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CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT ESCRIBE SOBRE ATRAPADOS EN EL PARAÍSO EN EL DIARIO LA RAZÓN DE LA PAZ (BOLIVIA)

Jun 21, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  1 Comment

Atrapados en el paraiso

Pablo Cerezal y Patxi Irurzun en Madrid, como Corneille y Milton en el París cardenalicio de 1638. Años borbónicos, ángeles caídos, caldo de cultivo del futuro entre desechos del pretérito. De ese encuentro/presentación (escribe Patxi, presenta Pablo), heredéAtrapados en el paraíso (PAMIELA, 2014), que abro ahora, 23 de febrero del 2016, en Aurora, Colorado, a las seis de la mañana y con la escarcha que suena derritiéndose igual a antiguos goznes. Abro un intervalo; primero tengo que leerlo, aunque lo he hojeado tanto que ya, multiforme y saltado, se materializó como imagen.

4 de abril. Sobre la montaña de mierda de Payatas pasa una nube. La primera parte de este magnífico libro de viajes, diario íntimo, transcurre en un par de vertederos de las Filipinas. Esa sección titulaUn infierno con goteras, y lejos está del paraíso a medias de la segunda parte, en Papúa.

Qué decir. Soy pésimo reseñador. Me gusta que este no sea libro que exija reseñar ni tampoco relato ortodoxo de viajes. Si algo quiero de Patxi es esa bonhomía, incluida la literaria, que no le da ínfulas de nada, ni de maestro ni de alumno. Él está allí, donde esté, pensando en su Malen hoy y después también en el hijo, en escrituras que son coloquios sin presunción para quien quiera escucharlos (y leerlos). No es Pierre Loti en Pekín porque no necesita serlo. Eso lo acerca.

Hay peripecias del por qué de la obra, un premio, seis mil euros, un viaje; la pregunta de adónde ir y la extraña decisión de gastárselo en el basurero más grande del mundo. Ningún empeño a lo Schweitzer de ubicarse en el dramático contexto mundial y rescatarlo. El horizonte como excremento sin que los efluvios hediondos de la miseria perturben un escrito calmo en su espíritu, asombrado a ratos, sí, ingenuo también, pero, sobre todo, sólido, a pesar de que el autor se refiera a sí mismo como algo distinto a ese estado.

En agosto viajo a San José, California, al matrimonio de una muchacha boliviana con un hombre filipino. Las páginas de Irurzun han hecho que observe al novio desde otra perspectiva. Tenía la mente llena de la épica de Rizal y la guerrilla antijaponesa. La malaleche inmigrante local que los considera como una mixtura entre chinos y malayos no tiene idea de la casi dulzura que se presta a esa tierra en este libro, así, en medio de la podredumbre, del hambre, la mugre. Pueblo marcado como animal por la conquista española, tanto que según leo acá, y como éxtasis racista y abusivo, las autoridades coloniales daban los apellidos a los filipinos en ton de sorna. Pareces jamón, apellidarás Jamón… Quizá viene de ese origen infame que el mayor héroe filipino apellidase Aguinaldo, José Aguinaldo… Bolivia y Filipinas, países amistosos, fiesteros, dramáticos y generosos. Mira dónde lo vengo a encontrar.

Papúa, el Sepik, el río Sepik de hombres emasculados por pirañas, dice Irurzun. Por pacús, en realidad, un inmenso pez trasladado al Pacífico desde Sudamérica, emparentado a la piraña y que carga muelas mejores que las mías. Lo aprendo en Monstruos de río, esa fábula viajera, aventurera, sociológica de la televisión y que en medio del color aterrador de la isla relata la solución del misterio: hombres castrados por peces, peces alimentados de testículos, tal vez por un delicioso (para el pez) dejo de orina en el agua. Y el temor, terror, imagino, del autor por pisar tierra caníbal. No sería para menos.

He tardado como tres meses en leerlo. Es libro de sabor, no de intelecto. Dos páginas en el baño, tres a la intemperie, en el patio, así, entre la escatología literaria y el sol, mirando correr niños congoleses y oyendo platicar, en el balcón de arriba, a sirios, armenios o no sé qué. Entorno que me hace cómplice, en aventuras que no son grandilocuentes epopeyas sino tristes y/o risibles detalles de gente simple y común. Cuando Henry Morton Stanley escribe su carta introductoria a quien dedica In Darkest Africa, edición de 1890 (en casa), explica que su misión “de alivio” se convirtió en odisea de enfermedades, debilidades, y no la potente carga imperial planificada. No comparo a estos dos escritores tan disímiles; voy a la belleza y brutalidad de la piedra sin pulir, a la anotación instantánea de la que se nutre la historia, a pesar de no siempre conseguirse los objetivos.

Cuando termina el monstruo de Manila, que incluso se hará melancólico a momentos, comienza la odisea papuana, el ombligo del mundo. Patxi y su febril acompañante, el contrapunto necesario y molestoso de toda acción de dos, tropiezan con una realidad al margen de la desesperación. Su mundo ha dejado de ser real y se zambullen a la fuerza en el aquelarre de las máscaras, el otro lado del que hablan los gitanos rumanos: el vivo y el muerto-vivo. De fondo hay un verde, o un conjunto de verdes, tan intenso que nos obliga a recurrir a los fauves.

Huyen, prácticamente, de allí, no sin antes visitar otro ejemplo del objeto de su viaje: el vertedero de Port Moresby. Humano, muy humano. Irurzun sobrevive en lo que hasta parecería un aura trivial sin serlo: el amor de su Malen…

20/05/16

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Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 19/06/2016

TÁCTICAS DE PACIFICACIÓN

Jun 21, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Rubio de bote, suplemento ON de los diarios de Grupo Noticias (18/06/2016)

Algunas mañanas, cuando salimos para ir al cole y los niños están imposibles, chinchándose sin parar, tengo que recurrir a un “os imagináis que…”.

—Os imagináis que tuviéramos un ojo en el culo —por ejemplo.

Hay que empezar fuerte porque los niños también discuten fuerte; llamar su atención usando una captatio benevolentia ajustada a sus intereses: pedos-pitos-culos, peonzas, filosofía existencial (¿cómo nació la primera persona, aita?; aita, si cuando te mueres es como si estuvieras dormido ¿entonces qué sueñan los muertos?, etc.).

—Te refieres a un ojo para ver ¿no? —replica mi hijo, al tiempo que suelta el cuello de su hermana.

—Sí, para ver por detrás. Pero igual mejor lo llevaríamos en la cabeza, en la nuca —aprovecho para reconducir la conversación.

—Claro, porque si no con el otro veríamos como el culo —dice dulcemente la niña, y para hacerlo tiene que dejar de morder el brazo de su hermano.

Si tuviéramos un ojo en la nuca — llegamos a algunas conclusiones a partir de ahí—tendríamos que cortarnos también el pelo por detrás, hacer una pequeña tonsura alrededor del tercer ojo; o nos pondríamos las gafas trifocales por arriba, como si fueran un sombrero; si tuviéramos un tercer ojo en la nuca, atacar por la espalda no sería deshonesto y muchas sillas las fabricarían sin respaldo y ya nadie te castigaría de cara a la pared y la industria de los retrovisores se iría a pique (pero, por el contrario, la de las máquinas troqueladoras experimentaría un auge considerable y encontraría nuevos nichos de mercado en los cascos para motos,  los gorros de piscina…).

—¿Y os imagináis que el cielo fuera una tablet? —toman a veces también la iniciativa mis hijos—. Que estiraras la mano y pudieras apartar las nubes—dice, por ejemplo, la niña.

Y el niño le responde:

—Noooo, porque igual a otro le gusta que llueva. O igual coges un avión para irte de vacaciones a Nueva York y un gracioso lo mueve y acabas en Maputo —entre las capitales del mundo tienen especial fijación por esta)—. Estaría todo el mundo siempre discutiendo.

Y, antes de que ellos también vuelvan a enzarzarse, intento mediar:

—Cada uno tendría su propio clima, sería como en los dibujos animados, uno iría con una nube encima, otro apagaría la luz y sería de noche…

—Menudo lío. ¿Os imagináis que pudiéramos volar? —me corta mi hijo, y empieza a hacer fiufiú con la boca, como si en las suelas de las zapatillas llevara turbopropulsores, y ya se imagina a sí mismo sobrevolando las casas, los árboles, hola, pajarito, y piensa que ya nadie le podría decir “Estás en las nubes” cuando está despistado, sería absurdo, como decirle “Estás en el súper”, porque en el cielo habría también tiendas y aparcamientos, y desde allá arriba ve el patio del colegio y, fiufiú, se dirige como una exhalación hasta su fila, tan deprisa y tan en su mundo que hasta se olvida de despedirse de su hermana con el habitual  “Adiós, fea”…

—¿Y entonces por donde haríamos cacas? —me pregunta, cuando nos quedamos solos, ella—. Si viéramos por el culo, digo. Tendría que ser por otro sitio, porque si no nos meteríamos el dedo en el ojo cada vez que fuéramos al baño, ¿no?

Y así.

Estas tácticas de pacificación no siempre resultan, claro. Pero usar la imaginación a veces resuelve un montón de problemas.

 

 

 

 

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