“¡Ya
no vamos a ir más con ellos!”, se solían quejar mis tíos cuando,
de pequeños, nos llevaban a mi hermano y a mí al fútbol y nosotros
nos pasábamos todo el partido leyendo “Mortadelos” en las
gradas, entre el humo de los Farias, los cariñosos recuerdos a la
madre del linier e incluso los orgasmos colectivos con los goles de
Iriguibel, Martín o Echeverría, que tampoco conseguían que
apartáramos la vista de las descacharrantes viñetas del
recientemente fallecido Ibáñez.
En
realidad mis tíos lo decían con la boca pequeña, porque a ellos
también los veíamos a veces en la casa de los abuelos leyendo el
Super
Humor
y riéndose en voz alta (esa imagen, la de alguien riéndose solo
mientras lee me parece una de las más hermosas del mundo, por
cierto).
Los
tebeos de Ibáñez (13
Rue del percebe, Rompetechos, El botones Sacarino…)
han hecho reír a varias generaciones. Ha habido, incluso, a quien,
además, le han hecho ganar mucho dinero (probablemente más que al
propio Ibáñez, que tantas veces se retrató a sí mismo como a un
trabajador esclavizado y encadenado a su tablero de dibujo), como,
por ejemplo, a aquel concursante de Pasapalabra
que recordó la respuesta que le faltaba para completar el rosco −el
nombre de una tribu africana−
gracias a una de las estrambóticas contraseñas que Mortadelo y
Filemón Pi utilizaban para entrar en la sede de la T.I.A.: “Esos
tipos con bigote tienen cara de hotentote”; contraseñas que
siempre resultaban inoportunas, pues si, por ejemplo, los dos
carpetovetónicos detectives decían “Los calvos con melena son
feos y dan pena”, casualmente pasaba junto a ellos un calvo con
melena y con muy mala uva que les soltaba un guantazo entre castizos
exabruptos.
Otra
de las cosas que aprendimos gracias a Ibañez fue a insultar:
merluzo, batracio, mono-cactus, berzotas… O a leer el futuro, pues
su agudo sentido de la observación anticipó acontecimientos como
los atentados del 11-S en alguna de sus historietas, que solía
trufar con minuciosos detalles, ratones torturando a gatos o, en el
caso que nos ocupa, un avión estrellándose contra una de las Torres
Gemelas, varios años antes de que eso ocurriera realmente (por no
hablar de que personajes como el comisario Villarejo parece
directamente un empleado de la T.I.A. o que cualquiera de nosotros ha
visto cómo entraban en nuestra casa los mismísimos Pepe Gotera y
Otilio a “arreglarnos” el baño).
El
éxito de los tebeos de Ibañez tiene seguramente que ver con eso,
con el esperpento, es decir, con el hecho de que nos devuelven a
través de la caricatura una imagen real de nosotros mismos, pues
todos somos personajes de tebeo, cutres y ridículos, y a la vez
superhéroes de barrio, que morimos cada día de manera estrepitosa
en una viñeta pero resucitamos tan ricamente en la siguiente. ¡Larga
vida, pues, a Ibáñez!
Publicado en «Rubio de bote», colaboreación para el magazine On (diarios Grupo Noticias), 05/08/23
Estos últimos días hace un calor del demonio. Y por si alguien, por
lo que sea, no se ha enterado todavía, cada telediario dedica quince
o veinte minutos a contárselo −o
a darle la brasa, ya puestos−.
“Esta noche no he pegado ojo”, sale lamentándose una señora;
o después un señoro afirma categóricamente “Es el verano más
caluroso que recuerdo”. Yo creo que que trabajan como figurantes
para la tele y que son los mismos que dicen “Era una persona muy
educada”, cuando detienen a un asesino, o “Nos hacía mucha
falta, este un barrio obrero”, cuando toca el gordo de Navidad.
Pero es cierto: la canícula es inaguantable, incluso dentro de las
casas, donde se ha colado por las ventanas, como buscando refugio de
sí misma. Así que hoy me han llevado a la piscina. Digo me han
llevado porque yo por mi propia voluntad no voy allí ni aunque me
paguen (en lugar de pagar yo los once euros que vale la entrada de la
piscina municipal, un chollo). La piscina es para mí el segundo peor
lugar después del infierno. De hecho, la única sombra que hemos
encontrado ha sido detrás de un señor con la espalda muy ancha y
con un tatuaje satánico. Unos metros más allá había unos niños
jugando a fútbol. Por suerte, lo hacían sin balón. Hacía siglos
que no veía esa especie de teatrillo: uno de ellos simulaba un chut
y el otro lo detenía con una palomita imaginaria. Me he emocionado y
todo. Hasta que cada uno ha empezado a ver un partido distinto y se
han puesto a discutir: “¡Ha entrado!”, “¡No, la he parado!”…
Era como una metáfora de la vida y las relaciones personales.
Luego el hombre con Lucifer en la espalda se ha levantado y, cuando
mi piel ha empezado a echar vapor de azufre, no me ha quedado otro
remedio que irme a bañar. No me gusta nada bañarme. Tengo los
pezones hipersensibles al cloro y el cuerpo-escombro. Me ha dado la
impresión incluso de que toda esa gente con cuerpos normativos, o
sea con tatuajes y tabletas en los abdominales, me miraban con un
poco de grima. Aunque también puede que fuera porque de camino a la
piscina, oh, balansé, balansé, me he dado cuenta de que tengo que
comprarme un bañador nuevo, con el braguero más ajustado.
Después del baño he leído un poco el periódico. Los periódicos no están diseñados para leer al aire libre, pero de todos modos he conseguido enterarme de que los que están a favor del gobierno Frankonstein critican a los partidarios del gobierno Frankenstein (no sé por qué usan ese término de manera despectiva, para mí que nadie s3e ha leído la novela. ¡Ya podían ser todos los monstruos como el de Mary Shelley, que leía a Plutarco!). También he visto que la lehendakari de Navarra en su discurso de investidura solo ha utilizado dos frases en euskera: en una se ha trabado y la otra se la ha saltado. Supongo que esa es para ella la “lógica de la realidad sociolíngüística” de la que tanto habla.
Por la tarde hemos ido a comprar un bañador nuevo a un centro
comercial. Me lo he tenido
que probar en medio de la tienda porque no encontraba los probadores.
“¡Pero hombre, entre ahí, qué asco!”, me ha señalado una
dependienta un cartel en el que se leía: Fitting room.
Yo ya lo había visto, pero pensaba que era el nombre de una marca de
ropa moderna. Igual se hubiera estado en euskera lo habría
entendido.
Hacía fresquito allí, al menos, pero los centros comerciales son mi
tercer peor lugar, después del infierno y la piscina. O sea que
hemos vuelto a casa. He puesto la tele. Seguían hablando del calor.
En fin, menudo bochorno. Nunca mejor dicho.
Publicado en «Rubio de bote», colaboreación para el magazine On (diarios Grupo Noticias), 2/10/23
Yo creo que me compraron mi primer jersey cuando tenía quince o
dieciséis años. Eso no quiere decir que hasta entonces afrontara
los inviernos a pecho descubierto, a lo que me refiero es que hasta
esa edad era mi madre la que tricotaba en casa los jerséis. No es
que mi madre fuera modista, ni mucho menos, en realidad era algo que
hacían la mayoría de las madres. De modo que el outfit de
todos los chavales de la época resultaba singular, cada uno de
aquellos jerséis era único e irrepetible. Nosotros no le dábamos,
sin embargo, ningún valor, sobre todo si tu madre no tenía mucha
maña con las agujas y a veces los jerséis te llegaban hasta las
rodillas o todo quedaba manga por hombro, nunca mejor dicho.
Por entonces las prendas industriales eran una anormalidad, que
observábamos boquiabiertos los fines de semana, cuando íbamos al
centro de la ciudad a “ver escaparates”, como se decía. Había
incluso un jugador de fútbol, Vicente Biurrun, al que su tía le
tejía los jerséis de guardameta, los cuales lució en equipos como
la Real Sociedad, Osasuna o el Athletic (donde, solía bromear, fue
el primer extranjero del club, pues nació en Brasil, a donde sus
padres, donostiarras, habían emigrado y de donde regresaron cuando
el futuro futbolista contaba cinco años).
Recuerdo muy bien aquel primer jersey que me compraron, me gustaba
mucho, era de algodón y de color lila. Estaba muy guapo con él, así
que lo llevaba al instituto todos los días, a menudo sin ningún
tipo de criterio estético, por ejemplo combinado con pantalones de
mahón o con un macuto militar en el que había escrito con un boli
BIC “Mili KK”. Mi madre solía decirme que iba hecho un
“zakarro”, y yo no lo entendía, solo lo he acabado entendiendo
cuarenta años después, cuando veo a mis hijos salir de casa con los
tobillos al aire en invierno y chanclas con calcetines de deporte en
verano.
A diferencia de los jerséis, los pantalones vaqueros sí los
comprábamos en las tiendas, pero no los mirábamos ojipláticos en
los escaparates, porque los vaqueros nuevos daban para atrás, con
aquel color azul oscuro horrible, nuevo, que había que ir
decolorando con el uso, hasta que solo dos o tres años después se
conseguía ese efecto lavado a la piedra que hoy se obtiene en
fábrica sin ninguna dificultad, gastando tres mil o cuatro mil
litros de agua de nada. Eran aquellos unos vaqueros recios,
indestructibles, que te acompañaban durante un lustro y a los que
las madres iban sacando el dobladillo, que quedaba marcado, como las
muescas de la estatura en la pared, o que estrechaban con la máquina
de coser para que nosotros nos convirtiéramos en macarras de ceñido
pantalón, como cantaba Joaquín Sabina.
Eran, en fin, otros tiempos, tan antiguos que a todo eso no se le llamaba el outfit sino las pintas.
Publicado en Rubio de bote (16/09/23)