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Archive from octubre, 2022

OTOÑAL

Oct 31, 2022   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
Portada de Nostalgia de otro mundo (Otessa Moshfegh)

Será el otoño, o la edad, o las trompetas del apocalipsis, que suenan ensordecedoras en cada telediario. Desde hace unos días me siento desganado, cansado, amarillo, otoñal. Esperando a que suceda algo, a que llegue alguna buena noticia. No es nada nuevo. Ya se sabe, la vida es eso que sucede mientras esperamos a que suceda algo que nunca va a pasar. Y el otoño, un limbo, algo que acaba, algo que empieza, tierra de nadie, una estación de paso, una herida que se abre y se cierra a la vez.

Intento combatir la ansiedad poniéndome un pijama divertido, el de los pitufos,  o esa canción de King Sapo que dice: “Tranquilo, es temporal”. Pero nada, no consigo atravesar la niebla. Me levanto cuando todavía es de noche para preparar el desayuno a mis hijos y sueño con volver a la cama en cuanto se vayan. Me pesa el cuerpo como si llevara dentro de él un muerto. Pero resucito cada mañana con un vaso de leche y un omeprazol, o cuando ellos me dan los buenos días con cariño, llamándome puto calvo, por ejemplo. Me miro en el espejo y no soy feliz. Estoy viejo. La luz del baño sobre mi cabeza es como un rastrillo que separa las crenchas de mi cabello blanco y ralo, cada vez más escaso. El pelo se me cae como las hojas de un árbol para el que no habrá primavera. Al llegar abril no brotarán del cartón de mi coronilla mechones espesos y lustrosos.

Me acuerdo de mis tiempos de macarra juvenil y le digo a mi hijo mayor que se deje el pelo largo; que estos son sus mejores años de pelo y él los está desaprovechando rapándose cada quince días, haciéndose mohicanas, convirtiendo su nuca en un puñal; que ya nunca volverá a tener un pelazo como el de los dieciocho años. Él me contesta que no tengo calle y añade, polisémico, que me calle. Discutimos un poco. Pero no se puede ganar una discusión llevando puesto un pijama de los pitufos.

Cuando mis hijos y mi mujer se van, finalmente, no vuelvo a la cama. Me siento frente al ordenador por pura inercia, intento escribir algo y solo me salen obras maestras. Lo malo es que se atascan tras uno o dos párrafos. Después no tengo fuerzas, ni ilusión para seguir. Busco en las redes sociales megustas o reviso el email por si llega la notificación de un premio, una reseña en un suplemento literario, una traducción, una adaptación al cine de alguno de mis libros…. ¡Ja, ja, ja!, me río luego de mi propia candidez. 

Miro a continuación las noticias. “Editor muerto en accidente laboral”, leo. Y pienso, sarcástico, si le habrá dado un infarto o un dolor redondo al enfrentarse al manuscrito de un escritor de best-sellers, pero después el eco de mi carcajada me rebana la garganta, porque el editor en cuestión es Rodrigo Córdoba, que publicó muchos de los fanzines en que colaboré y de los libros de mis amigos, aquellos con los que he compartido buena parte de este camino plagado de bocas de alcantarillas abiertas; por eso y porque en realidad ha muerto cayéndose de un andamio. Maldito país, me sale la vena eskorbutiana.

Intento calmarme leyendo un poco, un par de cuentos de Otessa Moshfegh, un poema de David González o una de las historietas de Non Gogoa, de Javier Mina y Pedro Osés. Me asomo a la ventana. Ha salido el sol. Veo a una pareja que camina de la mano, a una abuela que juega con su nieto en el parque… Pronto acabará el otoño y  llegará el invierno y entonces, como cada año,  ya sabré con certeza qué ropa ponerme, cómo protegerme del frío,  cómo caminar a través de la niebla.  Este fin de semana, además,  cambian la hora, así que el lunes, cuando me levante, ya estará amaneciendo.

 
Patxi, Irurzun. Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine On (diarios Grupo Noticias) 30/10/22

¡SIGA A ESE COCHE!

Oct 17, 2022   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
'El Coche Fantástico' regresará en un nuevo remake y en formato película basado en la serie original

Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 15/10/22

A mí, que fui educado en la austeridad, es decir, que me bañaba los sábados con el mismo agua en la bañera que mis tres hermanos y que todavía hoy en día solo pido un taxi como ultimísimo recurso, por ejemplo si hay que andar más de quince kilómetros o cuando no hay disponible ningún otro tipo de transporte público o de rocambolesca combinación entre ellos, a mí, a pesar de todo ello, se me pasa por la cabeza de vez en cuando la idea de que no me importaría nada tener un chófer.

Fantaseo con ello, claro, porque de  momento es gratis —lo de fantasear, digo—,  en realidad estoy muy lejos, a mucho más de quince y de quince mil kilómetros, de poder permitírmelo.  Y aunque pudiera permitirme tener un chófer creo que me daría vergüenza. Incluso en mis fantasías mi chófer es alguien discreto, todo lo contrario de aquella doble de Grace Jones que conducía la limusina en la que Camilo José Cela realizó su segundo viaje a la Alcarria —el primero, recordemos, lo hizo en burro—, claro que me imagino que Cela nunca se habría bañado en el mismo agua que sus hermanos porque acabaría absorbiéndola toda por el culo (el escritor afirmó en una entrevista con Javier Gurruchaga que era capaz de chupar por vía anal un litro y medio del líquido elemento).

No, a mi chófer imaginario no lo visto con librea, no le obligo a abrirme y cerrarme la puerta ni lo llamo a gritos o le insulto cuando tengo prisa, como una Celia Villalobos cualquiera (“¡Vamos, joder, Manolo!”, la pudimos oír dirigirse a su conductor en una ocasión, y remató con un encantador aparte: “No son más tontos porque no se entrenan”). Lo cual tampoco quiere decir que confundamos los papeles y mi chófer y yo seamos colegas. Mi chófer y yo guardamos las distancias, él se sienta al volante y yo en el asiento de atrás y apenas hablamos, no intimamos demasiado, nos tratamos de usted, no por nada, sino para que cuando llegue el día pueda decirle  “¡Siga a ese coche!”!, otra cosa que siempre me ha hecho ilusión.

La verdad es que, fuera bromas, todas estas fantasías absurdas no obedecen a un arrebato burgués y desclasado sino al hecho de que conducir me da puto asco, algo que se agrava teniendo en cuenta que cada día tengo que hacer como mínimo cincuenta kilómetros. Un chófer sería altamente beneficioso para mi salud mental, me liberaría de todos esos conductores que no respetan la distancia de seguridad, de los que creen que la que yo guardo con el coche que me precede es el hueco para que ellos adelanten, o de los que aparcan en doble fila, aunque tengan sitio diez metros más adelante; con un chófer no tendría que sentirme un marciano cada vez que debo disculparme por no beber alcohol si luego tengo que conducir, o cuando voy al taller y me hablan en chino mandarín, me preguntan si mi coche es TDI o me explican que se le ha roto un manguito.   

En fin, como lo del chófer, después de todo, no lo veo muy factible, todavía me queda la esperanza de que en un futuro próximo se generalice el uso de vehículos sin conductor, es decir, que todos sean, además de muy económicos, parecidos al coche fantástico y yo pueda cumplir mi viejo sueño: “¡Kitt, sigue a ese coche!”, le diría. Y le pediría también que me llevara los domingos a mirar escaparates.

HIMNOS Y BANDERAS

Oct 3, 2022   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
'God Save the Queen', la historia de la canción prohibida por la BBC en 1977 con la que hoy se ríe de un político pro-Brexit

Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 01/10/22

Hace unos días fui a ver un partido de baloncesto entre dos selecciones nacionales. Había un speaker animando el cotarro. “¡Un fuerte aplauso para las animadoras!”, vociferaba. O: “¡Atentos a la pantalla!”, mientras una cámara iba buscando entre el público a parejas que tenían que darse un piquito, para regocijo del resto de los espectadores…

“¡Y ahora todo el mundo en pie para escuchar los himnos!”, saltó de repente. El speaker no dijo: “¡Y ahora vamos a escuchar los himnos!”, y cada uno que los escuchara —o no los escuchara— como le viniera en gana. Ni siquiera pidió por favor que nos levantáramos. No, lo ordenó. Y para mi sorpresa casi todo el mundo no solo le obedeció diligentemente sino que además muchos comenzaron a ondear las banderitas que habían dejado antes del partido sobre cada asiento. Yo me quedé de piedra. Y sentado, claro. Un poco avergonzado, eso sí, porque nunca me ha gustado llamar la atención. Por mí los himnos nacionales podían prohibirlos. Y ya de paso los speakers. Y las banderitas. Se supone que hay que guardar respeto a todos esos símbolos, pero yo no sé por qué. Para mí una muestra de respeto sería que nadie me obligara a guardarles respeto; o incluso que yo pudiera faltarles al respeto al himno o a la bandera, ya que estos también me lo faltan a mí (de hecho, el tipo que estaba a mi lado se pasó todo el partido agitando su banderita y metiéndomela de vez en cuando en el ojo, que es para lo que valen las banderas).

Unos días después, no sé si ustedes se han enterado, se murió la reina de Inglaterra. Y eso puso en marcha toda una parafernalia patriótica y una exaltación de la monarquía —esa institución feudal, antidemocrática y hortera— aterradoras. Los medios se han pasado horas y horas entonando un God save the queen interminable, un mantra catódico gracias al cual hemos podido interiorizar que en el Reino Unido no hay republicanos ni nadie que esté contra los fastos y el despilfarro. Un día lo cronometré y el teleberri, que lo emitieron in situ, dedicó más de media hora a la muerte de Isabel II. Escribí un tuit mostrando mi extrañeza y hubo quien me lo afeó diciendo que los periodistas tenían que estar allá donde estuviera la noticia. Pero, claro, digo yo, eso es relativo y todo tiene que ver con la dimensión que se quiera dar a esa noticia. Por ejemplo, durante lo que ha durado esta orgía monárquica habrán muerto varias personas en accidentes laborales y ninguna cadena ha dedicado nunca a ello un telediario entero en directo desde el lugar del siniestro, que yo sepa. ¿Tienen menos importancia esas muertes? Pues parece que sí, porque al final resulta que es más importante que ellas la muerte de una persona que está por encima del resto, por la cara, sin que nadie la haya elegido ni haya hecho otro mérito que nacer en determinada familia, lo cual en el fondo —dar una dimensión desmesurada a esa noticia, no digo que no haya que hacerse eco de ella— viene a justificar esos privilegios injustos y ese anacronismo que es la realeza.

A los funerales de la reina de Inglaterra acudió, por supuesto, la nueva primera ministra británica, Liz Truss, a la cual pudimos ver hace poco declarando en un debate electoral que a ella no le temblaría el pulso si tuviera que apretar el botón nuclear. Era un debate con público, y buena parte de este, en lugar de romper a gritar muerto de miedo, aplaudió. Solo les faltó ponerse en pie y entonar el himno nacional.

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