“Este es el primer disco
en el que no hablamos de drogas”
Aitor Ibarretxe, cantante de
Lendakaris Muertos
Lendakaris Muertos están de vuelta con una nueva colección de canciones-colleja, entre ellas una que cuenta con un récord mundial, la canción más corta de la historia, y con el regreso de uno de los fundadores de la banda, Asier “Aguirre”. Cumplen veinte años de carrera y lo celebrarán en 2024 con una gira en la que lo darán (casi) todo
Patxi Irurzun / Iruñea . Gara/Naiz 19/01/23
Los Lendakaris Mueros siguen muy vivos, después de veinte años
gobernando sin oposición en el terreno del punk más gamberro. Este
viernes 19 de enero publican su nuevo trabajo, una galleta (un
galletazo, tratándose de ellos) que a partir de hoy se despacha en
formato CD y en vinilo, además de estar disponible en plataformas
digitales, y que muestra de manera clara sus intenciones ya desde el
título: Mucho asco (casi) todo. “Y lo de “casi” no sé
muy bien en realidad por qué lo hemos puesto”, nos dice su
frontman, Aitor “Ibarretxe”, quien firma nueve de los
trece trallazos que componen el disco. Las otras cuatro son obra de
su hermano gemelo Asier “Agirre”, que vuelve a la banda después
de una ausencia de diez años.
La reincorporación del guitarrista es una de las dos grandes
novedades destacadas de esta nueva entrega lendakariana. La otra es
la inclusión en la misma de una canción, la que da título al
disco, de récord, pues es ya la canción más corta de la historia,
con una duración de apenas un segundo. “Hasta ahora era una de
Napalm Death, You suffer, que duraba 1,3 segundos”, explica
Aitor. “La nuestra tiene su letra, su instrumentación…”.
Y lo cierto es que, aunque parezca mentira, en ese minuto escaso tiene cabida incluso el paréntesis que aparece en el título del tema en cuestión, Mucho (asco) casi todo, lo cual le da un plus sobre el tema de Napalm Death que en realidad es poco más que un aullido. Habrá, no obstante, quien diga que Mucho asco (casi) todo se le hace larga, una broma recurrente entre los seguidores del grupo iruindarra, acostumbrados a sus canciones veloces y contundentes. “En este disco he intentado que las canciones sean incluso más cortas que otras veces”, nos cuenta Aitor, quien también añade que, no obstante, será cosa de la edad, pero cada vez le cuesta más sintetizar las letras.
La composición y grabación del disco ha sido también acelerada. En
un mes, a canción por ensayo, se ha facturado y ha sido producido a
kilómetro cero, en Iruña, en Estudio K de la mano de Alberto
Porres, durante una grabación realizada, tal y como se recoge en los
créditos, sin recurrir a las drogas. “Me he dado cuenta además de
que es el primer disco en el que no hablamos de eso, de drogas”,
señala Aitor.
No hay drogas pero en el nuevo disco está presente todo el
imaginario del grupo. En sus canciones caen collejas para todo el
mundo: cayetanos, cayetanas, futboleros, pelotas de oficina… Y
tampoco faltan los habituales guiños, homenajes o fusilamientos. Por
las vitriólicas letras y afilados acordes de Mucho asco (casi)
todo desfilan, entre otros,José
Luis López Vázquez, Anasagasti, Yosi de
Los Suaves, los Exploited, Sanchís y Jocano, Leonardo di Caprio y
el Titanic (se dice taitanic),
Pablo Echenique – “Pablo
Echenaik maltrata a su caniche, maltrata a su
yorkshire”, cantan en un inspirado estribillo− o un punki
viejo y alopécico que decide ponerse cresta en Turquía… Y
además un himno antifutbolero para hacer amigos en Graderío Sur,
Fuck Osasuna;
o un recado a otro lendakari
(Perro Sanxe), al que parece que las hordas fascistas han convertido
en Che Guevara (la imagen del presidente español es además la de
la inquietante portada del disco, obra del dibujante madrileño Mario
Rivière).
Una docena, en definitiva, de bofetadas sonoras sacudidas con el habitual sarcasmo y la contundencia y rapidez propias del grupo y que presentarán en una gira infinita (pues, como reconoce Aitor, a los Lendakaris, a lo largo de estos veinte años de recorrido afortunadamente nunca les han faltado bolos) y en la que, avanza, habrá sorpresas y nueva escenografía (no faltará en la misma, por supuesto, Edu, el oso panda), todo ello para celebrar estas dos décadas prodigiosas de legislatura lendakariana.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine On (diaarios Grupo Noticias) 06/01/24
Hace
unas semanas murió Gainsbourg, nuestro conejo enano bélier.
Algunos de ustedes se acordarán de él, porque lo he convertido en
protagonista de esta página en más de una ocasión.
Me
lo encontré una mañana tumbado en una esquina de la jaula, inmóvil,
con los ojos detenidos, mirando hacia la luz de la ventana, la boca
abierta y sus dientecillos asomando a través de ella. Cuando lo cogí
para ver si todavía le latía el corazón, estaba frío. Me pareció,
además, que apenas pesaba, como si estuviera vacío por dentro, como
si en realidad fuera una copia en 3D de sí mismo. Alrededor de su
cuerpo sin vida revoloteaba un moscardón gordo y zumbón.
Los
moscardones son los cuervos de las mascotas domésticas.
Recuerdo
que, al principio, no sentí pena, sino una especie de alivio, más
por mí mismo que por el propio conejo. Pensé que ya no tendría que
limpiarle más el cagadero. Y puede incluso que consiguiera vender la
jaula en eBay. Tal vez fuera porque llevaba ya un tiempo esperando
este momento. Hacía meses que Gainsbourg estaba sordociego. Y en las
últimas semanas le había salido una especie de tumor en el culo,
tenía incontinencia, se meaba en aspersión por toda la jaula y
fuera de ella… Pero después me invadió un sentimiento de congoja
y de culpa que todavía hoy, cuando cada mañana encuentro un hueco
en el lugar el que estaba su jaula, perdura y me roe el corazón como
si este fuera una zanahoria.
No puedo parar de
preguntarme, desde aquel día de su muerte, si cuando compré a
Gainsbourg, siendo solo un gazapo, lo salvé, le ofrecí una vida
cómoda y sin sobresaltos, o por el contrario lo condené a una
reclusión y un celibato perpetuos; si acaso lo privé de su
“conejidad” y lo convertí en un animal triste y sin otras
expectativas que salir unos minutos cada día de la jaula, arañarme
las pantorrillas mientras cocinaba, roer el cable del ordenador
−acaso
para que no escribiera más columnas sobre él−,
darle de vez en cuando un revolcón a Bardot, el mono de peluche que
le compramos para que se desfogara…
¿Cómo habría sido
Gainsbourg en otro ambiente? ¿Determina el medio, las condiciones
de vida, nuestra personalidad? Tal vez, no sé, Gainsbourg era un
conejo aventurero y follador y yo le había cortado las alas, lo
había hecho infeliz.
En fin, ya da lo mismo, ya es tarde
para lamentarse y para cambiar nada. Puede que ahora Gainsbourg, en
el cielo de los conejos, si lo hay, sea un conejito libre y alegre o
tenga siempre alguien que le compre zanahorias frescas y le corte las
uñas antes de que parezcan garfios.
Espero que sí.
Descansa en paz, Gainsbourg, amigo, fuiste un buen
conejo.
Hace unos días, a la misma hora que en Pamplona el badajo de una de las campanas de la Iglesia de San Nicolás caía sobre las terrazas de la plazuela, yo estaba leyendo un poema de Sharon Olds que se titula El pene del papa. El poema, recogido en la antología Óvulos en la mano, casualmente dice lo siguiente: “Cuelga bajo la sotana un badajo / delicado en el centro de una campana. / Se mueve cuando él se mueve, un pez fantasmagórico / en un halo de algas plateadas, el vello / balanceándose en la oscuridad y el calor, y por la noche / mientras sus ojos duermen, se levanta / en alabanza a Dios”.
Los poemas de Sharon Olds golpean de esa manera, con una contundencia que te dejaría fuera de combate si no fuera porque siempre hay en ellos también algo que te salva por la campana, una imagen brillante − un pez fantasmagórico− o un destello de delicadeza.
En otro de los poemas, Solsticio de verano, ciudad de Nueva York, un suicida depone su actitud gracias a las palabras de un policía. Tras bajar de la azotea juntos, el policía ofrece al suicida un cigarrillo, que este prende a la vez que los curiosos que esperaban ver el dramático desenlace. “Luego todos encendieron cigarrillos, y el / rojo refulgente de los extremos ardía como / las hogueras pequeñas que encendimos en la noche, / al principio, en el origen del mundo”, escribe Sharon Olds.
Casualmente también, ese mismo día yo había leído un cuento del polaco Slawomir Mrozek en el cual el bombero que hace desistir a otro suicida llega a la conclusión de que este podría en realidad haberse arrojado al vacío mucho antes de que él apareciera o de que bajo los pies de ambos se congregara un enjambre de espectadores que, en el fondo, anhelan morbosamente el salto fatal. En ambos textos hay un tránsito redentor de lo individual a lo colectivo: los suicidas salen de las burbujas asfixiantes de su existencia para arrimarse al calor común de la hoguera y ser aceptados en el grupo que, alrededor del fuego, se reúne, fuma, conversa o incluso comparte sus deseos más insanos.
A propósito de la muerte, y regresando a la plazuela de San Nicolás, fue realmente un milagro que aquel badajo suicida y volador no se llevara consigo a nadie por delante, pues cayó sobre las habitualmente concurridas terrazas durante el mediodía de un domingo de Navidad en el que, por fortuna, llovía a mares. Habría sido, desde luego, una muerte absurda, aunque ¿cuál no lo es, cuál no es una estafa y a la vez la única certeza?
También sobre la muerte reflexiona a menudo Sharon Olds en sus poemas. Como cuando en Fotografía de la niña su mirada se fija en una muchacha en el umbral de la pubertad que, durante una hambruna en Rusia a principios del siglo XX −escribe Olds− “va a morir de hambre ese invierno/junto a otros millones de personas. En la profundidad de su cuerpo/los ovarios dejan salir los primeros óvulos/dorados como gotas de grano”.