Publicado en magazine ON (Diarios Grupo Noticias 14/07/2018)
—¡Hala, ahora a leer tebeos!
Eso es lo que dijo, con cierto recelo, una señora cuando al club de lectura llevé por primera vez un cómic. Luego resultó que el tebeo era Maus, de Art Spiegelman, y la señora se hizo fan incondicional del noveno arte, al que además ahora también podemos llamar novela gráfica para que los adultos no nos sintamos culpables por leer tebeos.
Yo también llegué al cómic tarde, sin otro recorrido detrás que Mortadelo y Filemón o Maki Navaja. Fue como vivir una segunda adolescencia. Como cuando entraba al viejo cuarto de los ficheros de la biblioteca e iba recorriendo por orden alfabético los autores, hasta que, en la B, me detuve en Bukowski y después Bukowski me llevó a Fante y Fante a Dalton Trumbo y así.
Con los cómics volví a sentirme de ese modo, muchos años después: un explorador, entre las baldas de la biblioteca: Joann Sfar, Paco Roca, Marjane Satrapi, Patxi Gallego, Alison Bechdel, Guy Delisle… Todavía me queda mucho camino por recorrer pero con la humildad del recién llegado, del diletante, del rubio de bote, me gustaría recomendar desde esta página tres cómics para este verano.
El primero es El tesoro de Lucio, de Belatz. Publicado por Txalaparta, esta estupenda novela gráfica es una biografía del irreductible anarquista navarro —tal vez el último anarquista vivo— Lucio Urtubia. La leyenda de Lucio es conocida (estuvo, entre otras peripecias, a punto de hundir, falsificando cheques de viaje, al poderosísimo City Bank), pero quizás en este cómic Belatz ha sabido retratar como nadie la personalidad del cascantino, o al menos eso dicen quienes conocen a Lucio, y ha conseguido, sobre todo, transmitir su mensaje, el legado, el verdadero tesoro de Lucio, e inspirar nuevos brotes (“Lucio es el puto amo”, dice La Chula Potra que dijo su hijo de doce años tras leer el cómic). Puede, en fin, que gracias a este cómic, Lucio no sea el último anarquista vivo sino el primero de los que vengan detrás.
El segundo cómic es Los puentes de Moscú, publicado por Astiberri, en el que Alfonso Zapico dibuja la entrevista a Fermín Muguruza que le hizo Eduardo Madina (el joven socialista vasco a quien una bomba de ETA arrancó de cuajo una de sus largas piernas de voleibolista) para la revista Jot Down, y que acabaría convirtiéndose en un emocionante y generoso encuentro, en una ejemplar muestra de empatía entre distintos, que en el fondo, se parecen mucho más de lo que creían. En la entrevista de Jot Down, que yo leí en su día boquiabierto, desconociendo que Zapico estuvo presente y después la glosaría en una novela gráfica, se revelan algunas anécdotas como que el técnico de sonido de Kortatu y Negu Gorriak era hermano de Yoyes, o el hijo del general Galindo fan de esos grupos. Un país pequeño, el nuestro, en el que estar tan próximos solo ha servido para herirse con más saña, en lugar de para hablarnos sin levantar la voz. Alfonso Zapico, ha tenido esa virtud: ser testigo de esa conversación y escuchar a quienes la mantenían con la limpieza de un papel en blanco.
Por último, en Arde Cuba (Grafitto editorial) el fabuloso dibujante pamplonés Agustín Ferrer reconstruye el estallido de la revolución cubana a través de la figura de un decadente Errol Flynn (quien ya no es la estrella de cine que en las fiestas de Holliwood epataba a sus invitados tocando el piano con el pito; bueno, eso ya era algo decadente), y que recala en la isla caribeña con la intención de entrevistar a Castro en Sierra Maestra. Un trepidante cómic, de corte histórico, que consigue trasladarnos a uno de esos momentos en que está a punto de pasar algo gordo.
Son solo tres recomendaciones, pero hay muchas más esperándoles en las baldas de librerías y bibliotecas, así que ya saben:
Serial de verano para magazine ON (diarios Grupo Noticias, 14/07/2018)
Un estadio entero cantando una canción rara
Mi recomendación es que, antes de seguir leyendo, ustedes tecleen ahora en Google “Bohemian Rhapsody+concierto Green Day” y vean el vídeo (aquí, en la edición digital, lo tienen ahí arriba). Serán unos seis o siete minutos, pero es más que probable que se les ponga la piel de su corazón rockero en carne de gallina. Hasta dentro de un rato.
Hola de nuevo. Queen —voy a hablar de ellos, claro, y, en particular de esa canción, Bohemian Rhapsody, que, si han visto el video, está claro que es un himno— fue tal vez el primer grupo de rock por el que sentí curiosidad.
Fue durante un verano, a principios de los ochenta, en el que operaron a mi madre de un desprendimiento de retina. Yo tendría por entonces doce o trece años y mientras ella estuvo ingresada mi hermano y yo nos quedamos en casa de una tía que habría sido un pequeño oasis en mitad de la canícula si en los oasis en lugar de cocos o dátiles uno pudiera encontrar bandejas llenas de croquetas. Ese es el recuerdo que tengo de mi tía: a ella preparando sobre la mesa de la cocina montañas de aquellas croquetas caseras tan ricas; o si no, cuando no lo hacía, recortando y cosiendo pequeños cocodrilos, que luego lucían los niños pijos en sus polos, a la altura del pecho, en el lugar del corazón.
Mi tía tenía dos hijos algo mayores que nosotros y fue en la habitación de uno de ellos, de uno de mis primos, donde escuché por primera vez Bohemian Rhapsody, mientras él pintaba un cartel de San Fermín (creo recordar que el dibujo era el reflejo de gente bailando en el bombardino de una charanga). La habitación de mi primo era a su vez un oasis dentro del oasis. De una manera inconsciente supongo que me atraía el aire más o menos artístico o bohemio que en ella se respiraba: mi primo dibujando sobre el tablero, mientras escuchaba o tarareaba las canciones de Queen, como si fueran estas las que guiaran los trazos de su lápiz.
Entre todas esas canciones Bohemian Rhapsody me llamaba especialmente la atención, primero, porque era una canción rara, en la que se alternaban el rock con lo que parecían fragmentos de ópera, o estribillos y coros en inglés con otros en los que reconocía algunas palabras en castellano: ¡Fandango! ¡Galileo, Galileo!; y segundo, porque mi primo anunciaba, de un modo tan arrebatado como litúrgico, la llegada de cada una de las partes que componían aquella rapsodia: “Ahora el piano”, “Ahora el punteo de Brian May”…, tan diferentes unas de otras y a la vez tan maravillosamente engarzadas.
Ese mismo año pedí para mi cumpleaños un disco de Queen. Me regalaron una cinta de casete titulada Greatest hits, en inglés, aunque debajo, por el contrario se añadía “Incluye el éxito Bajo presión”, en español, en referencia al tema Under pressure que el grupo compuso y grabó junto a David Bowie, a todo lo cual se sumaba, en aquel sindios marketiniano, una pequeña orla amarilla en la que se podía leer “¡Anunciado en televisión!”, lo cual sin duda convertía ya al disco, o al casete, mejor dicho, en total.
En aquella cinta había temas como We are the champions o We will rock you que han pasado de ser clásicos de Queen a convertirse en clásicos de los spikers de los partidos de baloncesto. Y por supuesto, estaba Bohemian Rhapsody, a la que durante años di mil vueltas con los botones FWD y REV del radiocaset o con un boli Bic, si la cosa se liaba.
Durante una temporada, además, convertí la canción en una especie de himno, que escuchaba a todo volumen minutos antes de salir a las batallas de los viernes y los sábados. Por entonces, me gustaba especialmente la parte en que tras el bel canto, tras los coros de ópera (que tardaron en grabarse tres semanas, con voces grabadas y superpuestas una y otra vez: ¡Mama mía, mama mía!… ¡For me, for meeeee!), irrumpen la batería y la guitarra y la canción se acelera, se electrifica, se vuelve energética, sin perder su épica. Sentía que aquella descarga me infundía fuerza y valor, me protegía en cierto modo ante los peligros de la noche y sus promesas. Y que a la vez, todo eso hacía cobrar sentido a la parte anterior de la rapsodia, más pausada, en la que me imaginaba al narrador con el alma en posición fetal, tratando de protegerse del mundo feroz que había tras las paredes del búnker de su habitación. De algún modo, me identificaba con esa voz, pues en realidad yo, como cualquier adolescente, todavía no era sino un niño muriendo, asesinado por una sobredosis de hormonas y de melancolía por la infancia arrebatada. En esa parte inicial de la canción, de hecho, hay unas frases desgarradoras en las que podemos oír: “Mamá, he matado a un hombre”.
Freddie Mercury, en realidad, nunca explicó el significado de la letra de Bohemian Rhapsody, una letra enrevesada y enigmática. E hizo bien, porque de ese modo cada cual podía interpretar su versión (incluso yo, que no sabía inglés). Lo que sí tuvo que explicar y defender el añorado cantante (del cual próximamente se estrenará un biopic que lleva por título precisamente Bohemian Rhapsody), fue la peculiar estructura del tema, que dura más de seis minutos y tiene seis partes distintas: introducción, balada, solo de guitarra, ópera, rock y coda, con cambios abruptos de tonalidad y estilo. En definitiva, un tema nada propicio para pincharlo en la radio; o eso creían los ejecutivos de la compañía discográfica, que como todos los ejecutivos en el lugar del corazón tenían un cocodrilo.
Afortunadamente, se equivocaron y Bohemian Rhapsody no solo acabó siendo un éxito, sino convirtiéndose en un himno (y ese es uno de los grandes méritos de la canción y de Freddie Mercury y Queen, un triunfo y una defensa del arte y la belleza por encima del mercantilismo y de las convenciones, algo que, por otra parte, resulta difícil de imaginar que pudiera suceder hoy en día); un himno que permanece y atraviesa décadas y generaciones, como demuestra el video que mencionábamos al inicio de estas líneas, en el que quien, a pesar de las recomendaciones, todavía no lo haya visto, podrá escuchar a sesenta mil personas entonando de manera espontánea Bohemian Rhapsody, durante los momentos previos a un concierto del grupo Green Day, cuando en el hilo musical que amenizaba la espera sonó la emblemática canción de Queen. Sesenta mil personas coreándola de pe a pa, con el corazón en la garganta.
Sucedió el verano pasado, en Londres. Bohemian Rhapsody se grabó en 1975, cuando la mayoría de los que estaban en ese concierto, e incluso algunos de los padres de quienes estaban en ese concierto, todavía ni siquiera habían nacido.