella de Bukowski Todo
ello no parece invitar a leer a Bukowski, precisamente, ni a reivindicarlo,
pese a lo cual lo considero uno de los autores, sino el que más, que, para bien
o para mal, ha dejado su huella literaria con mayor profundidad, casi como una
marca de fuego, sobre mi lomo de escritor y lector.
Creo también que es incuestionable la impronta de Charles
Bukowski en la literatura de las últimas décadas: su estilo descarado y
desmitificador; su poética de lo cotidiano, lo pequeño y lo feo; su humor
prevaleciendo sobre la sordidez y el desencanto (el pesimismo de Bukowski era
el de un optimista bien informado); su posicionamiento a favor de los
perdedores, los invisibles (“Prefiero
oír hablar de un vagabundo norteamericano de hoy que de un dios griego muerto”,
escribió), los torpes, los que tropiezan, los que la cagan, los que tienen
almorranas, espinillas, sueños que no se van a cumplir, en fin, las personas
corrientes…
Por no hablar (bueno, en realidad sí hablaremos de ello) de que leer a Bukowski merece la pena aunque solo sea para descubrir a través de él a John Fante, cuyas maravillosas novelas, como Espera a la primavera, Bandini, fueron rescatadas del olvido como consecuencia del famoso prólogo que un Bukowski convertido ya en una especie de estrella pop de la literatura mundial escribió para una de ellas: Pregúntale al polvo, de la que nos ocuparemos aquí la semana que viene.
PUBLICADO EN MAGAZINE ON (DIARIOS GRUPO NOTICIAS) 06/08/22
No sé si el nombre artístico de Rigoberta Bandini, la vencedora moral de la preselección para
Eurovisión, debe algo al alter ego del escritor estadounidense John Fante, autor de la memorable saga
protagonizada por Arturo Bandini y
compuesta por las novelas Espera a la
primavera, Bandini (1938), Pregúntale al polvo (1939), Sueños de Bunker
Hill (1982) y Camino de Los Ángeles
(1985), y a la que podría sumarse La
hermandad de la uva (1977) si el escritor no hubiera cambiado el nombre a
sus protagonistas, aunque estos podrían ser perfectamente Arturo y su padre,
Svevo Bandini.
Imagino que sí, que lo de Rigoberta es un homenaje, puesto
que este escritor que en ocasiones ha sido calificado, no sé si con mucho tino,
como padre o abuelo del realismo sucio, tiene una cofradía de rendidos
admiradores que lo convierten en eso que se llama un escritor de culto (un
término confuso, porque hay cultos casi
secretos y otros que tienen millones de fieles). No es, en todo caso, la
cantante catalana la única artista que rinde tributo con su alias a los libros
de Fante, algo más cerca tenemos también a Xabi
Bandini, del grupo navarro de rock Kerobia.
¿Brillan
las estrellas bajo tierra? Aunque
el primer fan y quien consiguió rescatar del olvido a Fante, tal y como
señalábamos en la pasada entrega de este club de lectura, fue Charles Bukowski, que prologó la
reedición en 1980 de una de sus dos mejores novelas —junto a esta que
comentamos hoy—: Pregúntale al polvo. Bukowski
se había convertido por entonces en una rutilante estrella de la literatura underground (si es que eso es posible: ¿brillan las
estrellas bajo tierra?) y todo cuanto tocaban sus dedos, ya fuera poesía,
relatos o prólogos se transformaba en mandanga de la buena.
Esto es lo que escribe el viejo Buk sobre John Fante: “Las
líneas se encadenaban con soltura a lo
largo de las páginas, allí había fluidez. Cada renglón poseía energía propia
(…). La esencia misma de los renglones daba entidad formal a las páginas, la sensación de que allí se
había esculpido algo. He ahí, por fin, un hombre que no se asustaba de los
sentimientos. El humor y el sufrimiento se entremezclaban con sencillez
soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí un milagro tan fenomenal como
imprevisto”.
Una historia de macarronis Esas palabras pueden aplicarse de la misma manera a la novela inmediatamente anterior de Fante, Espera a la primavera, Bandini. En ella se nos narran las vicisitudes de una humilde familia italo-norteamericana (macarronis, como se refiere a ellos el autor, que puede hacerlo porque él también es de origen italiano) durante los años de la depresión y en el espacio temporal concreto de un invierno de nieves perpetuas en Colorado, que impiden a Svevo, el padre, trabajar como albañil. A lo largo de las deliciosas —que no ñoñas, están en realidad muy lejos de ser ñoñas— páginas de la novela seguiremos los pasos a los diferentes miembros de la familia, en particular a Svevo y a Arturo, su hijo mayor, un muchacho preadolescente fantasioso y enamoradizo, atormentado unas veces por la religión católica y otras consciente de lo ridículo de algunos aspectos de la misma (cada vez que se confiesa Arturo se quita de encima setenta u ochenta pecados mortales: blasfema constantemente, tiene pensamientos sucios con las chicas, se pelea con sus hermanos, deshonra a menudo a sus padres, a los que odia y culpa por su pobreza e incluso por su origen… Y todo ello porque puede hacerlo, porque puede conmutar esas penas de muerte por dos padrenuestros y un avemaría una vez que el cura borre con su absolución el historial delictivo, como si fuera un palimpsesto).
Svevo, por su parte, el padre, es un albañil borrachín y
jugador, asustado por sus responsabilidades familiares y por sus propios
sentimientos, los cuales como buen macho italiano debe reprimir (a pesar de lo
cual en la novela, tal y como señala Kiko
Amat en el prólogo para la compilación de la saga que editó en 2016 Anagrama,
los personajes masculinos de Fante lloran mucho, de manera inusual para la
época). Un hombre, Svevo, derrotado por la vida que se ve repentinamente
deslumbrado por las atenciones de todo tipo que le dedica una viuda ricachona,
a cuya mansión él acude a repararle la chimenea.
Dinero
quemado Pero
están también los hermanos de Arturo, el pequeño Federico y el santurrón
August. Y, por supuesto, María, la madre de la familia, la mujer sufriente y
rota que sin embargo es la que saca fuerzas de flaqueza para plantarse en la
tienda en la que los Bandini acumulan deudas desde hace tiempo o para arañar
los ojos a su marido cuando este le es infiel con la viuda Hildegarde, en una
traición que no solo lo es a su matrimonio sino también a su propia dignidad y a
su clase social (María reaccionará arrojando los billetes que Svevo lleva a casa
al fogón de la cocina).
Espera a la primavera, Bandini utiliza un narrador en tercera persona, pero en las otras novelas de la saga será el pequeño Arturo quien alce el vuelo y narre sus andanzas y sueños de convertirse en escritor en la soleada California, mientras malvive en pensiones de mala muerte, algo que nos recuerda inevitablemente el universo bukowskiano y por lo que se le ha comparado a menudo con él o se le ha colgado esa etiqueta de abuelo o padre del realismo sucio. Bukowski es desde luego deudor de Fante, pero este último arma a sus personajes con una compasión de la que carece el primero. Fante, además, no necesita recurrir a la fanfarronería, a la sobreactuación (con Bukowski el lector debe asumir que el alter ego del autor, Henry Chinaski, es un personaje, casi una caricatura, mientras que Fante consigue que veamos a los suyos como personas de carne y hueso), por no hablar del estilo del escritor macarroni, en el que incluso las palabras malsonantes y las blasfemias están escritas con elegancia, se emplean cuando corresponden, no buscan epatar, o en el que el humor, la ternura y la poesía laten siempre como un corazón bajo la tinta.
De
estas otras novelas de la saga es sin duda Pregúntale
al polvo la que habría que leer obligatoriamente. Sueños de Bunker Hill, por su parte,fue dictada por un Fante ya octogenario y ciego a su mujer; Camino de Los Ángeles se publicó de
manera póstuma; y ambas, en realidad, están algo alejadas de la brillantez de los
otras dos obras protagonizadas por Arturo Bandini que hemos comentado aquí. Fante, de hecho, no conoció en vida el éxito
como novelista (al contrario que su hijo, Dan Fante, tras una azarosa vida, eso sí),
aunque sí fue un reconocido y bien pagado guionista de Hollywood, donde trabajó
en películas como La gata
negra (Walk on the wild side), la adaptación de
la novela de Nelson
Algren.
Fante y
Tarzán Por
lo demás, Pregúntale al polvo fue
llevada al cine en una película de 2006 titulada Pregúntale al viento (el inexplicable cambio en el título ya
vaticinaba que se trataba de una adaptación fallida), con Salma Hayek y Colin Farrell
como protagonistas; y Espera a la
primavera, Bandini, tuvo también su versión cinematográfica en un film de
1989 en el que Ornella Muti se pone
en la piel de María, Joe Mantegna en
la de Svevo y Faye Dunaway en la de
la viuda Hildegarde.
John Fante moriría en 1983, tras agonizar en un hospital de California al que Bukowski acudió en alguna ocasión a visitarle y rendirle tributo y en cuyos pasillos se escuchaban los alaridos que el actor y campeón olímpico de natación Johnny Weissmüller, ya moribundo, profería creyéndose Tarzán, a quien tantas veces había interpretado en el cine. Una mezcla de realidad y ficción, de confusión entre el personaje y la realidad, que podría haber sido perfectamente un relato de Bukowski o de su maestro John Fante.
La primera edición de Panza
de burro se acabó de imprimir a finales de marzo de 2020, en pleno
confinamiento, jucujucu, y desde entonces he leído ya tres veces la historia de
estas dos niñas canarias, Isora y shit, que, como un virus, como una pandemia,
como una tos de perro persistente, jucujucuju, no puedo parar de intentar contagiar
a otros lectores.
Andrea Abreu, su autora, nació en 1995 y Panza de burro es su primera novela. Se trata del libro de la autora o autor más joven y más cercano en el tiempo que hemos recomendado desde este club de lectura (de hecho, creo que es el único libro escrito por alguien vivo que hayamos recomendado hasta el momento*), pero estoy convencido de que acabará convirtiéndose en una obra de referencia dentro de los manuales de literatura española (lo que no sé es bajo qué epígrafe: ¿literatura millennial?).
Literatura millennial canaria Así es al menos como la califica la propia editora de la obra, Sabina Urraca, en el prólogo a la misma, aunque ella añade ese otro adjetivo, canaria, que es algo más que un sello de procedencia. El éxito de Panza de burro tiene doble mérito si a la juventud de su autora sumamos que es una obra escrita desde y sobre la periferia —Canarias, en este caso— en un sistema literario que acostumbra a mirar por encima del hombro y despreciar como local —o de provincias, como se decía antes— todo cuanto no esté escrito o publicado desde o sobre o con la mirada de Madrid o Barcelona. Una novela que transcurra en Cuenca, en Abadiño (a no ser que sea una réplica de Patria), o en Pontevedra será una novela local, mientras que si la misma historia se ubica en aquellos ombligos literarios será una novela que se eleva desde lo local a lo universal.
En el caso de Panza de
burro, además,estamos hablando
de la periferia de la periferia, o mejor dicho, de la periferia de la periferia
de la periferia, puesto que el escenario de la obra son los barrios altos, que
en este caso son los barrios bajos, de Canarias, aquellos desde donde quienes
los habitan solo descienden a las islas soleadas y afortunadas para limpiar los
hoteles y los pisos turísticos, y en donde la playa y el mar son paraísos
inaccesibles a los que para llegar hay que superar varias pantallas de la “guenboi”
en las que se emboscan perros callejeros y volcanes como gigantes dormidos,
todo ello bajo un cielo que aplasta las cabezas y los corazones.
El título de la novela, Panza
de burro, se refiere precisamente a ese cielo gris y plomizo que cada día pueden
rascar con sus dedos las dos preadolescentes, Isora y shit, que protagonizan la
novela y que viven allí, en lo alto de la isla, bajo la presencia dominante del
“vulcán”, criadas por las abuelas, o por su propia cuenta, en calles asalvajadas
y empinadas como la vida misma.
Novela
de iniciación Panza de
burro es una novela de iniciación, en la que ambas protagonistas olisquean
con curiosidad la roña que deja entre las uñas de esos dedos los
descubrimientos más tempranos de la amistad, el sexo o, en última instancia, la
muerte. Las dos niñas viven una relación de dependencia, de dominación (shit,
con minúsculas, es como Isora llama en todo momento a su amiga), en ese límite,
ese agujero negro, esa transición entre la niñez y la vida adulta en donde
ellas juegan con las muñecas barbies a criticar a las vecinas o a frotarse los “pepes”
—así, pepe, es como se nombra al órgano
sexual— o se topan con fotopollas en el “mesenyer” durante las clases de
informática.
“Estregarse” el pepe, la escatología, hurgar en los agujeros prohibidos… son referencias recurrentes en la novela, que se hacen sin pudor, de manera natural, porque eso, descubrir el propio cuerpo, sus olores, sus latidos, sus cambios, es lo normal cuando se tienen once años, algo que, sin embargo, parece desterrado a menudo de las novelas protagonizadas por personajes de esa edad, sobre todo femeninos, y no digamos ya de la literatura juvenil y ultrapolíticamente correcta.
Sin pudor también se utiliza el léxico propio de Canarias. Sin pudor y sin glosario, como la editora Sabina Urraca aclara en el prólogo. Decisión que, a la postre, resulta un acierto, pues del mismo modo que cuando conversamos con alguien que maneja otro acento, otro vocabulario, no lo interrumpimos para buscar en un diccionario todo aquello que desconocemos, sino que lo asimilamos y nos acostumbramos poco a poco a su habla (o como sucede en una novela como La naranja mecánica, de Anthony Burgess, en la que acabamos haciendo propia la jerga de los “drugos” que la protagonizan), del mismo modo acabamos aprendiendo en Panza de burro un “fisquito” del habla canaria, o en realidad del habla propia de los barrios bajos-altos de las islas o en realidad del habla o idiolecto de Isora y shit.
Editora por un libro El proceso de edición de esta obra, al que Urraca alude en el susodicho prólogo, es también reseñable y determinante en el éxito de esta novela. Panza de burro se publicó en la editorial Barrett dentro del proyecto “Editor/a por un libro”, en el que los editores ceden a escritores a los que admiran (hasta ahora han sido Patricio Pron, Sara Mesa y Sabina Urraca) la facultad de elegir una obra original e inédita y de ejercer ellos mismos como editores de la misma. No es la única editorial que ha llevado a cabo una iniciativa de este tipo, Caballo de Troya ha tenido también editores invitados (Mercedes Cebrián, Elvira Navarro, Alberto Olmos, Luna Miguel, Lara Moreno…), en su caso durante todo un año, cuya misión ha sido descubrir nuevos valores literarios. Un proceso de ese tipo implica necesariamente —sobre todo en el caso de Sabina Urraca, que no tenía que dirigir un catálogo de varios autores, sino una sola novela— un mimo y una dedicación especiales con la obra elegida, una mirada diferente, que no se enturbie con las necesidades comerciales, las modas literarias o la falta de perspectiva de editores que ni en un acceso de locura transitoria publicarían historias “locales” en las que los personajes hablan raro o guardan su propia mierda en tápers. Urraca, por el contrario, pudo dejarse enloquecer libremente por Panza de burro. Lo afirma, de hecho, en esas páginas introductorias a la novela, en las que confiesa que se enamoró del manuscrito hasta el enloquecimiento y que no lograba hablar del mismo sin emocionarse; o que no podría definir esta obra sin echarse a llorar y que si tuviera que hacerlo diría que es una novela febril, que contamina, algo con lo que, jucujucu, en este club de lectura estamos totalmente de acuerdo.
*No lo es, la semana pasada comentamos «Una cuestión personal», de Kenzaburo Oé, y el autor japonés sigue felizmente vivo
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias). 23/07/22
Iba
a comenzar este artículo diciendo que el agostazo de este año (ya saben, los
agostazos, esas decisiones políticas que se toman cuando todo el personal está
anestesiado por el tinto de verano) se vaticina de campeonato, pero me doy
cuenta de que en realidad el cambio climático y la era de la sobreinformación
han propiciado que tengamos agostazos en junio, octubre, abril, de tal modo que
nuestras tragaderas sean ya enormes bocas de alcantarilla por las que entra
cualquier cosa.
Durante
estas últimas semanas, sin ir más lejos, hemos oído al ministro de la guerra
decir que doblar el gasto militar es una inversión social; a un banquero que en
esta crisis vamos a empobrecernos todos, incluidos ellos (¡pobrecicos!,
¡apadrina un banquero!); a la Comisión Europea calificar la energía nuclear
como energía verde; o al presidente del país afirmar que los infames sucesos en
la frontera de Melilla en los que murieron decenas de personas estuvieron “bien
resueltos” por los cuerpos de seguridad.
Todo
nos lo tragamos y lo digerimos, al tiempo, además, que los surtidores de las
gasolineras despachan oro líquido o las sandías se han convertido en artículos de lujo. Cuando a uno lo atracan
todos los días se acostumbra, ya ni reacciona, levanta las manos en un acto
reflejo y deja que le vacíen la cartera mientras habla del tiempo o del fútbol
con su asaltante.
Hace
algunos años existía un recurso periodístico estival llamado serpiente de
verano: avistamientos de ligres, reses cimarronas fugadas de algún festejo taurino,
posados en bikini de folklóricas recauchutadas… Noticias chuscas o
insustanciales que se estiraban durante días e incluso semanas para llenar
páginas de periódicos en época de sequía informativa y que a menudo servían
también como cortinas de humo entre las que deslizar subidas del pan. Hoy no
hace falta porque ese tipo de reptiles culebrean a sus anchas por las redes
sociales y se engordan a menudo con una credulidad pavorosa.
En un vistazo rápido a Twiter me encuentro, por ejemplo, con alguien que afirma con rotundidad científica que a partir de los cuarenta años los testículos se descuelgan a un ritmo de un centímetro por año (y aunque hay quien razona diciendo que de ser así los jubilados irían dejando surco en las playas, muchos otros dan por bueno el dato). Es, claro, una enormidad, seleccionada para abrir paréntesis y echarnos unas risas, pero, del mismo modo, durante los incendios que asolaron Navarra a finales de junio pudimos encontrarnos con tuits que aseguraban que en el parque Senda Viva habían muerto abrasados todos los animales y con otros bulos que corrieron como el fuego en la rastrojera. Me pregunto quién inventa ese tipo de mentiras. Y por qué lo hace. Claro que tampoco es de extrañar si tenemos en cuenta que hay periodistas profesionales que se dedican a poner todo al rojo vivo difundiendo igualmente noticias falsas. Cloacas informativas, campañas de difamación y acoso, fábricas de mentiras democráticas… Nada nuevo que no supiéramos o no hubiéramos visto antes, aunque algunos parezcan ahora haberse caído de un guindo. Lo de Ferreras (que informó en su programa sobre una cuenta bancaria de Pablo Iglesias, sabiendo que esta no existía, tal y como han desvelado los audios del siniestro comisario Villarejo) es grave, pero es también otro agostazo, otro culebrón estival que, fuera de la burbuja de las redes sociales y mientras quede tinto de verano en la nevera, me temo que a muy poca gente le importa y que no tendrá mayor recorrido. Como mucho, diría yo, hasta agosto.