• Subcribe to Our RSS Feed

La gran bronca

Oct 16, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

482481_494695997244177_703054813_n

 

Aquello parecía Vietnam. Era la primera vez que salía a emborracharme después de que me operaran para quitarme el tumor y no acabé en la cárcel por poco. Acabé en Urgencias, eso sí. Me mandaron allí una jauría de perros rabiosos, con sus porras y sus bokatxas y sus uniformes de perros rabiosos. Estoy hablando de 1996, de las fiestas de mi barrio, de la Txantrea. Estoy hablando de aquella bronca. La Gran Bronca. La de los helicópteros de la policía sobrevolando con sus reflectores los campos de trigo. La de la peña volviendo a casa a rastras con los brazos rotos, las cabezas abiertas, el cuerpo cubierto de latigazos amarillos… Eso los que volvían. Estoy hablando también de detenciones, de periódicos que llamaban a los detenidos terroristas y publicaban sus fotos y sus nombres y apellidos, de peña que se chupaba por ello primero varios días de incomunicación y malos tratos, después varios años de cárcel y al final, al salir del talego, toda una vida con aquel sambenito colgado: violentos, proetarras…

Antes de ir a la Txantrea vimos en Burlada un concierto de Barón Rojo. En esa época el grupo era ya una antigualla y mucha gente se reía de ellos, de sus calvas y sus mallas de colores, de sus posturitas jevis… La gente se burlaba de unos tipos que habían sido número uno en las listas inglesas y que llevaban veinte años ganándose la vida honradamente con aquello que amaban. Después, el lunes siguiente, todos esos que se creían tan graciosos cuando decían “Barón Cojo” volverían a sus trabajos de esclavos en fábricas, oficinas, bares…

Por entonces yo también trabajaba en una fábrica. Descargaba tazas de porcelana, platos, tiradores de cerveza de unas vagonetas que escupía un horno más caliente que las puertas del infierno. Doce horas al día a cambio de ochenta talegos. Hasta que me puse enfermo.

—Es por el tabaco —dijo el médico.

Los turnos interminables no tenían nada que ver. Ni las mantas de amianto que recubrían aquellas vagonetas.

Había empezado a currar en la fábrica dos años después de acabar la carrera. Me licencié en el 92. El año de los fastos, las Olimpiadas, la Expo, el V Centenario… Tenía gracia. Vendían aquella imagen de prosperidad y allá estábamos nosotros, a punto de afrontar toda una vida de contratos eventuales, sellados en oficinas de empleo, cartas de despido… Muchos éramos los primeros de nuestras familias que íbamos a la universidad. Y también los primeros a los que eso no nos servía de nada. Éramos demasiados, no teníamos los apellidos adecuados y vivíamos en barrios conflictivos: Rotxapea, San Jorge, la Txantrea…

Fuimos a las fiestas de la Txantrea después del concierto. Había policía por todos los lados, pero no le dimos mucha importancia. Por entonces había siempre policía por todos los lados. Los sábados nos emborrachábamos en el casco viejo entre disparos de pelotas de goma, coches cruzados, contenedores ardiendo… Nos emborrachábamos y de vez en cuando también tirábamos piedras. Habíamos hecho la primera comunión, pero no la confirmación. No poníamos la otra mejilla para que nos la abofetearan, ni el arzobispo ni los antidisturbios.

Estuvimos bebiendo durante unas cuantas horas. Por las calles de los alrededores se oían disparos y de vez en cuando veíamos pasar a gente con la cara tapada. Nosotros seguimos privando. A mí se me hacía extraño beber sin el estómago lleno de humo. Me puse ciego enseguida. Cuando la pasma entró en las barracas políticas, corrí hacia uno de los campos de trigo y se me torció el tobillo. Me caí al suelo. Y cuando intenté levantarme ellos estaban allí. Pero ni siquiera los vi. Solo empecé a recibir palos por todos los lados y a oír los golpes y los jadeos y los insultos. No sé ni cómo conseguí escapar. Cuando los dejé atrás me volví y les hice un ridículo corte de mangas. Entonces vi que tenía las palmas de las manos despellejadas. Me había arrastrado con ellas por el suelo. Pasó bastante rato hasta que alguien se acercó a echarme una mano. Hacía un momento me había parecido que éramos muchos y muy fuertes, indestructibles, pero de repente había desaparecido todo el mundo.

—¿Estás bien? — se abrió paso por fin un chaval entre el humo de los botes de humo.

A un amigo mío le habían disparado uno de esos botes hacía algún tiempo a un metro de distancia y lo habían dejado medio muerto sobre la acera.

Me faltaba el aire y tenía ganas de llorar.

El tipo me señaló la cabeza. Me eché las manos a ella y las saqué empapadas de sangre.

—Sí, sí, tranquilo, estoy bien —me hice el duro.

Pero tenía una buena brecha. La sangre me fue cubriendo poco a poco la cara, formando costras sobre la piel. Tenía que volver a casa. Había sirenas azules brillando en todas las calles. Por los trigales cientos de personas deambulaban como zombis. Muchos de ellos heridos, como yo, o con ataques de ansiedad. Poco después llegaron los helicópteros. Popopopopo. Sobrevolaban los campos y los iluminaban con sus reflectores. Cuando pasaban por encima de nuestras cabezas nos tirábamos al suelo. Aquello parecía Vietnam. No sé cuánto tiempo estuve intentando salir de aquella película, ni muy bien cómo lo hice. Creo que volví a casa por el barranco.

Cuando por fin llegué y me miré en el espejo vi que la avería era gorda. Tenía que ir a Urgencias. Desperté a mi madre.

—Te traigo de regalo una cabeza abierta —le dije.

Era el día de la madre y yo me sentía el peor de los hijos. Pero estaba asustado, como un niño pequeño.

—Ponte una tirita —me dijo ella, todavía medio dormida.

Pensaba que era alguna de mis gansadas. Yo no le daba más que disgustos. Una carrera que no me había servido para nada. El cáncer. Mis borracheras… Luego abrió más los ojos y vio que la cosa iba en serio. Llamamos a un taxi. De camino al ambulatorio nos cruzamos con tanquetas, barricadas de fuego, carreteras cubiertas de piedras… Como en los viejos tiempos.

—Por ahí yo no puedo pasar, si quieren los llevo al ambulatorio—dijo el taxista.

Tuvimos suerte. El ambulatorio estaba abierto. El médico que me atendió me cosió de mala gana cinco puntos y preguntó cómo me había hecho aquello.

—No me lo he hecho, me lo han hecho. La policía —dije.

El se quedó en silencio, con un gesto de asco, no sabía si por la policía o por mí. Unos días después supe que a muchos de los detenidos los había estado esperando la pasma en Urgencias.

Sí, tuvimos mucha suerte.

Al día siguiente me levanté hecho un trapo, apaleado, con el tobillo como una bota de vino, el cuerpo lleno de cardenales, las palmas de las manos descosidas por los arañazos… Y por si todo eso fuera poco, una resaca monumental.

Durante unos días no me atreví a salir de casa. Me asomaba a la ventana y en todas las esquinas veía secretas. Mientras tanto, los periódicos hablaban de los disturbios. De la Gran Bronca. De los policías heridos. De los detenidos, para los que pedían mano dura. A la mayoría de la gente le parecía bien. Se sentían más seguros así. Nadie se indignaba. Nadie protestaba, y si alguien lo hacía era de la ETA. Aparte de todo eso, España iba bien. Aunque en algunos barrios pareciera Vietnam.

  Incluido en  la antología 24 relatos navarros  (Pamiela, 2013)

ga('create', 'UA-55942951-1', 'auto'); ga('send', 'pageview');