TRACCIÓN
El otro día llevé el coche al taller. No me gustan los talleres. Ya no hay en ellos calendarios con tías buenas en bolas, pero me sigue pareciendo un mundo demasiado masculino, en el que me siento fuera de lugar, un marciano.
—¿Tracción a dos o a las cuatro ruedas? —me preguntó, por ejemplo, el tipo que me atendió.
Para mí que lo hacen para joder; o para medirte. ¡Yo que sabía! No sé nada sobre coches. Los distingo por colores. Hay coches blancos, rojos, grises, y luego están los amarillos, que suelen ser los más peligrosos, los que casi siempre conducen acomplejados, psicópatas o funcionarios de correos con sacos llenos de cartas certificadas con malas noticias.
Así que me da mucha pereza llevar el coche a las revisiones, o a cambiar el aceite —que era de lo que se trataba esta vez— y a veces espero a que sea el propio coche el que me lo pida. El coche que tengo ahora, que todavía es bastante joven —el anterior me duró 22 años— es un coche discreto, antracita, que no quiere importunar, y por eso me avisó dejándome un mensaje en el cuentakilómetros: 55.555. Cinco cincos. Eso supongo que algo querría decir. No soy nada supersticioso, excepto con los coches, por pura ignorancia. Una vez, por ejemplo, me dieron un golpe por detrás y recuerdo que llevaba puesta “1979”, la canción de los Smashing Pumpkins. Nunca más he vuelto a oír a ese grupo en el coche. Como si su música fuera un canto de sirenas que atrae los parachoques de los otros coches.
—Estará en una hora o así, caballero —me dijo el tipo del taller (y el “caballero” sonó un poco raro en su boca, del mismo modo que antes movían un palillo en la boca mientras te hablaban).
Así que me di un paseo por los alrededores. Primero subí hasta un pequeño cementerio que había cerca del polígono. Tampoco es que me gusten mucho los cementerios, pero como al menos en ellos no tienes que hablar con nadie, entré. Y apenas lo hube hecho, sonó el teléfono.
—Soy el del taller. Hemos mirado y también debería cambiar las pastillas del freno. Y las ruedas, caballero, si no quiere tener un disgusto —dijo.
Yo primero pensé si le diría lo mismo a alguien que sabe qué tipo de tracción tiene su coche, pero después, como estaba en un cementerio, no me atreví a contestarle que no, y me palpé la cartera como quien se palpa una herida mortal.
—Pues nada, en media horica lo tiene —se despidió.
Comencé a bajar hacia el taller. Pasé por la parte trasera de un centro comercial. En los muelles de descarga vi a trabajadores almorzando, o sacando contenedores de basura, a dependientes fumando serios, con rostros cansados de sonreír a los clientes y aguantar sus impertinencias. Rostros resignados, tristes y agradecidos de al menos tener un trabajo. Pensé en otras épocas, cuando las revoluciones se fraguaban en esas puertas traseras. El capitalismo había hecho la jugada perfecta. Ahora, al salir del trabajo, esos trabajadores daban la vuelta a la manzana y entraban a comprar o a cenar al centro comercial y se encontraban con otros trabajadores como ellos que les llamaban caballero.
Llegué hasta el taller. Vi que ya habían sacado el coche fuera.
—Ya lo tiene —dijo el tipo.
Pagué. Mientras lo hacía otro tipo me trajo el coche hasta la mismísima puerta, como si yo fuese un marqués y no pudiera andar los cincuenta metros que me separaban del lugar donde estaba aparcado.
—Hasta pronto, caballero —se despidió.
Arranqué. Puse la radio. Sonaba una canción de los Smashing Pumpkins.