NUESTROS OTROS YOS
Hay un cuento de Iban Zaldua recopilado en su última y fantástica colección de relatos, «A escondidas», en el que el protagonista adquiere el don de la ubicuidad tras plantearse el dilema de acudir a una manifestación con cuya reivindicación de fondo está de acuerdo pero en la que sabe que se van a corear lemas con los que difiere. Con su nuevo superpoder tiene la opción de dejar al yo al que esas consignas le incomodan en casa y enviar a la mani al que quiere solidarizarse con el meollo de la protesta.
No me digan que no sería todo un chollo. Si fuéramos capaces de desdoblar de ese modo todas las personalidades que nos componen podríamos, del mismo modo, teletransportar un domingo por la mañana al monte a nuestro yo más andarín mientras en la cama se queda el más remolón; o dejar en efigie en el cumpleaños de un amiguito de nuestros hijos a uno de nosotros y mandar a otro a un concierto, al cine, a un partido…
Me siento muy interpelado por ese cuento de Zaldua porque a menudo tengo esa sensación de extrañeza o de melancolía (“Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada”, define la RAE melancolía) que me hace desear casi siempre estar en otro sitio diferente al que me encuentro o considerarme a mí mismo en todos los lugares y situaciones un extranjero, un marciano. Lo cual se agrava por el hecho de que el lugar al que quiero huir siempre cuando eso sucede, el sitio donde me gustaría estar realmente, es en casa, leyendo o escribiendo. Es decir, atrapado en un bucle, pues cuando escribo o leo lo que estoy haciendo, en el fondo, es imaginar, a su vez, que estoy en otra parte o que soy otra persona…
Dejando ese pequeño lío o inconveniente al margen, a mí particularmente me resultaría muy útil este don de la ubicuidad para hacer la comida. Cocino casi todos los días y −esto que no lo lean mis hijos− casi todos los días el resultado es desastroso. Carezco no ya de talento culinario sino de la capacidad de aprender, o, mejor dicho, del interés por hacerlo. Y creo que eso se debe a que mientras estoy preparando unas lentejas mi cabeza está a menudo en otra parte, pensando ideas para algún relato, alguna novela… Así que, si pudiera desdoblarme, tal vez mi yo cocinillas podría centrarse un poco; o incluso si ni por esas pudiera arreglar los desaguisados, nunca mejor dicho, mi yo sufridor se quedaría en la cocina soportando las quejas de mis hijos −”Está salado”, “Está soso”, “Qué asco”, etc.− mientras otro de mis yos se lamería esa herida escuchando «Sinceridad no pedida» de Ojete Calor (“Nadie te ha preguntado/Te diría lo que pienso de tu sinceridad”) o ideando la manera de perpetrar, para mi desahogo personal, un «Rubio de bote», como este, por ejemplo.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración semanal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 25/05/24