Los discos del verano 6: TDK DE 90 MINUTOS (Varios, 1987-2005)
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 18/08/2018
El Señor Tomás, Polo Montañez y Diego el Cigala, todos en la misma cinta
Con el dinero que me dieron en el primer concurso literario que gané me compré dos cosas. La primera era un radiocasete con doble pletina con el que me convertí en el rey del mambo (o del punk-rock, más bien). De ese modo podía grabar de cinta a cinta aquellas que me dejaban mis amigos, o aquellas cintas que mis amigos habían grabado a su vez de las cintas de otros amigos suyos, y así sucesivamente. A veces, con tanto trasiego, las canciones sonaban como el demonio, pero nos daba igual. A veces lo que nos gustaba, de hecho, era que sonaran como el demonio, con toda la suciedad que se pegaba en las manos durante esas transacciones, y en la que reconocíamos cuándo habíamos grabado aquellas cintas, quién nos las había prestado, por qué…
Grabar cintas era una cuestión personal. A veces, no grabábamos discos enteros, sino recopilaciones, canciones de diferentes discos, y se las regalábamos a la chica que nos gustaba, o a los amigos con los que queríamos compartir los caminos que íbamos descubriendo a nuestro paso, en esos años de búsqueda. Aquellas cintas hablaban de nosotros, de nuestros gustos, de lo que aborrecíamos, de nuestra curiosidad, del mundo en el que aspirábamos a vivir…. Con aquellas cintas no había medias tintas. Si al otro le gustaban se convertía en uno de los tuyos, si no, pasaba a ser automáticamente más tonto que un zapato.
Cualquiera, además, no sabía grabar buenas recopilaciones. Las canciones debían tener algún vínculo, estar ordenadas correctamente, crear una atmósfera…
Pues bien, el disco de esta semana pretende ser una de esas cintas; y el vínculo entre las diferentes canciones algunos viajes que he hecho en diferentes veranos de mi vida.
Marruecos y el Señor Tomás (1986)
La segunda cosa que pude pagar gracias al primer concurso literario que gané fue el viaje de estudios al acabar el instituto. Recuerdo que me dieron el premio durante el invierno, un día que nevaba copiosamente, y que en el acto de entrega actuó el Señor Tomás (el humorista tudelano, precursor de Marianico el Corto) y también que me regalaron una de sus cintas de chistes. No sé por qué, acabé llevándome aquella cinta al viaje de estudios, y a veces, en el autobús que nos llevaba de Azilah a Fez, de Tánger a Marrakech, la poníamos y no podíamos parar de reír. En realidad, en aquel viaje, que hicimos envueltos en una nube de humo azul, todo nos daba risa, pero en el caso del señor Tomás creo que se trataba, más que de los propios chistes, de lo absurdo de la situación y del hecho de que tras la primera escucha adoptamos como coletillas para todas nuestras conversaciones deshilvanadas por el hachís algunos pasajes de esos chistes (“Yo pongo dos mil pesetas para la capa del cura”, por ejemplo, cada vez que había que poner bote. “¡Pero solo si al cura lo capo yo!”, añadía a continuación alguien, y todos nos reíamos). Una tontería, en fin, más grande que la plaza Jamaa el Fna. Meses después, al disiparse el humo azul, la sonrisa se nos congeló, cuando supimos que el señor Tomás murió en un accidente de tráfico, un día que nevaba copiosamente.
Chiapas y El Cigala (2005)
Años más tarde, en otro viaje, otro autobús volvió a llenarse de humo, en este caso de tabaco negro. Por entonces yo estaba intentando dejar mis cinco cigarrillos diarios, pero elegí un mal viaje para dejar de fumar, junto a una partida de rudos anarcosindicalistas que viajaban a una comunidad zapatista en Chiapas, donde harían entrega de la recaudación obtenida para financiar un hospital, y que fumaban sin parar, como si el humo negro que escupían al cielo pudiera taparlo para que bajo él no quedara ni dios ni amo. Lo malo era que todo aquel humo se atoraba en el techo del autobús. Y junto a él todas las discusiones políticas, filosóficas, económicas, con las que aspiraban a derribar el capitalismo y sustituirlo por el mundo nuevo que llevaban en sus corazones; discusiones que a menudo eran encendidas y en las que solo había tregua cuando el chófer ponía el cedé Lágrimas negras de Bebo Valdés y El Cigala. Entonces, una paz extraña se iba extendiendo poco a poco por el autobús y nos sumía a todos en una melancolía y un silencio sedantes. Yo nunca hasta entonces había escuchado a Diego El Cigala. Cuando años más tarde lo vi en una entrevista en un conocido programa televisivo, me preguntaba cómo alguien capaz de emocionarte hasta tal punto, podía hacer de aquella manera tan bochornosa el gamba cuando no estaba cantando. Poco después, escuché que el día que su mujer murió, El Cigala decidió no suspender el concierto que tenía programado y dedicárselo a ella. Y supe que, en el fondo, todas aquellas tonterías que El Cigala hacía en las entrevistas y su voz hermosa en los discos no eran sino dos caras de la misma moneda, en las que quien aparecía retratado era siempre un hombre que se esforzaba con toda su alma por sacudirse una tristeza infinita.
Cuba y Polo Montañez (2005)
Aquel mismo año al regresar de Chiapas me encargaron la redacción de una guía turística de La Habana (es decir, la ciudad donde Bebo Valdés se forjó como uno de los grandes de la música cubana). Durante las semanas que pasé allí sonaban en todos los lugares las canciones de un músico llamado Polo Montañez. En los bares, los bicitaxis, las azoteas… Lo jineteros vendían sus discos, agotados ya en todas las tiendas, en el top-manta cubano (que en realidad eran unos tipos paseándose con unos grandes bolsos de deporte llenos de libros y discos, a uno de los cuales compré la edición cubana de Animal tropical de Pedro Juan Gutiérrez y los discos Guajiro natural y Guitarra mía de Polo Montañez). Todos, viejos y jóvenes, adoraban incondicionalmente a Polo Montañez cuando estaba vivo y lo convirtieron en mito al morir. Su historia reúne ciertamente todos los componentes del mito. Hijo de un leñador, aprendió de manera autodidacta a acariciar con sus dedos gruesos de campesino las cuerdas de una guitarra y a cantarles de una manera natural a las cosas sencillas y trascendentales de la vida. Lo hacía en un garito para turistas por el que, como en las películas, cayó por casualidad un representante que se lo llevó para Colombia, donde de un día para otro vendió cuatrocientos mil discos. Ya de regreso a Cuba, Polo se convirtió en un fenómeno de masas. Y de repente, en el momento álgido de una fama que nunca se le subió a la cabeza ni le hizo olvidar quién era —un campesino, un guajiro natural—, murió en otro desgraciado accidente de tráfico. Sólo unos meses antes había escrito La última canción, un tema que pone en piel de gallina el corazón, y en el cual Polo anticipa su final con un estribillo que vaticina que el último minuto de su vida debe ser extraño, romántico y amargo.
Los últimos minutos
Una recopilación, en fin, esta de hoy, de lo más extraña y en la que aún queda un pequeño hueco, algunos minutos, un par de párrafos. Uno de ellos para añadir que rellenar los minutos finales de las cintas grabadas, conseguir que la última canción no se cortara abruptamente, era también un arte. En este caso algunos de los temas con que podríamos completar este disco díscolo del verano podrían ser: la noche que escuché a Leonard Cohen en el Madison Square Garden; el día en que tras de mí apareció Alphablondy en el aeropuerto de Abdijan; la tarde en que entramos a tomar una cerveza a un bar de Rentería y dentro estaba tocando en acústico Iñigo Muguruza…
El otro párrafo lo reservamos para añadir que todas esas cintas que hablaban de nosotros mejor que nosotros mismos, que contaban las cosas que no sabíamos sobre nosotros o no nos atrevíamos a confesar cara a cara, también hicieron su propio viaje y duermen hoy en el trastero en dos cajas de cartón, junto con el viejo reproductor de casete de doble pletina, convertido en la corona oxidada de un rey del mambo (o del punk-rock) derrocado.
Los discos del verano. Todas las entregas