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Síndrome Calimero

Mar 16, 2016   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en «Rubio de bote», semanario ON (12/3/16)

Podría ser peor, como contaré al final, pero a mí nadie me toma en serio. No hay manera. Cada vez que, por ejemplo, en casa me salta el aceite mientras les frío las alitas de pollo a los niños oigo sus carcajadas desde el cuarto de estar, eso si no aparecen en la cocina para meterme el dedo en las llagas, señalándome tronchados de la risa.  También es cierto que cuando me quemo se me escapan unos gritos un tanto ridículos, como si tuviera dentro un jugador de tenis. Pero duele. Sufro. Lo paso mal. Y no está bien, niños,  reírse de las desgracias de los demás, por muy cómicas que resulten.

No culpo a mis hijos, de todas maneras, la cosa viene de lejos. Una vez, en el colegio, me di un trompazo monumental. Fue durante uno de aquellos recreos caóticos y peligrosos en los que el patio se convertía en una madeja enredada de partidos de fútbol, con balones volando descontrolados en todas las direcciones. Aquel día, además, llovía como si el cielo fuera un enorme acuario al que se le había roto el fondo, y a mí, que aquel día estaba de portero y un tanto aburrido (a veces los partidos se enquistaban en una melé en la otra esquina del patio y así podía transcurrir el recreo entero), se me ocurrió imitar a Nadia Comaneci y colgarme del larguero, con tan mala suerte que como este estaba mojado, los dedos de la mano se me escurrieron y caí de espaldas contra el suelo, golpeándome la nuca. Fue uno de esos impactos que duelen también al que oye y reconoce el sonido del hueso quebrarse. De hecho,  cuando me levanté —o más bien cuando mi sentido del ridículo me puso en pie— e intenté echar a andar noté que algo en mi cabeza se había descalabrado, pues desde ella se transmitían a mis piernas una especie de entrecortados impulsos eléctricos.

—¡Ja, ja, ja, mira como hace el robocito! —oía a los demás morirse también, pero ellos de la risa.

Por suerte, aquel apagón de mis transmisiones nerviosas que me convirtió involuntariamente en Michael Jackson, duró apenas unos segundos, al cabo de los cuales estaba otra vez defendiendo como un campeón mi portería.

Me quedaron algunas secuelas, sin embargo, y al mediodía, mientras comía en casa, me desmayé en dos fases, primero sobre la ensalada y después de nuevo de espaldas contra el suelo de la cocina. Esta es la parte de la que recuerdo algo, el nuevo golpe que paradójicamente me hizo recuperar el conocimiento. Lo otro,  la fase ensalada,  la conozco porque me la han contado mis hermanos, pero al parecer debí de estar durante un buen rato restregando mi cara, hundida en el plato, contra una rodaja de tomate, sin que a ninguno de ellos mi comportamiento les pareciera extraño o fuera de lo habitual.

—Pensábamos que era alguna gansada de las tuyas —dicen.

Y así, claro, no hay manera, es imposible que te tomen en serio, las señoras mayores se me cuelan en la fila del autobús, los críticos literarios me ignoran, mis hijos no me respetan… Y al final tengo que acabar enfadándome, gritando, perdiendo los nervios, transformándome en un antidisturbios, en un energúmeno, en un notas, publicando con seudónimo, y enfadándome también conmigo mismo por ello, por verme obligado a ser alguien que no soy, algo que odio.  Es el síndrome Calimero, en definitiva.  Hago reír cuando debería dar pena. Solo hay una cosa peor que esa: dar pena (o penica) cuando quieres hacer reír. Espero que no sea el caso.

 

Patxi Irurzun

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