Jacobo
Rivero, autor de “Dicen que ha muerto Garibaldi”
El escritor, periodista y documentalista madrileño denuncia en su primera novela alguno de los tentáculos de la extrema derecha, en una obra a caballo entre la ficción y el documentalismo. En ella narra el asesinato de un aficionado de la Demencia, la hinchada de Estudiantes, a través de una investigación que nos lleva desde finales de los 70 a la actualidad. Dicen que ha muerto Garibaldi se presenta el jueves 4 de mayo en Donostia (restaurante Garraxi, Egia, 19:00h) y el 6 de mayo en Agurain (Zabalarte Etxea, 12:30h)
¿Se
puede decir que en esta novela ha fusionado sus dos grandes pasiones:
el baloncesto y el activismo social?
En
cierta manera sí, es un libro muy autobiográfico porque la acción
discurre alrededor del asesinato de un ex alumno del Ramiro de Maeztu
que es aficionado del Estudiantes. Cuenta un periodo de tiempo que
compartí. Y también tiene una parte importante de denuncia
política, así que sí, he fusionado, como dices, dos de mis
pasiones.
¿De
dónde parte la idea de “Dicen que ha muerto Garibaldi”, se le
ocurre a partir de esos nuevos “Episodios nacionales” que está
publicando la editorial Lengua de trapo o ya la tenía en mente?
Tenía
la idea desde un viaje que hice en 2012 a Estambul. Allí se me
encendió la lucecita. Luego pensé que el formato “episodios
nacionales” era una buena forma de contar los últimos cuarenta
años, desde la Transición hasta ahora, alrededor de una trama
criminal. También tenía algunas entrevistas y fue después de
terminar Bulbancha, mi anterior libro sobre la música de Nueva
Orleans, que me pareció que había llegado el momento de pasar a la
novela.
Por
contextualizar un poco la trama de la novela, ¿dónde se sitúa, con
qué acontecimientos históricos se relaciona?
Está
situada en Madrid. Tiene que ver con los atentados de la extrema
derecha a finales de la década de 1970, la evolución de esa gente
en tramas posteriores de corrupción urbanística –como el incendio
del Palacio de Deportes en 2001−
y su vinculación también con redes internacionales dedicadas a la
extorsión y la violencia contra activistas sociales.
“Dicen
que ha muerto Garibaldi” es una obra de ficción, pero también se
cruzan personajes y acontecimientos reales, podría ser en ese
sentido una novela histórica, a la vez es una novela negra… ¿Cómo
ha mezclado ese cóctel?
Hay
mucho trabajo de documentación. Muchos de los acontecimientos que se
cuentan son reales, también todo lo que tiene que ver con la
información de archivos que se incorpora a la investigación.
Mezclarlo con una trama de ficción ha sido un reto.
Efectivamente
la novela da la impresión de estar exhaustivamente documentada,
incluso el tono a veces parece remitir a eso, una especie de dossier
o de informe periodístico o policial −aunque
a
la vez mantiene un ritmo narrativo muy ágil- . ¿Cómo ha sido ese
trabajo de investigación?
Ha
sido fascinante, por un lado desde una mirada periodística pero
también con un trabajo de encaje muy artesanal. Trabajé con
diferentes carpetas de información que quería unir y que resultasen
coherentes y entretenidas para el lector. Por eso digo que es una
novela policíaca y a la vez un libro documental. He tirado mucho de
archivo propio, de búsqueda en hemerotecas, y de entrevistas con
personajes reales. Algunos aparecen con su verdadero nombre
y otros no.
Uno
de los personajes principales del libro es colectivo, la Demencia, la
afición de Estudiantes, que usted conoce bien. Llama la atención
cómo dentro de la misma hay diferentes ideologías políticas. Es
casi un reflejo de la sociedad o de aquella época, la transición…
Es
más de aquella época, actualmente la Demencia tiene un cuerpo y una
idiosincrasia más claramente de izquierdas que en aquellos tiempos.
En el momento que se cuenta aquello era un batiburrillo bastante
curioso, aunque siempre prevaleció un espíritu muy ácrata. El
libro también quiere hablar de un Madrid donde ocurrían muchas
movidas, no solo lo que se ha llamado la “Movida oficial”, sino
otras que pasaban a pie de calle o instituto.
¿En
qué ha quedado todo aquel carácter transgresor de la Demencia?
Creo
que sigue siendo una hinchada bastante ocurrente y que pone más en
valor la diversión que el resultado. Creo que la Demencia ha
envejecido bien.
No
hemos hablado todavía de uno de los temas de fondo de la novela, la
permanencia o la infiltración del franquismo en muchos sectores de
la sociedad. ¿Su intención era denunciar o alertar sobre todos esos
tentáculos de la ultraderecha?
Totalmente.
La extrema derecha supo reciclarse e introducirse en los aparatos del
Estado. Ese ocultismo de años ahora ha salido a flote en los últimos
tiempos y hay ejemplos a diario. Denunciarlo me parece casi una
obligación como periodista y escritor.
¿Cómo
se ha sentido en este formato, a caballo entre la ficción y lo
documental?¿Le interesa o le ve posibilidades para seguir indagando
o desvelando algunas miserias de la historia reciente del estado
español?
Mi
idea es seguir rascando en este formato. No a corto plazo porque ando
con dos proyectos muy diferentes pero sí a medio. Me he sentido muy
cómodo y me he divertido mucho escribiendo este libro. Quiero
reivindicar muchas historias olvidadas y complejas a través de la
ficción y la novela. Este es el primer paso, pero habrá más.
En el año 2000, cuando fuéramos viejos de treinta años, iríamos a
trabajar en coches voladores y comeríamos ajoarriero en pilulas y el
milenio traería, como advertían Miguel Ríos y Aldous Huxley, “un
mundo feliz, un lugar de terror, simplemente no habrá vida en el
planeta”.
Era, y es, una de las profecías clásicas de la ciencia ficción: el
apocalipsis, un fin del mundo agónico e inevitable provocado por un
chispazo nuclear o por un exterminio de la raza del mono a manos de
androides o de inteligencias artificiales que superan las de sus
creadores y se rebelan ante ellos.
Pues bien, para algunos el futuro ya está aquí y, aunque de momento
esas inteligencias artificiales solo hacen cosas inofensivas e
incluso divertidas, como convertir al papa en una estrella del trap
maqueándolo con un plumas blanco, en breve veremos cómo son capaces
también de recrear nuestras voces, nuestros físicos, nuestros
gestos y movimientos, de fabricar replicantes que pueden acabar
actuando al margen de nuestra voluntad y en contra de nuestros
principios y los de la civilización, de alterar, en fin, el curso de
los acontecimientos o de hacer indistinguible lo virtual de lo real
−a veces parece,
incluso, que ya estamos en esa pantalla, y que sujetos como Josep
Borrell, Vladimir Putin o los presentadores de Masterchef solo pueden
ser avatares de un videojuego en el que quien disputa la partida es
un chimpancé−.
En el mundo del arte y la cultura existe una especial inquietud ante
esta revuelta de las máquinas. ¿Cómo seremos capaces de distinguir
un cuadro hiperrealista de Antonio López de otro creado por una IA,
una inteligencia artificial?
¿Cuánto tardaremos en leer la primera novela escrita por un robot?
¿Hay ya una factoría que crea músicos en serie y que se llaman
todos Pablo?…
Personalmente me pongo en modo pitosino y vaticino que, por el
contrario, las inteligencias artificiales pueden suponer un acicate
para los creadores y una nueva edad de oro de la cultura, obligada
por una parte a poner esas herramientas a su servicio (el abrigo del
papa, después de todo, no lo creó una máquina, sino alguien que le
pidió a esa máquina que lo creara) y por otra a competir con esas
IA. Es decir, los artistas tendrán que esforzarse más para
conseguir obras en las que su voz propia sea singular y reconocible,
obras originales, inimitables, incluso con imperfecciones que las
hagan humanas, irreplicables por un patrón o un algoritmo. En
realidad, ya existen cientos de películas, canciones, libros creados
industrialmente, a partir de fórmulas mágicas, que acaban
convirtiéndose en productos destalentados y previsibles cuya única
función parece ser la de favorecer la siesta de quien las consume.
Por ejemplo, los telefilms de sobremesa de domingo. ¿Existe algo
peor que comenzar a ver una película y saber desde el principio qué
va a pasar −chico
conoce a chica, pertenecen a mundos distintos, se repelen, es decir,
acabarán juntos−?
Un artista con talento y con un mundo y una voz propios no tiene por
qué temer, pues, a la máquina, del mismo modo que a un maestro por
vocación no debería preocuparle que sus alumnos hagan trabajos con
ChatGPT, pues conoce las capacidades de cada uno de ellos y puede
distinguir quién ha copiado y quién no o en qué ha beneficiado o
ha perjudicado a cada cual hacerlo.
Todo ello expresado desde mi absoluto desconocimiento de la
tecnología y sus límites, pues
igual resulta que me equivoco y la inteligencia artificial también
es capaz de sustituirme a mí y este artículo que ustedes están
leyendo también podría haberlo escrito un androide.
Hace unos días estuve en el antibar. A
la puerta del mismo había un gorila, lo cual ya daba alguna pista,
pero como en vez de repartir soplamocos iba entregando a cada persona
que entraba unos auriculares, nos pudo la curiosidad. Una
vez dentro del garito, observamos que los auriculares desprendían
luces de diferentes colores −amarillo,
verde y azul−
y no tardamos en caer en la cuenta de que cada una de estas dependía
de la música que escuchabas a través de esos auriculares, la cual
tú mismo podías seleccionar manipulando un botón. En el amarillo,
rock, en el azul, electrónica, y en el verde, reguetón.
En principio, parecía una buena idea,
así cada cual podía escuchar su música preferida o incluso enviar
señales a los demás sobre sus gustos, si lo que pretendía era
hacer amigos o incluso follamigos. También resultaba bastante
divertido ver a los diferentes grupos y descubrir la heterogeneidad
de los mismos, pues en la misma cuadrilla podías encontrarte con
alguien rascando en el aire una guitarra imaginaria junto a otro que
perreaba y al lado de los anteriores a uno más haciendo el robocito.
El problema era cuando querías decirle
algo a alguno de tus acompañantes, porque tenías que quitarte los
auriculares, y entonces descubrías varias cosas: que la mayoría de
la gente canta fatal; que el rock es imbatible frente a otros estilos
cuando se trata de corear las canciones; y, lo más inquietante de
todo, que en realidad ¡nadie hablaba con los demás! (más allá de
un “Ahora vuelvo, que me estoy meando viva”).
De acuerdo, todos hemos estado en bares
en los que la música estaba alta o a los que hemos entrado
precisamente por la música, a escucharla o bailarla, en lugar de a
hablar de Dostoievski, pero también es cierto que a la mañana
siguiente nos hemos levantado afónicos porque hemos tenido que
gritar, sobreponer nuestra voz a la de King África o la de Evaristo,
incapaces de refrenar la necesidad de comunicarnos; o que incluso
cuando solo hemos bailado, la música era una comunión, algo que
compartías con el resto, te gustara más o menos, creyeras más o
menos en ella, te sintieras excomulgado si lo que sonaba te
horripilaba, porque también podías mostrar tu disconformidad, tu
falta de fe, boicoteando la canción, apoyándote en la barra o
convirtiendo tu manera de mover el esqueleto en una chirigota, en una
danza de la muerte que ridiculizaba esa música. Lo importante, en
realidad, lo que había que respetar, no era la música, sino el bar,
el bar como institución social, como espacio de encuentro, incluso
como patria o ideología común…
En el antibar, por el contrario, la
música, los auriculares, se convertían en la negación de buena
parte de todo eso, en otro tentáculo más de la hidra del
individualismo propio de esta sociedad tecnológica en la que vivimos
y en la que las redes solo sirven para atraparnos y aislarnos del
resto, no vaya a ser que nos juntemos y se nos ocurra algo. ¡Hala,
cómo se pone! Bueno, sí, en realidad supongo que quien entra a ese
local lo hace, como lo hicimos nosotros, de manera puntual, por
curiosidad o como experiencia zoológica; o que, en realidad, los
dueños del local ofrecen ese servicio para reducir decibelios o
sortear alguna normativa municipal.
En realidad, si cuento todo esto es
porque el otro día escuché en la radio que el año que viene el
bono cultural para jóvenes incluirá también los espectáculos
taurinos. Es decir, la tortura animal convertida en cultura y como
incentivo para despertar entre la chavalería los aspectos más
creativos y sensibles de su personalidad. ¡Toma antibar! Va más
allá, de hecho, que el antibar: es como si en este añadieran otro
color a los auriculares −rojo
sangre, por ejemplo−
e incluyeran un canal en el que se pudieran escuchar canciones de
José Manuel Soto. ¡La anticultura!