AUTOTURISMOFOBIA
Publicado en semanario ON (26/08/17)
Yo me acuso y me desprecio a mí mismo por haber echado al plato más de lo que podía comer en el buffet libre; por haberme sacado selfies en los monumentos más emblemáticos de las ciudades que he visitado (y por haber incluido con absoluta naturalidad el término selfie en mi vocabulario); por no planificar las paradas del viaje en coche y detenerme siempre y sin querer, cuando ya tengo el culotabla, en el área de servicio más cutre…
Yo me acuso, en fin, de ser turista de vez en cuando, que es siempre que puedo. Como casi todos, creo. Por eso me sorprende y no entiendo como a la serpiente de verano sobre lo que se ha dado en llamar turismofobia todo el mundo le pone el cascabel sin que les tiemble el pulso, con opiniones firmes, sin medias tintas, con el tono airado y gritón y el dedo acusador. Y que nadie muestre dudas, ni tenga contradicciones.
Yo las tengo.
Por un tubo.
Me pregunto, por ejemplo, si puedes manifestarte contra el turismo en tu ciudad un día y al siguiente hacer la mochila e irte a los Pirineos o a la India, supongo que parapetado con la excusa de que tú no eres un turista sino un viajero. Y del mismo modo que digo eso digo también que no considero que hacer pintadas en un autobús turístico, ni siquiera pinchar ruedas de bicicletas, te convierta en un terrorista. Todo lo contrario, me parece que esas acciones han abierto de manera eficaz el melón de un problema evidente y al que, sin embargo, no se había prestado atención porque durante años ha sido la gallina de los huevos de oro: un tipo de turismo depredador e insostenible, o sostenido sobre la precariedad de los trabajadores del sector, el deterioro progresivo en la calidad de vida de la población autóctona y la esquilmación de recursos naturales.
¿Qué es más vandálico, tirar confetis en un puerto deportivo o lanzarse desde un balcón a la piscina del hotel? ¿Los turistas que se cagan en mitad del paseo marítimo son también nuestros amigos? ¿Qué quiere decir “turismo de calidad”, esa especie de mantra que alcaldes, consejeros de turismo repiten a menudo contraponiéndolo a estos comportamientos? ¿Van a prohibir en Donosti calzarse sandalias con calcetines?…
Me pregunto si en realidad tras esa expresión, turismo de calidad, no se esconde también cierto clasismo. Si tras esa expresión y tras la demonización del turismo, de un tipo de turismo, no se agazapa la idea de que los pobres no deberían tener derecho a viajar, a disfrutar de sus vacaciones.
Muchas preguntas y mucho ruido por respuesta, en la redes sociales, en los debates-espectáculo de la televisión —con expertos como Terelu Campos—, en los periódicos (por cierto, cada vez es más difícil conseguir un periódico en ciudades de veraneo, hay que andar y andar hasta encontrar un quiosco, la gente ya no lee la prensa ni de vacaciones, luego que aumenta la turismofobia)…
Una pequeña parte de la solución, supongo, la que nos atañe a los turistas de a pie, pasa por aplicar el sentido común (por ejemplo, no darte duchas de media hora en los hoteles, del mismo modo que no lo harías en tu casa), pero el problema del turismo, de ese turismo autodestructivo y salvaje, seguramente tiene que ver con aspectos de la macroeconomía, del capitalismo voraz, con los modelos de consumo y los comportamientos individualistas fomentados en las últimas décadas y ante los cuales uno se siente muy pequeñito, impotente, con tantas posibilidades de propiciar cambios como de que la palabra autorretrato sustituya al anglicismo selfie.